Textos más populares esta semana de José Fernández Bremón | pág. 11

Mostrando 101 a 110 de 156 textos encontrados.


Buscador de títulos

autor: José Fernández Bremón


910111213

Un Dios de Sombrero de Copa

José Fernández Bremón


Cuento


I

Los amigos de don Teótimo Gravedo llenaban los salones de su espléndida morada, atraídos por esta singular invitación:


D. T... G... pronunciará un sermón muy corto en la noche del próximo domingo, y después dará un té religioso a sus amigos. Tendrá la mayor satisfacción si se digna Vd. honrar su casa aquella noche.


Era don Teótimo hombre ceremonioso y circunspecto, de cara larga, nariz larga y patillas aún más largas que la cara y la nariz: su estatura era tan alta, que los pantalones mejor medidos le resultaban siempre cortos: sentado, parecía estar de pie, y de pie parecía andar en zancos. Cuando los convidados estuvieron reunidos dijo extendiendo sus brazos por encima de toda la reunión:

—Señores: Todos habéis notado que la fe desparece y lo habréis observado con dolor, porque me consta que todos sois deístas. Los cultos antiguos están en oposición con las ideas nuevas: son religiones para las mujeres y los niños. Acaso os decidiríais, para restaurar el sentimiento religioso, a practicar cualquiera de los ritos conocidos, pero sois gentes ocupadas; mientras se oye una misa se puede hacer un préstamo al Gobierno. Lejos de nosotros ahuyentar del mundo la idea de Dios, sombra benéfica, que da resignación al pobre y protege nuestras arcas. Dios nos ha hecho grandes servicios cuando era poderoso entre los hombres: no podemos abandonarle en la desgracia.


Leer / Descargar texto

Dominio público
9 págs. / 15 minutos / 16 visitas.

Publicado el 11 de julio de 2024 por Edu Robsy.

En San Isidro

José Fernández Bremón


Cuento


Si san Isidro hubiese sido contemporáneo nuestro, la Sociedad Económica matritense le hubiera dado un premio a la virtud, de tres mil reales, creyendo cumplidos todos los deberes del mundo hacia aquel hombre modesto. ¿Somos mejores o peores que en tiempo de san Isidro? Los enemigos de los siglos pasados sostienen que había menos virtud entonces, toda vez que se la recompensaba elevando a un labrador a los altares: no se fijan en que la santidad es algo más de lo que entiended por virtud. Si hoy hubiera santos e hicieran milagros, los creeríamos buenos prestidigitadores y nada más. Esto no evita que nos hallemos dispuestos a creer en el prestidigitador que se anuncia con el pomposo nombre de magnetizador, o en ciertos fenómenos espiritistas.

—Es indudable que aquí hay algo extraordinario —dicen los más incrédulos, cuando ven a la sonámbula adivinar el pensamiento de un espectador.

Yo creo en los milagros y en lo maravilloso: el equilibrio de los mundos, nuestra existencia, nuestra muerte, todo tiene por base un punto nebuloso e inexplicable, al que en vano queremos volver la espalda para no llenar de tinieblas nuestro entendimiento. El empleado que despacha un expediente de roturaciones y deslindes; el comerciante que suma su libro mayor; el político que combina un ayuntamiento, sienten de pronto un aviso misterioso en forma de frialdad extraña, de temblor nervioso o de paralización de la sangre, que advierte ser indispensable dejar aquellas ocupaciones por otra en que no pensaba.

Es la muerte que antes de herirle le da unos golpecitos en el hombro.

Y por aquella imaginación despreocupada pasa una sombra formidable. La eternidad. No hay duda: el mando de lo sobrenatural, de lo incomprensible y de lo absurdo va a abrir sus puertas de par en par.

¿Por qué no hemos de creer en los milagros?


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 5 minutos / 16 visitas.

Publicado el 11 de julio de 2024 por Edu Robsy.

El Protector

José Fernández Bremón


Cuento


El día en que enterraron a mi padre, sólo tuve un consuelo en medio de mi desgracia: la satisfacción de la conciencia por haber pagado todas sus deudas con los enseres de la casa cuando salí de ella para siempre. Falto completamente de recursos, visité a todos mis parientes y amigos, y estas visitas me tranquilizaron, pues resultó que todos ellos vivían casi de milagro, y siendo esto evidente, calculé que la Providencia no haría conmigo una excepción.

Contribuía a darme confianza la seguridad que inspiraba mi porvenir a todos mis paisanos. Convenían unánimes en que no podía ni debía continuar viviendo en aquel pueblo.

—Aquí no hay recursos, ni empleos, ni manera de salir adelante —decía el uno.

—El pueblo está lleno de gente y no cabemos todos —añadía otro.

—Sólo puedes hacer carrera en Madrid —exclamaba aquél.

—¡Y qué fortunas se consiguen! —decía una tía lejana.

Sólo manifestó algunas dudas la tímida Clotilde, sobrina del cura, con la cual había cambiado muchas veces miradas cariñosas; pero su voz fue ahogada por una protesta general.

—Los jóvenes deben volar —dijo un vecino; y todos convinieron con él menos Clotilde, que no quería que volase.

En un arranque de generosidad, echaron un guante en favor mío, y aquella misma tarde fui empujado por parientes y amigos hacia el pescante de la diligencia, mientras yo lloraba de gratitud entre aquellas gentes filantrópicas, que apresuraban al mayoral temiendo que la tardanza retardase mi carrera. El recaudador de los fondos me puso seis duros en la mano, exclamando con acento solemne:

—Todo esto es para ti.

La rubia y encarnada Clotilde, entre avergonzada y llorosa, colocó a mis pies un abultado cesto, diciéndome con acento conmovido: «Toma la merienda». Procuró después sonreírse para quitar importancia a su regalo, pero las lágrimas borraron la sonrisa... y partió la diligencia.


Leer / Descargar texto

Dominio público
10 págs. / 18 minutos / 16 visitas.

Publicado el 11 de julio de 2024 por Edu Robsy.

El Juguete Veneciano

José Fernández Bremón


Cuento


—¿Les parece a usías conveniente —decía el preceptor a los hijos de un magnate de la corte de Felipe III— hacer esperar tanto a su maestro, que viene del otro extremo de Madrid a darles su lección de cosmografía y matemáticas?...

—Es que...

—¡Silencio! —dijo el maestro, interrumpiendo a Fernandito, lindo y travieso muchachuelo de diez años—; que hable el hermano mayor: don Juan es el mayorazgo y le corresponde la preferencia.

Don Juan tendría dos años más que su hermano, y en su aire de superioridad se comprendía que estaba acostumbrado a las adulaciones de su rango y títulos futuros.

—Nos ha entretenido un juguete que me han traído de Venecia —respondió con cierta altanería—; es muy bonito y lo hemos estado ensayando en el jardín.

—¿Y creen usías que el juego es preferible a los estudios?

—Es que nos han dicho que este juguete es científico.

—¿Cómo y cuándo puede ser la Ciencia objeto y ocasión de juego? —dijo indignado el profesor.

—Aquí está —replicó Fernandito sin poder contenerse, y sacando un tubo de latón, por el cual se puso a mirar a la ventana.

—Venga ese juguete —repuso el maestro arrebatándoselo al niño y examinándolo con atención—. ¿Cómo se llama esto?

—Dicen que se llama telescopio. Se ven con él más grandes y más cerca las personas y los árboles que están lejos —repuso el mayorazgo.

—Ésas son ilusiones ópticas —replicó el maestro—; aberraciones de la vista.

—No, señor profesor; mire su merced por los cristales de ese tubo —decían los niños, invitándole a mirar.


Leer / Descargar texto

Dominio público
1 pág. / 2 minutos / 16 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2024 por Edu Robsy.

La Borrachera del Doctor

José Fernández Bremón


Cuento


El doctor Blásez salía de una comida de bodas, hecho un valiente: todos le habían obsequiado a porfía: tuvo que corresponder a muchos brindis, primero por cortesía y luego dejándose llevar de la algazara general, y como era hombre sobrio y morigerado, y sin costumbre de beber, iba diciendo para sí, al encontrarse en la calle, influido por los vapores del banquete:

—Creo que estoy alegre, y no conviene que me lo conozcan los enfermos. El médico debe tener una actitud severa y digna. ¿Me tambalearé al hacer las visitas? No: mis piernas están fuertes como dos columnas, y si acaso flaquea algo, es mi cabeza..., no porque no discurra bien, sino porque siento un regocijo impropio de mi clase. ¿Y por qué ha de ser el médico un personaje grave y solemne? ¿Quieren que representemos la melancolía y la tristeza? No. Preséntense con cara tétrica los que visitan al enfermo con malas intenciones. Yo voy con propósito de salvarle y puedo y debo estar risueño y juguetón: no soy el moscón que pronostica males, sino la alegre mariposa que trae buenas noticias...

Y haciendo estas reflexiones, llamó a una casa, y dijo al verle la persona que abrió la puerta:

—Ahora mismo han ido a llamarle a usted.

—¿Hay alguna novedad?

—¿Que si la hay? Por desgracia: el señor ha empeorado y me temo que haya empezado la agonía.

—¿La agonía? ¿Luego quiere morirse? Pues vamos a impedírselo.

Y el doctor, después de tropezar en varios muebles, entró ruidosamente en la alcoba, en la cual, la mujer y las hermanas del enfermo rodeaban su lecho.

—¿Qué es eso, don Tadeo? —dijo el médico—. Me han dicho que quiere usted morirse, y vengo a darle la puntilla.

Las enfermeras se apartaron, y el médico pudo ver el aspecto lívido del paciente; tenía los ojos vidriosos; la respiración anhelosa... y separaba con las manos la colcha que le cubría; estaba agonizando.


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 16 visitas.

Publicado el 14 de julio de 2024 por Edu Robsy.

El Cuerpo y la Sombra

José Fernández Bremón


Cuento


El cuerpo estaba muy disgustado de la compañía de la sombra. Caminaba hacia el sol, y la sombra le seguía: volvía la espalda al sol cuando andaba, y la sombra iba delante. Se paraba, y la sombra también se detenía. Un día no pudo más y dijo a la sombra en tono descortés:

—Retírate de una vez. Quiero estar solo.

—No puedo dejarte: tengo obligación de ir contigo a donde vayas.

—Me retiraré de ti.

—No lo conseguirás: soy tu compañera de cadena en este mundo.

—Saldré al sol cuando éste caiga sobre mí verticalmente desde el cenit.

—Y estaré bajo tus plantas.

—Pasearé siempre en el crepúsculo.

—Y te seguiré disimuladamente en la penumbra.

—Cerraré de noche mis puertas y ventanas y no encenderé luz en mi alcoba.

—Entonces serás mío por completo y te estrecharé tan íntimamente, que no habrá un solo punto de tus formas libre de mi abrazo.

—Me mataré.

—Y me acostaré al lado de tu cadáver; y si te entierran, te envolveré en el sepulcro, y cuando exhumen tus restos me dividiré en tantas partes como ellos; y rodaré con tu cráneo y haré guardia a tus últimos despojos mientras existan sobre la tierra.

—¿Y mi alma?

—Ésa te abandonará para irse al mundo de luz: tú eres esclavo de la sombra.


Leer / Descargar texto

Dominio público
1 pág. / 1 minuto / 16 visitas.

Publicado el 14 de julio de 2024 por Edu Robsy.

La Oruga Cometa

José Fernández Bremón


Cuento, fábula


Descolgábase del árbol una oruga sujeta al hilo que iba formando trabajosamente con su baba. Pero el viento, encorvando la delgada hebra, arrastraba al insecto por el aire, jugando con él y columpiándolo.

—¡Qué he hecho! —decía la pobre oruga quejándose de su suerte—. Quise descender al suelo y me remonto hacia las nubes, y mi cuerpo está a merced del primer pájaro hambriento que me vea. Vuelo sin alas, y cuanto más hilo saco más me elevo.

El insecto ascendía como sube una cometa mientras no se agota su bramante.

Así pasaron largas horas, hasta que el viento se calmó, y la oruga, cansada y dolorida, pudo ganar la tierra y refrescar y extender su cuerpo en una hierba.

—¡No eres poco delicada! —dijo otra oruga que la vio—; cualquiera diría que has hecho un gran viaje; cuéntale tus trabajos a quien no haya bajado del árbol como yo; sé muy bien que basta sujetar el hilo en una rama y dejarse caer poco a poco, porque nuestro peso mismo nos lleva a tierra en un momento.

Casi todas las orugas atestiguaron lo mismo y consideraron a la primera como una embaucadora.

—¡Habrase visto la embustera!

—¿Pues no sostiene que ha volado como un ave?

—¡Olé por la mariposa!

—¡Qué cosas tan raras suceden en el mundo!

—No hagas caso a esas imbéciles —dijo un saltamontes—; he corrido mundo y he visto cosas más extraordinarias y difíciles.

El vulgo que marcha acompasadamente no sabe lo que otros luchan para vivir, e ignora que quien arrostra los vientos de la vida puede volar más alto que los otros.


Leer / Descargar texto

Dominio público
1 pág. / 1 minuto / 16 visitas.

Publicado el 14 de julio de 2024 por Edu Robsy.

El Sacrificio de Venus

José Fernández Bremón


Cuento


Al comenzar el siglo XVII, la calle que hoy se llama en Madrid del Ave María se llamaba calle del Barranco: aún a principios del siglo pasado existía en la de la Esperanza una imagen de Nuestra Señora de ese título, colocada por el venerable siervo de Dios fray Simón de Rojas, y que dio nombre a esa calle. Cuando aquel santo varón vino a Madrid, reinaba ya Felipe III y el lupanar que existía en el Barranco estaba convertido en la callejuela de la Rosa. Los vecinos del Barranco, en unión del virtuoso fundador de la congregación de Esclavos del Dulce Nombre de María, pusieron bajo el patronato de la Virgen aquella calle, para hacerle perder su mala fama, colocando estampas del Ave María en sus puertas, e ingresando en la hermandad, en que era obligatorio a los cofrades decir Ave María setenta y dos veces diarias, y servirse de aquella salutación siempre que se encontraban. El venerable Rojas fue el autor de aquella reforma en las costumbres: todo Madrid, desde el Consejo de Castilla y el Ayuntamiento, hasta el pueblo que derribó las puertas de la Trinidad, para hacer reliquias con los hábitos del padre Rojas, el día de su muerte, le tuvieron por santo: y los vecinos del barrio del Ave María le consagraron una calle, que se llama de San Simón en honor suyo: es decir, le proclamaron santo ciento diez años antes de que Roma le declarase venerable: tuvo gran influencia el ilustre vallisoletano: su consejo pesó mucho en el ánimo de Felipe III para la expulsión de los moriscos, y en el reinado siguiente para impedir la boda de la hermana de Felipe IV con el príncipe de Gales, luego Carlos I, a quien sus vasallos cortaron la cabeza.


Leer / Descargar texto

Dominio público
6 págs. / 10 minutos / 16 visitas.

Publicado el 19 de julio de 2024 por Edu Robsy.

La Buena Dicha

José Fernández Bremón


Cuento


I

—¡Vamos! —decía el sacristán de las Descalzas Reales a los pobres que pedían a la puerta—, que voy a cerrar. Idos enfrente, a San Martín; es la hora de la sopa. Hoy ha sido buen día, ¿no es verdad? Ha repartido entre vosotros un real de a ocho la dama de los chapines con virillas de oro.

—¡A la sopa! —dijo un lego benito saliendo de la iglesia de las Descalzas—. Ya van a repartirla en mi convento.

Los pobres atravesaron corriendo la plazuela, parándose en la puerta de San Martín mientras el sacristán decía al lego:

—Qué bien huele vuestra ropa, hermano.

—Ya lo creo; desde que entró en Madrid la peste, sólo me lavo con agua de rosa y hojas de violeta, y nunca abandono este saquito lleno de sándalo y azafrán, almizcle y estoraque. Pero ya di los escapularios de parte de mi abad a sus hijas de confesión, sor María de Austria y sor Margarita de la Cruz, la hija y nieta de Carlos V. Qué monjas: la una ha sido emperatriz, la otra no ha querido ser reina de España, casándose con su tío don Felipe II, que Dios nos conserve; es verdad que el rey está algo estropeado...

—Escondeos, que vuestro abad sale de San Martín, no os vea aquí hablando.


Leer / Descargar texto

Dominio público
6 págs. / 10 minutos / 16 visitas.

Publicado el 19 de julio de 2024 por Edu Robsy.

Pío y Pía

José Fernández Bremón


Cuento


I

Cuando despertaron al canario los gorjeos de otras aves, un rayo de luz le daba de frente por entre las hojas del castaño de Indias. Desenroscó su cuello, sacudió y alisó las despeinadas plumas; dio algunos saltitos de rama en rama y un vuelo hasta el arroyo, donde bebió algunos sorbos, mirando al cielo y mirándose en el agua, y expresó su satisfacción cantando esta copla improvisada:


Qué hermosa mañana;
cómo brilla el sol,
qué alegre es la vida,
qué bonito soy.


—¿Y yo? ¿Soy acaso fea? —dijo una canaria revoloteando por encima del arroyo y parándose a beber en la otra orilla.

—¿Fea usted, con ese corte de alas y ese cuerpecito de color de crema? ¿Cómo se llama usted?

—Me llamo Pía.

—¿De veras? Somos tocayos. Porque yo me llamo Pío.

—Es nombre muy común entre los pájaros.

—¡Ay, qué vocecita! ¿Se puede saber en dónde almuerza usted?

—Hay un campo de alpiste muy cerquita.

—Si todo lo que dice ese pico es cosa buena: guíe usted, que la sigo hasta el fin del mundo. ¡Ay qué meneíto tienen esas alas y esa cola! Y con qué gracia encoge usted las patitas al volar.

—Como todas las canarias.

—No: las hay muy sosas.

—Me he criado en pajarera.

—Ya se conoce: vuela usted con una timidez aristocrática.

—Éste es el campo que le dije.

—Qué bien sabe el alpiste al lado de usted.

—Coma y calle.

—¿Ha tenido usted amores?

—Luego hablaremos; ¿quiere usted que me atragante?

Cuando el almuerzo terminó, el canario dijo a Pía:

—Yo la amo a usted. ¿Le soy indiferente?

—Va usted muy deprisa.

—Mi amor crece por instantes. Un solo favor. Déjeme usted que le arranque una plumita del cuello para tener un recuerdo de usted.

—Retírese usted, joven, o doy gritos.

—Quiérame usted.


Leer / Descargar texto

Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 16 visitas.

Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

910111213