—¿Y en qué coche vamos?
—En el primero que encontremos en la Plaza Nueva.
—Ahí tiene usted tres... cuatro...
—Todos ellos son peores; pero vamos a tomar aquél que se está
ocupando ya, porque será el primero que salga. Iremos en la delantera,
si a usted le parece.
—Perfectamente: con eso veré mejor el paisaje. A mí me gusta mucho la
campiña de aquí. Además, ya sabe usted que no he visto aún la mar,
porque me guardo esa sorpresa para hoy: quiero verla de sopetón, como si
dijéramos... ¡Oiga! ¿Sabe usted que son de rechupete estas dos
madamitas que van en el interior? ¡Caracoles, y qué bien les cae el
sombrerito ladeado!... Pues mire usted la señora que está en el rincón
de mi derecha: ocupa ella sola medio coche... y parece joven y muy
bonita; digo, si el velo del demonio del gorro que lleva puesto no me
engaña.
—Que todo podrá ser.
—¿Le parece a usted?
—Lo que a mí me parece es que está usted muy animado para ser tan tempranito.
—¡Qué quiere usted, hombre! Viene uno de aquel demonches de Campos
donde todo se ve de un color, y ese malo, y parece que aquí se ensancha
el corazón entre tanto verde, y, sobre todo, entre tanta gracia como
Dios echó encima de estas criaturas... ¡Zape! qué mal movimiento tiene
este coche... ¡Buenas casas son éstas!... ¡digo, pues es nuevo todo el
barrio!... Una iglesia en construcción...
—Por construida pasa hoy.
—Hará poco que se empezó.
—Muy poco, unos trece años.
—¡Anda! ¿pues y eso? Escasearía el dinero.
—No, señor: con lo que han costado esas paredes se hubiera hecho una catedral en cualquier otro pueblo.
—Pues no lo comprendo.
—Ni yo tampoco.
—¡Qué repecho tan penoso!... y se llama «Calle de Motezuma».
¡Y qué fea es la condenada de la calle!... ¡Hola!, ya estamos en el
camino real... Me parece que aquello es la plaza de toros, ¿eh?
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