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autor: José Zahonero textos disponibles


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El Chino del Abanico

José Zahonero


Cuento


I

Á la Sra. Marquesa de Valdegamas.


No tiene media pulgada de altura; su carita redonda es menor que un botón de camisa; va lindamente vestido; habita en un hermoso país, no lejos de un kiosco de campanillas con picos y cuernos chinescos junto á un bosquecillo de árboles frutales y en un espacio alfombrado por verde esmeralda cortado por la franja plateada de un arroyuelo y bordado por hierbezuelas aplastadas en forma de estrella; en lontananza se ven las azules montañas sobre las cuales luce un rojizo esplendor que lo mismo puede ser el brillante anuncio de la aurora como el último fulgurar del sol poniente.

Thong-Thing es feliz, pero ha estado á punto de perder su dicha para siempre.

Ya había él leído antes de salir de Pekin que no hay nadie en el mundo contento con su suerte. Y en esto se pasaba pensando la mayor parte del tiempo.

Yo quería viajar (se dijo un día), recorrer todos los países, pero sin abandonar el mío, sin salir de mi casa, véase que locura; y sin embargo, nada le era difícil al sabio Kungo Kunquin, y me redujo al tamaño que hoy tengo, y de igual manera redujo mi casa, mi huerto, mi país á una medida proporcional á la mía, hizo lo propio con Mininga, con mis hijos, con mis criados y mis amigos, y puso todo y nos puso á todos en un abanico, y por arte de su magia hemos recorrido medio mundo sin salir de país chino. Pero francamente me aburro, quiero ver las cosas más de cerca y he de aventurarme á correr riesgos y sorpresas. Mininga está, como se ha visto, muy entrenida asomada al mirador, y no bien se duerma la niña, nuestra dueña que de continuo nos zarandea de uno á otro lado ó nos priva de la luz cerrando bruscamente el abanico, me escaparé. ¡Vaya si me escaparé!


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Dominio público
12 págs. / 21 minutos / 41 visitas.

Publicado el 17 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

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José Zahonero


Cuento


Á D. Manuel Pardo Regidor.

I

Tomasillo y Antoñico andaban por sendas, caminos y veredas, unas veces pisando la nieve ó sobre el hielo, y otras recibiendo los ardientes rayos del sol de Julio, mendigando en invierno y espigando por los rastrojos en verano, y siempre picoteando los desperdicios de las aldeas ó de las eras, sin otro amigo ni otra ayuda que la compañía de un perrillo feo y flaco, de nombre Chusco.

Noche tras noche, y día tras día, pasaban los huerfanillos y el perro rebuscando leña que robar en el monte, mendrugos que recoger en las aldeas y uvas y espigas que cosechar en el campo.

Se les veían las carnes por los jirones de sus camisillas raídas y de sus calzones rotos, y sus piececillos se arrecían de frío sobre el hielo ó se abrasaban en la arena de la llanura, y las guijas y pedruscos les herían sus plantas como las zarzas punzaban sus carnes.

Pero casi nunca estaban tristes, porque Chusco, su compañero, era un perro que acreditaba tal nombre y correteando unas veces, ladrando sin causa ni motivo otras, y haciendo mil diabluras, les recordaba el jugueteo y les provocaba al retozo.

Llevóles su buena estrella, que hasta entonces sin duda no comenzó á lucir, á la puerta de un soberbio palacio de la ciudad, construido todo él de piedra, que en puertas y ventanas, aparecía, por los dibujos elegantes y sutiles calados, no de piedra, sino de finísimo papel recortado con tijeritas de bordar.

Dispúsose un criado á llenarles el zurrón de mendrugos y á darles dos grandes cazuelas de sobras de comida, cuyo olor había de tener gran fuerza en la nariz de Chusco, pues no bien le llegó al hociquillo, debióle recorrer por todo el cuerpo, puesto que le salía la satisfacción por el rabo; tanto lo agitaba con vivo movimiento de un lado á otro y de arriba abajo.


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Dominio público
6 págs. / 10 minutos / 56 visitas.

Publicado el 17 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

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