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autor: José Zahonero etiqueta: Cuento


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Don Dieguín

José Zahonero


Cuento


I

—Descanse V.: aquí subimos pocas veces; cuando más, si necesitamos tomar algún objeto. Bajaré la luz del gas, y podrá V. dormir si gusta.

Mucho agradecí la invitación, y con buen deseo la acepté.

¿Qué ha de suceder? esto de trabajar todo el día, ganar poco y gastar más acaba con las fuerzas de un Hércules. Un dolor de cabeza me obligó á despachar de prisa y corriendo el negocio comercial que me había llevado á la tienda de los Tiroleses, pero uno de los dependientes de la casa, persona muy amable, compadecido de mi estado, me proporcionó el medio de lograr un ligero reposo á la fatiga.

No quedé mal del todo luego que pasaron algunos minutos, durante los cuales, con la cabeza entre las manos, los codos en los brazos del sillón, los piés sobre un calentador y los ojos cerrados, olvidé mis preocupaciones y permanecí como aletargado, medio despierto y medio dormido. ¡El descanso es una medicina eficaz!

De modo que al poco tiempo, sin acordarme del tanto por ciento por comisión, ni de los pedidos, ni del debe y haber, ni del precio de fábrica, ni del recargo de aduana… me acordé de vosotros, mis niños queridos, sentí la cabeza despejada, y creedlo, me sonreí, y aun creo que hablé solo… mas luego volvió á amenazarme el tedio. ¡Ah! pero en buen lugar me hallaba para que durara mucho mi tristeza. No necesitaré deciros que «Los Tiroleses» es una tienda de juguetes que lleva este nombre.


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Publicado el 17 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Cosas del Amor

José Zahonero


Cuento


Á Mariano Urrutia.

I

La señora de Vierzo no conocía al inquilino del segundo interior. El portero le había mostrado la habitación, el portero le entregó el contrato para que lo firmase, el portero cobraba las mensualidades del arriendo y con el portero se entendía en todo y por todo.

La señora de Vierzo no quería ni aun dejarse ver de los inquilinos de los cuartos interiores, y con los del exterior guardaba ceremonias y reservas; esta conducta entraba en los propósitos que, como dueña de la casa y como mujer ordenada y prudente, se había formado.

La amistad ó el trato con los inquilinos podía dar lugar á los abusos de estos.

Al inquilino del segundo interior, le sentía bajar todas las mañanas á la misma hora, oía golpe tras golpe sus pasos á través del tabique del oratorio, que daba á la escalera interior; esta exactitud, semejante á la que Magdalena guardaba poniéndose á rezar siempre á las cinco de la mañana en punto, hizo que preguntase al portero quién era el vecino que madrugaba tanto.

—Es el inquilino del segundo interior —replicaba el portero.

La ventana del oratorio tenía preciosas pinturas en los cristales, daba á un patio y caía enfrente y un poco más abajo de las ventanas del cuarto segundo interior; desde este se veía el órgano expresivo, la hermosa lámpara de plata, el reclinatorio de la señora y la mesa del altar, cubierta por una sabanilla blanca y bordada, y adornada de floreros de porcelana y candelabros de plata.

Desde el oratorio solo se veían los visillos de las ventanas del referido cuarto interior, recogidos á uno y otro lado por cintitas azules; eran dos: la del comedor y la de una alcoba estucada.


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Publicado el 17 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Una Chispa de la Fragua

José Zahonero


Cuento


Dedicado a Armando Palacio Valdés.

I

¡Qué guapa se ha puesto Carmencilla, la hija del maestro carpintero! —exclamó un viejo que se hallaba sentado junta á una tapia tomando el sol, envuelto en un sucio capote gris, los piés abrigados por unas zapatillas negras de forro amarillo y la cabeza cubierta por un gorro de terciopelo verdoso.

En tanto Carmencilla, con menudo paso, se dirigía al obrador, y el viejo íbala siguiendo con la vista embobado y sonriente, como si hubiese de robar con la mirada algo de aquella juventud para su débil corazón.

—La verdad es que Carmencilla es de lo mejorcito del barrio —replicó una castañera que cerca del viejo había puesto sus bártulos, y movía de continuo el pucherete en que chisporroteaba al hornillo la golosina de los chicos, caliente y sabrosa.

En esto, una mocita llamada Maricuela atajó á los que hablaban, diciendo con pique y encoraginada:

—No sé qué vale la Carmuncha; ¿qué tiene de particular? Nada. Si parece una muñeca de real y medio.

La tal Maricuela tenía un rostro enjuto y pequeño, pero en él ya la envidia había puesto sus tintas lívidas, el despecho sus rasgos ásperos y la malicia sus perfiles agudos.

—Calla, que te come el gusano —dijo la castañera; le tienes en el cuerpo y no te deja vivir.

—No —replicó el viejo— ya se la ha comido. ¡No he visto criatura más envidiosa!

Lo cierto era que, en bien ó en mal, todos se ocupaban de Carmencilla; como que se hallaba en esa edad en que las muchachas son aún un poco niñas y ya son algo mujeres. En las muchachas, como en las flores, la hermosura primera, al parecer, copia á la aurora; vése un fulgor instantáneo, que precede á la explosión de mil deslumbrantes destellos.

Carmencilla tenía la risa de la infancia en los labios, y en los ojos la pudorosa gravedad de la mujer.


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Publicado el 17 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Un Cigarrillo

José Zahonero


Cuento


I. Nolasco

¿No fuma V.? —Dije, alargando un cigarro de papel á Nolasco, un anciano periodista de gran actividad y notable instrucción. Hizo un gesto de disgusto, rechazando la oferta. En efecto, olvidé que jamás le había visto fumar, y como por broma, pensando que una repugnancia física le hacía enemigo del tabaco, insistí.

—Vamos, fume V. siquiera por una vez —y volví á alargarle el cigarrillo.

—¡Fumar yo! —exclamó espantado y palideciendo al ver cerca de sí el cigarro de papel.— ¿Qué quiere V. de mí, amigo mió? añadió exaltado, —huyendo del cigarro como de un arma venenosa.

Yo me eché á reir.

¡Pero qué cosa más extraña! pensé al ver la cara de terror de mi respetable compañero. ¡Bah! otra rareza, me dije, á pesar de que nada me infunde más respeto que estos hombres que á la vista de las gentes suelen pasar por estrafalarios y ridículos, sin que nadie se cuide de averiguar si lo que se toma por capricho extravagante, tiene un natural y justificado motivo.

—Hombre —añadí— es V. un enemigo tan irreconciliable del tabaco, producto, según los musulmanes, de la saliva que el Profeta arrojó al absorber la herida que le hizo una víbora, veneno dulce y sagrado.— Vamos, un cigarrillo… Y tomé expresión de Yago malvado, de Sancho socarrón y de Mefistófeles tentador.

—He fumado —contestó.— ¡Oh, por Dios, déjeme V.! ¿No le basta mirarme? Un cigarro me hace sufrir horriblemente.

Estaba lívido; luego del espanto, debió sucederse la irritación, Nolasco debió, en efecto, padecer mucho en tan brevísimo tiempo. Su seriedad me impuso.

No volvimos á entablar conversación, pero, cuando salíamos los dos del despacho, me dijo:

—¿No me había V. pedido un tomo del Diccionario Enciclopédico? Pues ahora podemos pasar á recogerle en mi casa, si V. me acompaña.


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Publicado el 17 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Marinita Peregrina

José Zahonero


Cuento


I

Fue rubia y blanca; pero el oro de sus cabellos se volvió de un tinte trigueño, y la blancura de su rostro se cambió en pálido con manchas amoratadas. Iba de aquí para allá pidiendo limosna; pero un día se atrevió á salir de un país donde no hallaba socorros. Figuraos una hojita que, desprendida del árbol, es arrastrada con el polvo por el viento y marcha á merced de los caprichos de su soplo, violento unas veces, leve otras; así marchaba Marinita por un camino abierto en el valle, como si el viento la impulsara, caminando de prisa, parándose bruscamente y volviendo á emprender su paso.

Aunque ya se hacía sentir el frío del invierno, aún había algunos hormigueros abiertos, y cerca de una piedra descubrió uno, chiquito como un dedal, y paróse á contemplarle, cuando de pronto empezaron á caer del cielo gruesas gotas de agua, que mojaron el roto y ligero vestido de la niña y humedecieron sus carnes.

Entonces la niña, acobardada, miró alrededor por ver si descubría donde guarecerse, y no halló una casa, ni una choza, ni una roca, ni un árbol, y bajó sus ojos para mirar al hormiguerito, y pensó:

—¿Por qué harán las casas sobre la tierra y no como las hormigas, en la tierra? Sería más fácil esto. Bastaría un agujerito en el suelo.

Pensando así, y disponiéndose á continuar su camino, dirigió una mirada de despedida al hormiguero, y no le halló, se había cerrado.

—¡Quién fuera tan pequeñita, tan pequeñita como una hormiga! —dijo compungida Marinita Peregrina.

II

La lluvia había cesado, pero el viento no; y la niña que tenía sus vestidos y su cuerpo empapados, tiritaba de frío.


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Publicado el 17 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Los Zapatos Nuevos

José Zahonero


Cuento


I

Metiditos en su estantería se hallaban multitud de botas y zapatos lujosos y modestos, chicos y grandes, de tela y becerro, de charol y de piel de vaca, quietos todos y formados en hileras, como se ven los piés de los soldados el día que estos cubren por cualquier motivo la carrera de alguna procesión ó comitiva cívica de gran pompa.

Entró un parroquiano en la tienda y pasó revista al abigarrado batallón. Se fijó en un par de zapatos que al lado de unas botas nuevas de charol se hallaban como meditando en cual sería su suerte, y eso que poco tenían que pensar en ella. Ellos eran unos zapatos de obrero, y desde luego sospechaban lo mucho que tendrían que padecer, las miserias que habían de presenciar y la triste vejez que les esperaba, pues se verían trabajando hasta romperse de viejos; no así las botitas vecinas, y así lo entendían ellas, pues era más el charol que se daban casi que el que tenían.

¡Oh, las botitas apretarían el pié de alguna dama rica, que siempre las llevaría en coche y, por último, las regalaría á su doncella, la que, por no esperar otras en mucho tiempo, habría de cuidarlas con esmero y solícito amor!

Pronto aquellas botas y zapatos allí reunidos se distribuirían á diversas personas y seguirían opuestos caminos, tal vez para jamás reunirse.

Al meditar en los confusos trazados que señalan los zapatos y botas que andan por el mundo, se medita en los enrevesados y complicados tejidos de hilos que tiende el destino.

Por fin, el parroquiano que había entrado en la tienda se decidió y tomó los zapatos; se los probó, dio dos golpes con ellos en el suelo y salió de la tienda despidiéndose del maestro; en tanto los zapatos lo hacían de sus hermanos, y especialmente, del par de botitas de charol, sus vecinas.


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Publicado el 17 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Los Tres Obreros

José Zahonero


Cuento


I

Vivía en un pueblecito, formado por casitas blancas como palomas, sobre la meseta de un monte todo erizado de rocas, por entre las cuales crecían muchas zarzas, una pobre abuela que se moría de hambre; hallábase casi desnuda y no podía dormir tranquila.

—¡Ay! —exclamó un día la anciana;— si cualquiera de mis nietos se compadeciera de mí, podría comer; no sentiría ni la vergüenza ni el frío, y dormiría toda la noche de un sueño.

Oyéronla sus nietos, que eran tres muchachos sanos, colorados y fuertes.

—Buscaremos fortuna, —dijeron con acento resuelto y ánimo de consolar á la abuela infortunada.

—Pero, ¿adonde iremos? —preguntó uno de los tres hermanos.

—Marcharemos reunidos —contestó otro.

—No, —replicó el menor de ellos;— pudiéramos reñir. Si acaso uno encuentra un tesoro le querrá para él, y los demás habremos perdido el tiempo. Además, cada uno de nosotros tiene su carácter y sus aficiones distintas; así que el trabajo ha de ser diverso, y diversa la ganancia. Unidos podemos ser desgraciados ó felices; pero separados, muy malas han de ir las cosas que no alcance á ninguno la fortuna. Así, pues, separémonos, buscando cada cual consejo de quien juzgare oportuno.

Á la mañana siguiente, la campanita de la iglesia del pueblo decía, al ver marchar á los obreros del campo que salían á sus tareas de labranza:


Ya se van, ya se van
En montón
A por pan.
¡Dilón, dilón!
¡Dalán, dalán!


—¡Pan! —decía la abuelita;— ¡quién tuviera un mendruguito, aunque, por lo duro, hubiera que meterle en agua para que se ablandara y poder comerlo!

Dicho se está que no pudieron oir con tranquilidad los nietos tan dolorosa exclamación, y salieron resueltamente de casa de la anciana con ánimo de buscar fortuna.


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Publicado el 17 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Los Reyes Magos

José Zahonero


Cuento


I

Eran los días de Eduardo; rebosaba la cazoleta de ébano del torneado tarjetero de cartitas y billetes de cortesía; durante el día había estado en continuo estremecimiento la campanilla de la puerta; los amigos íntimos habían ido á visitarle; todo eran sonrisas, palabras afables, apretones de manos, plácemes y satisfacciones.

Había recibido un hermoso plato de confitura, un soberbio castillo almenado, con foso relleno de huevos hilados y riscos de mazapán y peritas en dulce. Margarita y Toñito sintieron vivos deseos de arremeter con sus dientecillos de ratón, de alacena aquel monumento feudal, ostentoso y formidable.

Hay épocas de una felicidad sin término. Para aquellos dos golosillos, de bocas como capullos de rosa, el día era de grandes dichas; oían el continuo platear del comedor y el batir de la cocinera, muy afanosa, y á la noche siguiente habrían de venir los Reyes…

Los buenos Reyes, que repletos de juguetes y cajitas de dulces, volando por las densas nubes, no bien atisbaban un balcón ó el agujero de una chimenea de las casas en que había niños, cuando muy bonitamente dejaban caer en aquel ó por esta sus preciosos regalillos.

¡Reyes magnánimos, que así se portaban con los niños, solo porque rabiara Herodes en los infiernos!

En esto llegó á la casa D. Pascual, dejando chasqueados á los niños que, al oir llamar, pensaban que el que llamaba era tío Luís, un hermano de Eduardo, que debía mantener muy estrechas relaciones con SS. MM. los Reyes Magos, pues él anunciaba á los niños cuándo los generosos monarcas habían de pasar, y hasta les daba seguridades acerca de su esplendidez y buen gusto.

—¡Es D. Pascual! —exclamó Margarita con acento dulce, en el que apenas se dejaba percibir su notita de descontento.

—¡Bah, es D. Pascual! —dijo con rudo despecho el franco Toñito.


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Publicado el 17 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Las Mariposas

José Zahonero


Cuento


I

Julio era un precioso muchacho lleno de gracia y de talento.

Ambas cualidades se reciben como dones de inestimable precio por la naturaleza; pero se pierden al abandonar la virtud, esa hermosura del corazón, y el estudio, ese medio poderoso de robustecer la inteligencia.

Correr sin objeto más del tiempo debido, dedicar las horas de trabajo á la contemplación de los juguetes, olvidar las graves ideas recibidas en el aula por atender á los soldaditos de plomo ó á la pelota, son acciones que al cabo de algún tiempo conducen á un funesto resultado.

Todos estos pasatiempos hicieron de Julio un niño torpe é indiscreto. No hace mucho tiempo que vimos lo que le aconteció á este pobre niño, y pensamos que los niños que dedican algunos momentos al provechoso placer de la lectura, podrían referir el hecho á algún amiguito descuidado que se hallara en igual caso que nuestro Julio.

En la vida la amistad es el sentimiento que más nos acerca á nuestros semejantes, y por ella nos auxiliamos y protegemos mutuamente.

Nosotros, pensando prestar un servicio, intentamos referir este cuento á nuestros amiguitos.

II

¡Cuán desdichado es el hombre que se levanta todos los días sin tener que pensar en el trabajo!

El ingeniero abandona el lecho para calcular y dibujar sus planos; construye puentes, perfora montes, une los continentes apartados, inventa máquinas y aparatos de gran utilidad; el pintor prepara su caballete y su lienzo, vierte el color, copia preciosos paisajes y traza los grandes episodios históricos, alcanzando por este medio las primeras medallas en las exposiciones; el escritor estudia y dispone de la manera más bella sus escritos para instruir y moralizar y todos desenvuelven su provechosa y saludable actividad, mereciendo nombre y gloria, y contribuyendo al progreso de su patria.


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Las Estatuas Vivas

José Zahonero


Cuento


I

Cuadra tan bien que á ciertos días se les llame tristes, que triste llamaremos aquel en que comienza el primer suceso de nuestro relato. Amontonáronse por el Oriente nubes parduzcas que velaron, al extenderse, entoldando el espacio, la luz del sol, y tan débil hubo de ser el calor, que rara vez descendió por las grietas de nubes en pálidos rayos, que no pudo servir sino para hacer más viva la ingrata sensación producida por el cierzo frío.

Parecían grises las blancas tapias de las casitas diseminadas acá y acullá, entre Madrid y el pueblecillo de la Guindalera; oscuros todos los campos, lo mismo aquellos en que verdeaban ya las puntitas del trigo, primicias de la siembra, como los otros en que aún amarilleaban las últimas huellas ó rastrojos de la pasada recolección; así las tierras aradas recientemente, como las alzadas para dejarlas de barbecho; el terreno rojizo arcilloso, que aquellos en los que pudiera encontrar el ganado el pasto otoñal; manchas negras eran las alamedas y bosquecillos, y borrosos los montes lejanos, como la gran masa de edificios en que se mostraba á los ojos el extenso Madrid. Todo se daba en un monótono claro-oscuro, y á todo faltaba la magia del color.

De una de las casas más apartadas del citado pueblecillo salía, dirigiéndose á este, un chicuelo sucio, pobremente vestido, peor calzado, royendo con los dientes un mendrugo, que, por lo duro, era difícil roer. Pendiente de un cordón cruzado á pecho y espalda, llevaba una bolsa en forma de cartera. La tal bolsa-taleguillo había sido hecha de dos pedazos de alfombra vieja; en ella guardaba algunos librejos medio deshechos, que tenía rajados y destrozados los cartones de la pasta, arrolladas y sucias las puntas de las hojas, y la mayor parte desprendidas del cosido y rotas. El chicuelo iba á la escuela.


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