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Perico

Juan José Morosoli


Cuentos, colección


Arenero

¡Estas arenas del Santa Lucía sí que son arenas!... ¿Y las aguas? Andan siempre entre las piedras. No conocen el barro...

Además dan de beber a una ciudad. Perico deseaba irse un día aguas abajo y conocer bien el río. Lo que se dice bien. Porque un río debe tener cosas para ver que no se acaban nunca. Lo piensa ahora que está paleando arena, llenando la carreta para ir al pueblo.

En el cauce lento se levanta una suave niebla. Los bueyes alientan un vaho que asciende en la amanecida. El fueguito carrero calienta la pava ennegrecida. Vuelan rectos hacia el cielo los aguateros, y las tijeretas, cortando con golpes de cola las últimas estrellas.

—Hay arena más fina en el mar —le dije un día.

¿El mar? El no lo había visto. Pero conocía a un hombre que viajó por él. Nunca le había hablado de las arenas del mar.

Le llevé un puñado un día.

La miró y dijo simplemente:

—Esto no es arena. Es polvo. No ensucia las manos pero no es arena. Arena es esto!

Levantó del río un puñado, la extendió en la palma de la mano:

—Se puede poner en la boca. Es dulce y fresca.

Paleaba y paleaba Perico. La mañana comenzaba a levantar árboles contra el sol que estaba creciendo tras el bosque.

El mar sería lindo. Pero no tenía árboles. Los barcos no eran sino carretas. No necesitaban caminos para viajar. Y terminaba:

—Mi padre, que era carrero, iba así por los campos. Las estrellas lo guiaban. El será arenero toda la vida. Le gusta mucho el río, las arenas, los árboles. Cuando a uno le gusta una cosa y puede serlo no precisa más...

—Todo es lindo. La mañana y la tarde... ¿Y el mediodía? Guardar bajo las arenas una sandía, y luego partirla, y comerla y beberla mientras arden las cigarras en el talar crespo y gris.

—¿Y la noche? Hay un rato que el río no canta. Oye.


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17 págs. / 31 minutos / 66 visitas.

Publicado el 22 de febrero de 2025 por Edu Robsy.

El Viaje Hacia el Mar

Juan José Morosoli


Cuento


A pesar de que habían resuelto partir a las cuatro, Rataplán llegó a las tres. Era el primero en llegar.

En el café había un solo hombre, sentado al lado de la puerta, desconocido para Rataplán, lo que quiere decir que no era del pueblo.

—Buen Día —dijo aquél al entrar.

—Bueno —respondió el otro, y acercó una silla al recién llegado como si le conociera o estuviera esperándole y, tras un silencio, agregó:

—¿Madrugó, eh?

—Sí —respondió Rataplán—, estamos de viaje a la playa.

—¿A qué playa?

—¿Hay más de una?

—¡Uf!... Muchísimas. ¿No conoce el mapa?

—No señor, no lo conozco...

—Pues playas hay muchísimas...

—Habrá. A nosotros nos lleva Rodríguez. ¿No ve que nunca hemos visto el mar?

En ese momento llegaron el rengo "Siete y tres diez" con su perro, y "Leche con fideos", un hombre flaco, pálido, con una barba negrísima, de ocho días, peón de un horno de ladrillos.

Se sentaron junto a Rataplán y el desconocido. Pidieron una caña y al minuto ya estaban participando familiarmente de la conversación.

El desconocido hacía cuentos de tartamudos con los que ellos se destornillaban de risa. Fue Rataplán el que tuvo que pedirle al fin:

—No haga más, por favor... Guarde alguno para la playa...

"Siete y tres diez" se asomaba de rato en rato a la puerta, nervioso por la tardanza de los otros excusionistas.

Rodríguez y el vasco Arriola llegaron cuando ya era día claro.

Aquél —que era el dueño y el conductor del camión— descendió de éste, dejó el motor en marcha y se sumó a la rueda.

El desconocido, que advirtió la presencia de Arriola, se acercó a la puerta e invitó:

—Baje, tome una caña y nos vamos.

—El día va a ser bárbaro e'calor —dijo "Leche con fideos".

—Sí, nos a sacar lonjas —respondió Rodríguez.


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Dominio público
10 págs. / 17 minutos / 78 visitas.

Publicado el 23 de febrero de 2025 por Edu Robsy.

Soledad

Juan José Morosoli


Cuento


Domínguez llegaba recién de las lagunas cortadas, con la ración para el caballo. Era su única tarea. Iba allá todos los días a recoger gramilla de superficie, y hojas de parietaria de los troncos podridos de los sauces, para darle a su viejo caballo. Era éste un animal sin dientes, bichoco y con los ojos opacos de nubes lechosas. Pero era también la única cosa viva que tenía Domínguez, para ocuparse de algo en la vida. Después de alimentarse él, no tenía nada, absolutamente nada de qué ocuparse. Estas hierbas que Domínguez traía a su caballo, eran el único alimento que el pobre animal podía comer. Enflaquecía a ojos vistas y era seguro que no salvaría con vida el invierno que comenzaba.

Ahora que había terminado con la tarea de racionar el caballo, Domínguez acercó la silla petisa, de asiento de cuero de vaca, hasta las tunas, se sentó y empezó el mate dulce. Era el desayuno.

Pero no tenía azúcar. Hacía dos días que desayunaba, almorzaba y cenaba con mate dulce y el azúcar se había terminado.

Pensó si iría a lo de un sobrino que tenía del otro lado del pueblo a procurarse algún alimento.

No tenía deseos de ir, porque el sobrino, junto con algún trozo de carne, gustaba darle consejos. Siempre le decía que parecía mentira que siendo tan viejo no hubiera aprendido a vivir. Y Domínguez se tenía "que olvidar sus canas y sujetarse las manos para que no se le estrellaran en los cachetes del mocoso".

Sí. No deseaba ir. Pero dos días sin comer ablandan el cogote... Tal vez podía pedir fiado en el boliche nuevo. Pero a lo mejor el bolichero nuevo estaba avisado por los bolicheros viejos ... a los que Domínguez tenía "marcados y contramarcados". Y no es que fuera mal pagador. Lo que pasaba es que la pensión era muy chica. Y que cuando él cobraba se olvidaba que debía y se iba a comprar al centro con la plata en la mano.


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4 págs. / 7 minutos / 45 visitas.

Publicado el 20 de abril de 2025 por Edu Robsy.

La Negra

Juan José Morosoli


Cuento


Todas las adolescentes —varones no nacieron del matrimonio— morían tísicas en las grandes camas llenas de cortinas y brocados, vestidas con ropas de blancos desvaídos y puntillas color marfil que parecían enfermas como ellas. Según las gentes, cosas y ropas estaban contagiadas del mal terrible.

La amplia sala de los lejanos saraos se abría con frecuencia para los velatorios. Tras la ancha puerta de medio punto, que limitaba la sala con las piezas de labor, cerrada herméticamente, el ataúd blanco con moños celestes como para unos esponsales, aparecía como levantado por una marea de flores. También blancas las flores como el ataúd y el rostro de la muerta.

Aquellas muertes vaciaban de flores los patios del pueblo.

Criadas con túnicas duras de almidón, cruzaban las calles rumbo a la casa señalada por la muerte.

Magnolias y jazmines con su olor caliente, dejaban por días su perfume de boda con la muerte, dulce y sin sangre, por los rincones y los terciopelos profundos.


* * *


Se salvó la niña Angela —la menor de la familia— por los pechos de la negra Alcira que daba a luz todos los años, destetando un hijo para ponerle el pezón en la boca al otro recién nacido.

Angela compartió con cuatro negritos la leche de aquella mujer de pechos inexhaustos.

Cuando nació María Celeste —el quinto hijo de la amamantadora— Angela terminó la lactancia.

Fue entonces que Alcira anunció que María Celeste sería de la niña Angela. Aquel regalo resucitaba la abolida costumbre de la colonia —cuando "los esclavos se podían dar, regalar y vender"— y los esclavitos negros eran los juguetes vivos de los "niños" hasta que dejaban de ser niños.


* * *


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2 págs. / 5 minutos / 19 visitas.

Publicado el 23 de abril de 2025 por Edu Robsy.

El Asistente

Juan José Morosoli


Cuento


Cuando su mujer murió, el pago se quedó sin partera. En el mismo momento de morir ella, él heredó la profesión.

Alguien se horrorizaba:

—Mire usted que un hombre en eso...

—Pero si es como una mujer el pobre. ¿Usted ha estado en su casa?

Y contaba que Almada se remendaba y lavaba la ropa, cocinaba y zurcía sus trapitos. Que andaba siempre limpio y bien afeitado.

Era verdad. Usaba unos pantalones negros, estrechos y lustrosos y un saco blanco. De pecho angosto y pie chiquito, como de mujer, calzado siempre en zapatillas de cuero puntiagudas y lustradas. Caminando livianito como un peluquero.


* * *


A él dándole golosinas ya lo tenían contento. Lo que menos apreciaba era la plata. Si acaso algún regalo para la casa: floreros, estatuas de santos.

—Por eso Rodríguez se había hecho nombrar con un regalo de estos.

—¿Algún juego de vidrio?

—No. Un busto.

—¿Santo o general tal vez...?

—No. Un busto de los Treinta y Tres Orientales. Parados. Completo. Ni uno más ni uno menos. Y un monte atrás.

Cuando llegaba a las casas, lo recibían con un surtido de especialidades de boliche: anís, pasas de higo, cocoa, café... Era hombre de buena prosa y de buena atención para la prosa de los demás.


* * *


Su mujer era muy gruesa y se cansaba de todo menos de comer y tomar mate dulce. Almada hacía la tarea de la casa.

—A tu patrona la has puesto de patrón...

—¿Y qué querés? ¿Que yo parteree y ella cocine?


* * *


Así hasta aquel día que ella se quedó muerta tomando mate.

Estaba al lado de la cama donde una infeliz se retorcía de dolor en trance de alumbrar.

Cuando Almada entró a buscar el mate, la encontró en el suelo. La pobre se había "quedado" sin moverse del asiento.


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2 págs. / 4 minutos / 22 visitas.

Publicado el 15 de marzo de 2025 por Edu Robsy.

El Cumpleaños

Juan José Morosoli


Cuento


Arce, el dueño de la fiesta, era un hombre "bárbaro para la plata". Todo el año explotaba a aquellos pobres infelices que le vendían huesos, papeles, botellas y chatarra. Todo el año, menos el día de su cumpleaños. Ese día los convidaba a comer y tomar y se conmovía por cualquier cosa. Una fraternidad y una generosidad sin límites lo desbordaba. Era un día en que se sentía bueno y le tenía lástima a todo el mundo.

Ya habían dado cuenta —él y los miserables proveedores de su negocio— de dos botellas de caña y habían acercado el cordero a las brasas, cuando llegaron con la noticia: Juancito, el hijo de Doña Rosa la lavandera, que vivía del otro lado del cerco de tunas, había muerto.

La noticia los llenó de tristeza. El niño era amigo de todos ellos. Siempre andaba por allí y los días de la celebración del cumpleaños de Arce, solía quedarse largo rato, hasta que éste le regalaba un buen pedazo de asado.

Eran momentos en que algo angélico les ponía discreción en lo que decían, obligándoles a medir las palabras, para no herir la inocencia del niño. Se sentían todos ellos un poco padres de él.


* * *


Un silencio largo les alejó de la fiesta, hasta que el ciego dejó caer estas palabras:

—Mire usted, tantos que estamos de más en el mundo, y muere este angelito...

Arce se paró entonces y dijo:

—Vamos a dejar la fiesta por un rato. Tenemos que acompañar a la madre...

Ordenó después a Luis Pedro que cortara un costillarcito con riñón y todo y se lo llevara a doña Rosa.

Luis Pedro cortó la carne, desparramó las brasas, levantó el resto del asado que quedaba, lo guardó en el galpón, y luego partieron todos para el velorio.


* * *


Aldama, que según don Pedro Correa "estaba medio borracho desde el año que salió el cometa", trataba de consolar a la madre:


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 15 visitas.

Publicado el 17 de abril de 2025 por Edu Robsy.

Canteros

Juan José Morosoli


Cuento


Aún no había aclarado cuando se sintió una explosión. Algunos obreros de la cantera grande, de ésos que duermen una hora menos con tal de tomar mate tranquilos, comentaban:

—¡Ya están los locos meta y ponga! Hoy le ganaron al sol...

"Los locos" eran tres. Rosi, Arboleya y Fagina.

El dueño de la cantera era Rosi, pero se podía decir que era de los tres. La caliza que sacaban de allí la vendían a la "Sociedad Anónima", y el dinero que recibían lo gastaban los tres. Allí no había ni mío ni tuyo.

Ellos perforaban el banco, cargaban los barrenos, los hacían explotar, picaban y repicaban la piedra. Después se la entregaban a "la Anónima", cobraban y asunto terminado.

Eran tres hombres que valían por diez.

Eso sí, cuando les daba por no trabajar lo mismo estaban cinco que diez días, dándose buena vida, hasta que se gastaban la plata.


* * *


Arboleya era un maestro en el arte de abrir una cantera y llevarla a corte parejo como si fuera un queso, con el piso "sin tumultos", que parecía de un salón de baile. Llevar una cantera sin que se aterre, interpretando los nudos —¡la piedra es como la madera, amigo!— no contrariándola, buscándole las vetas que corren, evitando las bochas duras, como si fuera un río cuerpeando islas, no es para cualquiera.

Claro que la cantera de ellos era sin fin. De una caliza noble, ni muy blanda ni muy seca. Fácil de cocer. Tan fácil que anunciaba el punto de cochura pues se empezaba a poner color leche cuando estaba a punto.

Cuando "la Anónima" compró todos los yacimientos de la zona, Rosi se negó a vender su pedazo. Le ofrecieron "un carro de oro" pero no quiso desprenderse de su cerrito.

—Me hago de plata pero quedo bajo patrón... Más, un patrón al que usted no le ve la cara... Las anónimas, mire, tienen eso: usted los sufre pero no los ve... Son como las enfermedades...


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3 págs. / 6 minutos / 11 visitas.

Publicado el 20 de abril de 2025 por Edu Robsy.

Un Soldado

Juan José Morosoli


Cuento


Almeida cerraba definitivamente el boliche. Por eso había invitado a comer a aquellos hombres. Amigos, lo que se llama amigos no tenía. Seguramente por aquello que repetía frecuentemente:

—Mi único amigo es el mostrador porque es el único que me da... El amigo pobre, pide... y el rico no da ni presta.

Ahora estaba gordo y se acordaba de los flacos.

Uno de los invitados era Tertuliano. Tampoco éste tenía amigos. Y no los tenía porque no los necesitaba. Se acompañaba solo, como buen

cantor. Era soldado y cuando estaba "franco" iba a lo de Almeida a tomar tres o cuatro cañas. Algunas veces se quedaba horas allí, ayudándole a sacar grelos a las papas almacenadas, llamadas antes de tiempo por la temperatura tibia y húmeda, o paleaba maíz para que no se calentara en las estibas.

Otro de los invitados era Antonio Fretes, pariente de Almeida, que le visitaba cada cuatro o cinco meses y alojaba allí por días.

Fretes era contrabandista. Se daba buena vida y el mismo Almeida participaba de su generosidad. Fretes no pagaba pensión, pero mandaba echar vino del mejor, hacía abrir latas de sardinas o traía del matadero achuras y "vacaraises" de tres o cuatro lunas, que guisados por él mismo se deshacían en la boca.

El otro invitado, Toledo, era el chacrero que proveía a Almeida de zapallos, boniatos, papas y maíz, pues "los frutos del país y la compra de sueldos eran la especialidad de la casa" de éste.

Toledo se había acercado a la fiesta trayendo un lechón asado que ahora estaba allí, sobre la mesa, tironeando de la nariz a los presentes con su color dorado y el olor de su adobe.


* * *


—Yo —decía Almeida—, estoy contento de mi marcha y de ser como soy... Con este boliche mugriento me he llenado de plata...

Había empezado comprando sueldos de seis pesos a los viejos de la pensión, y "ahora compraba de trescientos a muchos grandes"...


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4 págs. / 7 minutos / 15 visitas.

Publicado el 21 de abril de 2025 por Edu Robsy.

El Coquimbo

Juan José Morosoli


Cuento


Un hombre que llega a un lugar como aquél a entenderse con quince montaraces, tiene que andar con mucho tino. Más si el hombre es como Ibarra, medio universitario y acostumbrado a la vida muelle. ¿Por qué fue allí? Eso lo sabrá él. La cuestión es que el hombre al poco tiempo estaba allí como nacido.

* * *

Cuando llegó al monte, —medio día de enero— la gente sesteaba bajo los árboles cerca de las playas de los quemaderos de carbón. Un negro y un perro lo recibieron. Un perro tan indiferente como el negro. Ambos lo vieron acercarse y llegar, sin moverse de donde estaban. Ibarra le tendió la mano al negro y aludió al perro bromeando:

—¿Y éste?... ¿No ladra?

—De día no... De noche es otra cosa.

Ibarra le informó que era el nuevo administrador. Después pidió agua para lavarse y dijo:

—¿No se anima a ayudarme a hacer un asado?

—¿Ahora? Mientras terminamos son las dos...

El había almorzado ya. Allí estaba la olla, mediada de guiso de fideos, porotos y boniatos. Por decir algo —¡qué iba a comer aquel guiso el hombre!— la señaló y preguntó:

—¿No se le anima?

Ibarra contestó:

—¡Comonó! Tengo un estómago de fierro y un hambre bárbara...

—Menos mal. El sueño y el estómago es lo principal...

—Eso es.

— Como yo. Lo mismo duermo en una otomana que en un cardal...

Lavó un plato de lata y sirvió el guiso.

—¿Pan? —preguntó Ibarra.

—Aquí no. Galleta.

Ibarra intentó "abrir" la galleta introduciendo el cuchillo entre las lajas.

—No, no, así —dijo el negro, y la golpeó fuerte contra la punta de la parrilla.

Ibarra probó el guiso.

—Lindo —dijo.

El negro vio con alegría cómo Ibarra comía con gusto. Se quedó un rato callado con un asombro feliz al ver al hombre comer con fruición el guiso grueso. Luego se levantó lentamente.


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3 págs. / 5 minutos / 14 visitas.

Publicado el 1 de marzo de 2025 por Edu Robsy.

Una Virgen

Juan José Morosoli


Cuento


Las tres tías, solteras y viejas, tejían. Celia bordaba o leía la "Historia Sagrada". Ellas iban siguiendo la marcha de la tarde hacia los cerros. Lentamente acercaban las sillas hasta el ventanal enfrentado al poniente. La casa daba al callejón de la iglesia que era una vía muerta.

Veían regresar los niños del colegio. Al rato cruzaban los soldados que iban a hacer la guardia nocturna a la cárcel. Después la campana alta llamaba a novena. Las ondas sonoras iban a perderse en el campo, desde donde regresaban las palomas de los mechinales de la torre. La

torre cambiaba con el campo sonidos por palomas.

Instantes después salían las cuatro para la iglesia. Era la hora de la novena.


* * *


Un día las tías resolvieron que Celia fuera a los bailes del club. Tenía ésta veinticinco años. Vestida de largo con el talle alto, su cuerpo de campanilla escolar, frente a los pesados cortinados de pana morada, parecía suspendido desde arriba.

Fue una noche para ella sola. Las otras mujeres vieron cómo los hombres se la disputaban en cada vals. Bailó hasta el amanecer; en cada danza un compañero distinto.

Cuando regresó a la casona familiar cubierta de jazmines en flor, las tías esperaban el regreso prontas para la misa del alba, negras de capas y rosarios.

Caminaban ya las cuatro hacia la iglesia. Las tres mujeres escoltaban a la joven. Como tres escarabajos, empujando un pétalo de azahar.

A los pocos días entró en "Las Hijas de María".


* * *


De su niñez guardaba un recuerdo de muñecas y el ruido de una puerta al cerrarse.

Fue aquella puerta la que la alejó por siempre de los hombres. De la madre muerta cuando ella tenía diez años, recordaba las manos. Era un recuerdo que estaba junto con el otro, el de la puerta.


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Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 14 visitas.

Publicado el 17 de abril de 2025 por Edu Robsy.

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