I
En el año 1474, tan abundante en mercedes divinas para toda la
cristiandad, reinando en Castilla el rey Enrique IV, vino a habitar en
la ciudad de Segovia, en donde había heredado huertos y moradas, un
joven caballero, de limpio linaje y gentil parecer, que se llamaba don
Ruy de Cárdenas.
Su casa, legado de un tío, arcediano y maestro en cánones, quedaba al
lado y en la sombra silenciosa de la iglesia de Nuestra Señora del
Pilar; y enfrente, más allá del atrio, donde cantaban los tres chorros
de un chafariz antiguo, erguíase el oscuro palacio de don Alonso de
Lara, hidalgo de riquezas dilatadas y maneras sombrías, que ya en la
madurez de la edad, todo grisáceo, desposárase con una joven citada en
Castilla por su blancura, por sus cabellos del color de la aurora y por
su cuello de garza real. Don Ruy había sido apadrinado, al nacer, por
Nuestra Señora del Pilar, de quien siempre se conservó devoto y fiel
servidor; aunque siendo de sangre brava y alegre, gustábanle las armas,
la caza, los salones galantes, y por veces, las noches ruidosas de
taberna con dados y pellejos de vino. Por amor, y por las facilidades de
la santa vecindad, adquiriera la piadosa costumbre, desde su llegada a
Segovia, de visitar todas las mañanas a su celestial madrina y de
pedirla, a medio de tres Avemarías, la bendición y la gracia.
Al oscurecer, después de alguna ruda correría por campo y monte con
los lebreles y el halcón, aún volvía, a la hora de las Vísperas, para
murmurar dulcemente una Salve.
Y todos los domingos compraba en el atrio, a una ramilletera morisca,
algún atado de junquillos o claveles o rosas silvestres, que esparcía
con ternura y cuidado galantes enfrente del altar de la Virgen.
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