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autor: José Zahonero


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El Palacio Encantado

José Zahonero


Cuento


I

En la casa más pobre de una ciudad de Castilla la Vieja vivían una anciana señora y un pequeño huérfano, nieto suyo.

Por su modesta y honrada vida estas dos personas se veían rodeadas de la consideración y del respeto de sus convecinos; y es que nada hay más venerable que una anciana, ni nada más respetable que un niño.

El niño servía á la anciana, y esta deleitaba el ánimo del niño refiriéndole multitud de hechos maravillosos, de aventuras extraordinarias, de asombrosos sucesos.

El niño se condolía de que todo cuanto la anciana le relataba fuera inverosímil.

¡Qué lástima —exclamaba— que no existan esos palacios de cristal, esas fuentes de licor y de leche, esa suculenta ciudad de Jauja, en cuyas murallas puede uno encontrar grandes trozos de mazapán!

Pero como el huerfanito no era goloso, llamaban más que esto su atención los aparecidos, las luces misteriosas, las voces de los trasgos y fantasmas, los palacios encantados y toda esa multitud de bellas locuras que refieren los cuentos de encantamiento.

Oía con atención. Ora se trataba del encuentro de una varita mágica, con la cual aparecían inmensos tesoros, ora de un pez sobre el cual, y en breve tiempo, cruzaba los mares algún personaje; ora de un caballo capaz de caminar en tan vertiginosa carrera que á pocas horas atravesaba el mundo.

Algunas veces oía hablar de un pájaro que escuchando aquí un secreto volaba á referirlo á grandes distancias, otras de una caja en la que un encantador se encerraba y desde ella veía el mundo todo.

Portentosos hechos, raros sucesos, maravillas sin cuento referíale en sus historietas la bondadosa abuelita.

Tantos prodigios escuchó, tales y tan asombrosas relaciones, que un día, dominado por la más íntima tristeza, dijo á la anciana:

—Señora, ¿no es cierto que da pena considerar que cosas tan asombrosas no sean verdad?


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Publicado el 17 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Los Zapatos Nuevos

José Zahonero


Cuento


I

Metiditos en su estantería se hallaban multitud de botas y zapatos lujosos y modestos, chicos y grandes, de tela y becerro, de charol y de piel de vaca, quietos todos y formados en hileras, como se ven los piés de los soldados el día que estos cubren por cualquier motivo la carrera de alguna procesión ó comitiva cívica de gran pompa.

Entró un parroquiano en la tienda y pasó revista al abigarrado batallón. Se fijó en un par de zapatos que al lado de unas botas nuevas de charol se hallaban como meditando en cual sería su suerte, y eso que poco tenían que pensar en ella. Ellos eran unos zapatos de obrero, y desde luego sospechaban lo mucho que tendrían que padecer, las miserias que habían de presenciar y la triste vejez que les esperaba, pues se verían trabajando hasta romperse de viejos; no así las botitas vecinas, y así lo entendían ellas, pues era más el charol que se daban casi que el que tenían.

¡Oh, las botitas apretarían el pié de alguna dama rica, que siempre las llevaría en coche y, por último, las regalaría á su doncella, la que, por no esperar otras en mucho tiempo, habría de cuidarlas con esmero y solícito amor!

Pronto aquellas botas y zapatos allí reunidos se distribuirían á diversas personas y seguirían opuestos caminos, tal vez para jamás reunirse.

Al meditar en los confusos trazados que señalan los zapatos y botas que andan por el mundo, se medita en los enrevesados y complicados tejidos de hilos que tiende el destino.

Por fin, el parroquiano que había entrado en la tienda se decidió y tomó los zapatos; se los probó, dio dos golpes con ellos en el suelo y salió de la tienda despidiéndose del maestro; en tanto los zapatos lo hacían de sus hermanos, y especialmente, del par de botitas de charol, sus vecinas.


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Publicado el 17 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Cuentos Pequeñitos

José Zahonero


Cuentos, colección


A D. Ramón de Campoamor

Como es antigua costumbre de los que escriben libros acogerse á la protección de magnánimos príncipes que han gozo en dispensarla para bien de las artes y provecho de la república; pido á vuecelencia acoja este mi libro de los Cuentos Pequeñitos: no rica, sino humildemente vestido, pero sin manchas que puedan deshonrar sus páginas, va á rendirse á vuecelencia que es príncipes de la poesía castellana, y aun pienso que por derecho divino, pues dotó Dios á vuecelencia de portentosa inspiración, con más que lo es por el universal sufragio de las aclamaciones y de los aplausos.

No rindo yo vasallaje á otros príncipes, que soy antiguo y probado republicano. Es vuecelencia mi maestro, pues ensenó la manera de expresar en pequeñas composiciones ideas y sentimientos nobles y elevados, y aunque yo no haya sabido hacerlo, el intento revela buenos deseos, y si con estos no puedo disimular mis ciertos méritos, aguijan mi animo de tal modo que reducen á la nada mis muchas desventuras.— De Madrid á 4 de Marzo de 1887.


Criado de vuestra excelencia,


José Zahonero.

Dos palabras al lector

No existe ya el amigo que mayor deseo mostró de ver publicados estos cuentos, y solo por cumplir con un sagrado deber publicamos el prólogo que para ellos había escrito, toda vez que en los inmerecidos elogios que en él se prodigan al autor, resalta sobre manera la bondad de corazón del Sr. D. Antonio del Val.


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Publicado el 16 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Cosas del Amor

José Zahonero


Cuento


Á Mariano Urrutia.

I

La señora de Vierzo no conocía al inquilino del segundo interior. El portero le había mostrado la habitación, el portero le entregó el contrato para que lo firmase, el portero cobraba las mensualidades del arriendo y con el portero se entendía en todo y por todo.

La señora de Vierzo no quería ni aun dejarse ver de los inquilinos de los cuartos interiores, y con los del exterior guardaba ceremonias y reservas; esta conducta entraba en los propósitos que, como dueña de la casa y como mujer ordenada y prudente, se había formado.

La amistad ó el trato con los inquilinos podía dar lugar á los abusos de estos.

Al inquilino del segundo interior, le sentía bajar todas las mañanas á la misma hora, oía golpe tras golpe sus pasos á través del tabique del oratorio, que daba á la escalera interior; esta exactitud, semejante á la que Magdalena guardaba poniéndose á rezar siempre á las cinco de la mañana en punto, hizo que preguntase al portero quién era el vecino que madrugaba tanto.

—Es el inquilino del segundo interior —replicaba el portero.

La ventana del oratorio tenía preciosas pinturas en los cristales, daba á un patio y caía enfrente y un poco más abajo de las ventanas del cuarto segundo interior; desde este se veía el órgano expresivo, la hermosa lámpara de plata, el reclinatorio de la señora y la mesa del altar, cubierta por una sabanilla blanca y bordada, y adornada de floreros de porcelana y candelabros de plata.

Desde el oratorio solo se veían los visillos de las ventanas del referido cuarto interior, recogidos á uno y otro lado por cintitas azules; eran dos: la del comedor y la de una alcoba estucada.


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Publicado el 17 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

El Maestrín

José Zahonero


Cuento


I

El sol, el hermoso y espléndido sol, iluminaba con brillo y magnificencia; era aquella la más bella mañana de Mayo. La luz prestaba visos de raso á los espesos campos de trigo, altos ya y verdes aún, vigorizaba los indecisos colores de la tierra, teñía de bronce oscuro y férreo morado los montes, hacía saltar vivo centelleo de las fuentecillas y riachuelos y en ondas y cintas de fuego, chispas y deslumbradores reflejos, caían sus rayos sobre las tersas aguas de la bahía.

Margarita miraba con alborozo infantil aquella bailadora superficie, aquel mar claro y terso sobre el cual resaltaban inmóviles los buques, de modo que hubiera podido decirse que, en vez de anclas, habían echado cimientos, convirtiéndose en casas ó que aprovechaban aquella dulce paz para reposar de sus viajes y de sus combates con las tempestades; veíanse los cascos oscuros, las arboladuras rectas, sin que por unos ó por otras se indicasen la menor ondulación ni el menor vaivén. Cuando por acaso viraban, hacíanlo tan imperceptiblemente como cambia de postura quien duerme sueño tranquilo y profundo. El viento, muy suave, volvía sus proas.

Como los pajarillos, van de un vuelo de esta á la otra rama, pero sin salir á cortar largo espacio bajo aquel sol ardiente, iban los botes y lanchas de uno á otro navio.

Margarita tenía echada la cortina blanca de listones azules sobre su balcón, y en él cosía mirando y remirando por debajo de la cortina al puerto y al muelle.

En este, un bullicioso desconcierto de voces de niños alegraba el alma. Eran los que producían aquel bullicio, pilluelos de la playa, diablos del mar de los que se revuelcan y saltan por la arena, rebuscan sus conchas y caracolillos; pescan mariscos en las ásperas rocas, se zambullen al fondo como buzos y nadan como peces.


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Publicado el 17 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Un Hilito de Agua

José Zahonero


Cuento


I

Este cuento no es mío, es decir, es mío, porque yo le cuento, y será vuestro en cuanto yo le haya contado; pero en fin, no es de mi invención. Es un sucedido, como dicen las buenas viejas, doctoras en esto de cuentos y más que doctoras en lo otro de chismes.

Me refirió sus aventuras un arroyo que descubrí un día cerca de un árbol donde acostumbran á picotear una gallina y sus pollitos, piando estos como un grupo de chicos y cacareando aquella con la gravedad de quien alecciona ó reprende. El arroyo venía de más allá de la última pradera que, teñida de verde se divisaba lejana.

Era el tal ruidoso y alegre como un sonajero, luciente como una plata y más fresco que la nieve. Tuvo su nacimiento de un hilito de agua formado gota á gota por las desprendidas de una peña altísima; de allí corrió á esconderse en una hondonadita del terreno, y de allí partió, delgado al principio, pero engruesando insensiblemente después. Y vedle cómo así bajó precipitado de la sierra á correr el mundo ¡el pobre aventurero!

¡Qué grata libertad! Pequeño, se deslizaba bonitamente por el suelo dando vuelta á los grandes obstáculos y saltando sobre los despreciables. Así como los carteros entran y salen en todas partes, volviendo siempre á su camino, nuestro arroyo, unas veces ocultándose bajo las zarzas, otras libre por la llanura, ya á la derecha, ya á la izquierda, seguía sin interrumpir su marcha campo adelante.


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Publicado el 17 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Los Juegos del Gato Pik

José Zahonero


Cuento


I

Pues, señor, este era un gato llamado Pik; tenía una cabecita graciosa, y como Marramaquiz de la gatomaquia, tenía en los ojos dos niñas de color de esmeraldas diamantadas, y cual todos los gatos, según el sabio Bufón, las uñitas guardadas en un estuche de terciopelo; y, en fin, debo añadir para terminar el retrato, que era blanquinegro como una ficha de dominó, tenía el rabo unas veces erguido, y enroscado otras, las orejas movibles y un hociquito de color de rosa. Aún no llegaba á los seis meses, pero ya tenía unos bigotes que darían envidia á un jovenzuelo y hubieran podido competir con los de un tambor mayor; felizmente ya no hay tambores, de lo que deben dar gracias al cielo nuestros oídos.

Pero no salgamos de nuestro cuento, que él ha de ser pequeñito, y no hay cosa que más enoje que las digresiones impertinentes, pues en ocasiones el ruido es más que las nueces, ó se hace mucho ruido para nada. ¿Ustedes creen que por lo largo de sus bigotes era Pik formalote y grave? Ni mucho menos. Era el mismísimo diablo en trazas de gato.

Os aseguro que no encontraréis gato más revoltoso.

Jugaba con todo: con los flecos que caen de los sillones, las puntillas de las colchas y almohadas, los papeles, los cordones de las campanillas; todo esto le servía para divertirse á su placer; y si lograba hallar á su alcance la cajita ó neceser de una señora, en un dos por tres hacía rodar los carretes de hilos, los alfileteros, los dedales, y á veces cogía entre sus dientes una almohadilla y escapaba con su presa á trote ligero, como un raterillo de la calle con lo primero que arrebata á los descuidados.


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Publicado el 17 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Los Tres Obreros

José Zahonero


Cuento


I

Vivía en un pueblecito, formado por casitas blancas como palomas, sobre la meseta de un monte todo erizado de rocas, por entre las cuales crecían muchas zarzas, una pobre abuela que se moría de hambre; hallábase casi desnuda y no podía dormir tranquila.

—¡Ay! —exclamó un día la anciana;— si cualquiera de mis nietos se compadeciera de mí, podría comer; no sentiría ni la vergüenza ni el frío, y dormiría toda la noche de un sueño.

Oyéronla sus nietos, que eran tres muchachos sanos, colorados y fuertes.

—Buscaremos fortuna, —dijeron con acento resuelto y ánimo de consolar á la abuela infortunada.

—Pero, ¿adonde iremos? —preguntó uno de los tres hermanos.

—Marcharemos reunidos —contestó otro.

—No, —replicó el menor de ellos;— pudiéramos reñir. Si acaso uno encuentra un tesoro le querrá para él, y los demás habremos perdido el tiempo. Además, cada uno de nosotros tiene su carácter y sus aficiones distintas; así que el trabajo ha de ser diverso, y diversa la ganancia. Unidos podemos ser desgraciados ó felices; pero separados, muy malas han de ir las cosas que no alcance á ninguno la fortuna. Así, pues, separémonos, buscando cada cual consejo de quien juzgare oportuno.

Á la mañana siguiente, la campanita de la iglesia del pueblo decía, al ver marchar á los obreros del campo que salían á sus tareas de labranza:


Ya se van, ya se van
En montón
A por pan.
¡Dilón, dilón!
¡Dalán, dalán!


—¡Pan! —decía la abuelita;— ¡quién tuviera un mendruguito, aunque, por lo duro, hubiera que meterle en agua para que se ablandara y poder comerlo!

Dicho se está que no pudieron oir con tranquilidad los nietos tan dolorosa exclamación, y salieron resueltamente de casa de la anciana con ánimo de buscar fortuna.


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Publicado el 17 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Marinita Peregrina

José Zahonero


Cuento


I

Fue rubia y blanca; pero el oro de sus cabellos se volvió de un tinte trigueño, y la blancura de su rostro se cambió en pálido con manchas amoratadas. Iba de aquí para allá pidiendo limosna; pero un día se atrevió á salir de un país donde no hallaba socorros. Figuraos una hojita que, desprendida del árbol, es arrastrada con el polvo por el viento y marcha á merced de los caprichos de su soplo, violento unas veces, leve otras; así marchaba Marinita por un camino abierto en el valle, como si el viento la impulsara, caminando de prisa, parándose bruscamente y volviendo á emprender su paso.

Aunque ya se hacía sentir el frío del invierno, aún había algunos hormigueros abiertos, y cerca de una piedra descubrió uno, chiquito como un dedal, y paróse á contemplarle, cuando de pronto empezaron á caer del cielo gruesas gotas de agua, que mojaron el roto y ligero vestido de la niña y humedecieron sus carnes.

Entonces la niña, acobardada, miró alrededor por ver si descubría donde guarecerse, y no halló una casa, ni una choza, ni una roca, ni un árbol, y bajó sus ojos para mirar al hormiguerito, y pensó:

—¿Por qué harán las casas sobre la tierra y no como las hormigas, en la tierra? Sería más fácil esto. Bastaría un agujerito en el suelo.

Pensando así, y disponiéndose á continuar su camino, dirigió una mirada de despedida al hormiguero, y no le halló, se había cerrado.

—¡Quién fuera tan pequeñita, tan pequeñita como una hormiga! —dijo compungida Marinita Peregrina.

II

La lluvia había cesado, pero el viento no; y la niña que tenía sus vestidos y su cuerpo empapados, tiritaba de frío.


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Publicado el 17 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Un Cigarrillo

José Zahonero


Cuento


I. Nolasco

¿No fuma V.? —Dije, alargando un cigarro de papel á Nolasco, un anciano periodista de gran actividad y notable instrucción. Hizo un gesto de disgusto, rechazando la oferta. En efecto, olvidé que jamás le había visto fumar, y como por broma, pensando que una repugnancia física le hacía enemigo del tabaco, insistí.

—Vamos, fume V. siquiera por una vez —y volví á alargarle el cigarrillo.

—¡Fumar yo! —exclamó espantado y palideciendo al ver cerca de sí el cigarro de papel.— ¿Qué quiere V. de mí, amigo mió? añadió exaltado, —huyendo del cigarro como de un arma venenosa.

Yo me eché á reir.

¡Pero qué cosa más extraña! pensé al ver la cara de terror de mi respetable compañero. ¡Bah! otra rareza, me dije, á pesar de que nada me infunde más respeto que estos hombres que á la vista de las gentes suelen pasar por estrafalarios y ridículos, sin que nadie se cuide de averiguar si lo que se toma por capricho extravagante, tiene un natural y justificado motivo.

—Hombre —añadí— es V. un enemigo tan irreconciliable del tabaco, producto, según los musulmanes, de la saliva que el Profeta arrojó al absorber la herida que le hizo una víbora, veneno dulce y sagrado.— Vamos, un cigarrillo… Y tomé expresión de Yago malvado, de Sancho socarrón y de Mefistófeles tentador.

—He fumado —contestó.— ¡Oh, por Dios, déjeme V.! ¿No le basta mirarme? Un cigarro me hace sufrir horriblemente.

Estaba lívido; luego del espanto, debió sucederse la irritación, Nolasco debió, en efecto, padecer mucho en tan brevísimo tiempo. Su seriedad me impuso.

No volvimos á entablar conversación, pero, cuando salíamos los dos del despacho, me dijo:

—¿No me había V. pedido un tomo del Diccionario Enciclopédico? Pues ahora podemos pasar á recogerle en mi casa, si V. me acompaña.


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Publicado el 17 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

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