Era el mes de diciembre del año 711. Se acababa de recibir en Toledo
la noticia de la derrota y muerte de don Rodrigo en las orillas del
Guadalete. La consternación era grande; se ponderaba en Toledo la
muchedumbre de los moros, sus armas, su fortaleza y el valor de sus
caudillos. No participaban, sin embargo, del espanto popular los nobles,
bien enterados de las intrigas políticas de aquel tiempo. Para unos, la
muerte de don Rodrigo era un cambio de reinado, favorable para sus
intereses; otros sabían más, los tratos del partido de los hijos de
Witiza con el invasor, es decir, lo que hoy se llamaría una coalición de
moros y cristianos para destronar a don Rodrigo.
Algunos señores godos comentaban y celebraban las noticias,
burlándose de los terrores del vulgo, en una casa de recreo, no lejos de
la capital y a orillas del camino, cuando sonaron algunos golpes en la
puerta. Un criado anunció poco después que pedía hospitalidad un soldado
rendido de cansancio.
—¿De dónde vienes? —preguntó el dueño de la casa.
—Viene de la guerra. Su caballo ha caído muerto de fatiga delante de la puerta.
—¡Que entre, que entre! —dijeron todos, levantándose de sus asientos y
dejando los vinos y manjars para saciar el hambre de noticias.
Abriose otra vez la puerta y apareció en ella un soldado, con la
armadura abollada e incompleta, todo el cuerpo empolvado y el rostro
abatido y descompuesto.
—¿Has asistido a la batalla?
—¿Es cierta la muerte del rey?
—¿Quién manda los ejércitos? ¿Qué caudillo han proclamado?
Y todos le preguntaban a la vez, sin darle tiempo a contestar.
—Ante todo, dadme de beber, que muero de sed y de cansancio.
Los nobles le presentaron sus copas, esperando con ansia las palabras
del soldado. Éste se repuso vaciando algunos vasos, su rostro se
coloreó, y luego dijo con voz triste:
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