Se da un aire a todos los hombres que conocemos o recordamos, de
escasa talla, comunicativos, afables sin afectación ni aparato, limpios y
aseados, que siempre parecen jóvenes, y llegan a morirse de viejos sin
que nadie lo crea, porque hasta el último instante se les ha llamado muchachos
y por tales se les ha tenido; hombres, por el exterior, insignificantes
y vulgares hasta en el menor de sus detalles; hombres, en fin, de todos
los pueblos, de todos los días y de todas partes.
Se llama Galindo, o Manzanos, o Cañales, o Arenal... o algo parecido a
esto, pero a secas; y a nadie se le ocurre que tenga otro nombre de
pila, ni él mismo le usa jamás.
—¡Ya vino Galindo! —se nos dice aquí un día al principiar el verano. Y
cuantos lo oyen saben de quién se trata, como si se dijera:
—Ya llegaron las golondrinas.
Tiene fama, bien adquirida, de fino y caballero en sus amistades y
contratos, y no se ignora que vive de sus rentas, o, a lo menos, sin
pedir prestado a nadie, ni dar un chasco a la patrona al fin de cada
temporada; y esto es bastante para que hasta los más encopetados de acá
se crean muy favorecidos en cultivar su trato ameno.
Al oírle hablar de las cinco partes del mundo con el aplomo de quien
las conoce a palmos, tómanle algunos por un aristocrático Esaú que ha
vendido su primogenitura por un par de talegas «para correrla»; quién
por un aventurero osado, sin cuna ni solar conocidos; quién por antiguo
miembro del cuerpo consular, o diplomático de segunda fila... Pero lo
indudable es que ha viajado mucho, y con fruto; y que no teniendo en su
frontispicio pelo ni señal que no sean comunes y vulgares, no hay
terreno en que se le coloque del cual no salga airoso, cuando no sale en
triunfo.
Tampoco, mirado por dentro, posee cualidad alguna que brillante sea.
No es elocuente, no es poeta, no es artista: no es perfecto ni acabado en nada.
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