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El Novelista

Juan José Morosoli


Cuento


Faustinito centraba la atención de todos, que anhelantes escuchaban el relato.

—Cuando la víbora estuvo cerca de la ubre de la vaca, salí de atrás y la agarré de la nuca. Se la llevé a mi padre y pregunté:

—Estas no son venenosas, ¿verdad?

—No son —me dijo.

—Fue entonces que la tiré.

Hizo una pausa, dejó respirar al auditorio y terminó:

—A mí me enseñaron los carboneros a distinguir las venenosas de las otras... En la sierra, donde trabajan meses y meses sin ver gente, hay muchas cosas que ustedes no verán nunca... ¡Los del pueblo no saben nada!

Faustinito, el paisanito que aún no sabía escribir su nombre, se cobraba en aquellos relatos de su ignorancia del abecedario. Había descubierto que las narraciones de víboras y cuatreros, ejercían una rara atracción sobre los oyentes.

Contaba aquel día una nueva historia:

—Eran los últimos tigres que quedaban en la República Oriental. Hacían muchos estragos y mi padre y yo salimos tras ellos. Noches y días seguimos las huellas de sus fechorías.

Faustinito describía las marchas en las noches. Las batidas en los pajonales. Explicaba costumbres de pájaros, imitaba gritos raros que se oían en las noches.

La cosa terminó cuando los cazadores se dieron cuenta que habían salido fuera del país tras los tigres, y regresaron al pago. Así vino el maestro y se quedó tras el grupo de oyentes pendientes del relato.

Cuando Faustinito terminó, dijo un compañero de clase:

—Todo es mentira... Usted es un mentiroso.

El maestro fue quien replicó:

—No. No es mentira. Faustinito no es un mentiroso. Es un novelista. Un creador. Ustedes saben ahora cómo se cazan tigres y han oído los ruidos que la noche hace vagar por el monte... Cuando Faustinito sea un hombre, será un gran artista y ustedes se sentirán felices de recordar estos relatos... Porque éstos son de los que no se olvidan.


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Publicado el 27 de julio de 2025 por Edu Robsy.

Clorinda

Juan José Morosoli


Cuento


I

Ni parecía que en aquella casa viviera una mujer “así”, como Clorinda.

Con la tina al fondo y la ropa colgada en los alambres, parecía la casa de un vecino como los demás. Eso sí, cortada de las otras. Como Clorinda de las gentes. Natural: podría vivir en el barrio donde están las mujeres que se dedican a lo que se dedica ella. Pero no quería porque era gustadora de la soledad.

—Cuanto menos bulto más claridá… —decía.

Y también:

—No porque una sea lo que es, le va a gustar el bochinche… ¿no le parece?…

Agregaba, al fin, para estar contenta con su presente:

—Yo soy así, pero me puedo enderezar… ¿Quién le dice q’alguna derecha no se tuerza?…

Además había gente a la que le gustaba la seriedad en estas cosas. ¡Gente que va allí por lo que va y se acabó!…

—Tu casa es como una escuela o com‘un asilo e viejos…

Eso le dijo Zenona Pérez, una vecina vieja, única que le sacaba prosa. Clorinda le respondió:

—¡Tan siquiera esos respetan!…


* * *


Temprano nomás Clorinda cerraba la casa. A las doce, cuando el guardia civil terminaba la ronda con una pitada doble, ella despedía el último visitante. El guardia civil se iba. Aquella casa no había por qué cuidarla. No peligraba la tranquilidad allí.


* * *


Clientela tranquila. Esa era la que ella quería. Y los que iban allí gustaban también la tranquilidad.

—Clorinda es una mujer que no alegra a nadie, pero tampoco entristece...

—Seguro… ¡dejesé con esas qu’están quejándose siempre!… ¡Como si uno las hubiera echao a perder!…

Natural. Que se quejaran a “el primero”…

En Clorinda habían comenzado a ser hombres muchos “picolisos”. En ella se habían despedido de la mujer muchos hombres... Podía hacer una colección si quería.


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Publicado el 27 de julio de 2025 por Edu Robsy.

El Campo

Juan José Morosoli


Cuento


El negro Sabino se consideró siempre un hombre feliz. Hasta aquel día en que fue con su patrón —Correa— a lo del finado Antúnez. Él era feliz porque allí tenía todo lo que necesitaba para ser feliz, según su propio pensamiento: yerba, carne, tabaco y caña.

La yerba y la carne se la daba el patrón. Y el tabaco no le faltaba nunca, porque en el campo había una picada por la que cruzaban los contrabandistas. Él les acercaba alguna oveja y a veces se encargaba de esconder —en un lugar que sólo él conocía— "descargas” completas de tabaco, cuando, la policía los traía cortos y tenían que alivianar cargueros o deshacerse momentáneamente de ellos.

Él era como la sombra de Correa. Donde iba el patrón iba él. Sabía —¡cómo no!— que al hombre nadie lo quería porque era un avaro miserable que se estaba tragando a todo el mundo y viviendo entre la mugre y la miseria, como si la vida la tuviera comprada y el campo se lo fuera a llevar en el cajón, cuando lo llevaran con los pies para adelante.

Todo el mundo sabía cómo vivía Correa. Plata que cayera en sus manos iba a dar a la escribanía, depositándola para cuando pudiera meter diente a otro pedazo de campo.

Pero para Sabino no era malo:

—Naides es moneda de oro para ser bueno pa todos...

* * *

Aquel día fueron a "las casas” del finado Antúnez. Allí estaban las tres mujeres —la viuda y las hijas— enfundadas en unas túnicas de color apereá.

Eran tres mujeres con el rostro sin sangre, sin vientre y sin senos. Tres tablas con hollejo de merino.

No bien entró Correa las mujeres se pararon detrás de una mesa de pino y se quedaron esperando la palabra del hombre. Parecían esperar la orden de morirse.

—Vengo —dijo Correa— así arreglamos la cuestión del campo... Lo estoy precisando y van a tener que irse.


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Publicado el 25 de febrero de 2025 por Edu Robsy.

Hermanos

Juan José Morosoli


Cuento


Montes llegaba a la casa de Justina una vez por mes. Siempre a boca de noche. La casa daba frente a la calle real a la que le hacían costado una veintena más, entre ranchos y viviendas de ladrillo.

Se apeaba en los fondos que daban a un sendero que moría en el callejón. No quería que la gente lo viera llegar allí.

Justina colmaba todas sus necesidades de hombre, de ser social y hasta de ternura.

Los "m’hijo" con que la mujer salpicaba la conversación, le producían un placer extraño. Le ablandaban por dentro.

Ella lo decía naturalmente. La expresión le había nacido frente a aquel hombre, sin que ella misma lo hubiera advertido.

Era raro que las cosas pasaran así, porque él era un solitario sin parientes —"que si tenía los había perdido y que no precisaba tampoco"— y ella era una mujer de poca prosa y poco amiga de trasmitir emociones.

Con excepción de Montes, los que llegaban allí lo hacían por las otras mujeres. Venían a beber cerveza y a bailar con la música del viejo gramófono. Cuando llovía, jugaban a la escoba y comían tortas fritas.

Justina pasaba a una pieza lindera, dejando la puerta entornada para hacer presencia y no fastidiar con su frialdad a los demás. No se le conocían amistades ni relaciones. Ni con vecinos ni con parientes. A los hombres, en general, parecía despreciarlos. Esta falta de amistades masculinas le daba a los ojos de las otras, una autoridad que ninguna quebrantaba, convencidas como estaban que los hombres eran buenos sólo si se les trataba así, como lo hacía Justina.

Estos encuentros de Montes —poco más que un adolescente— con aquella mujer que se acercaba a los cuarenta años, les llenaban de asombro.


* * *


Hacía ya como dos años que Montes hacía estas visitas, en las que apenas hablaban a pesar de compartir cena y lecho.

Llegaba al anochecer y partía al despertar la mañana.


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3 págs. / 5 minutos / 27 visitas.

Publicado el 6 de abril de 2025 por Edu Robsy.

La Cuña

Juan José Morosoli


Cuento


El abuelo Toledo quedó descontento con la noticia del casamiento de la nieta con Rondán. Muy descontento.

—¿Pero no es bueno Rondán? —pregunta Juan, el hermano de la novia.

—Matar no ha matao a nadie...

Esta no es contestación de dar un viejo a quien se va a consultar por obligación, pues entre los canarios, esto de consultar al más anciano del apellido, en casos como éste es tradicional. Si el consultado da su bendición, la nueva sangre que entra en la familia es sangre que manda Dios. Si desaprueba, la familia queda menos obligada con la pareja. La solidaridad de la sangre se debilita.

Juan, disgustado por la contestación del viejo, responde:

—Mire que Rondán es resuelto y de ojo largo...

—Es. Si hay un ñudo no desata, corta...

Admite Juan que Rondán es medio atropellado. Pero es hombre de tranco largo, sacador de pecho. De cabeza levantada.

—La oveja de cabeza más alta es la más flaca...

No puede Juan explicarle al abuelo que lo que más le gusta de Rondán es que es hombre de boca pronta, avasallador. Justo al revés de ellos, que siempre están mirando la tierra, domados por treinta años de renta juntada a lomo.

Los Toledo son hombres de buey y melga. Del pueblo conocen la casa del propietario de la tierra, la iglesia y el cementerio.

Allí están las chacras como hace treinta años, porque ellos son gente quieta, echadora de raíces. El pago está cundido de ranchos. Cada uno de éstos centra un pedazo de treinta cuadras. Cinco apellidos cruzados componen la población, que es una familia larga al fin. Es toda gente mansa, manejada por la lluvia y la seca. En sus fiestas podrá haber indigestiones, pero peleas no hay...


* * *


Rondán ha sido siempre hombre de caballo, monte y frontera. Cuando se pone a contar sus andanzas, los Toledo mozos se sienten absorbidos por el relato.


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3 págs. / 5 minutos / 23 visitas.

Publicado el 6 de abril de 2025 por Edu Robsy.

El Coquimbo

Juan José Morosoli


Cuento


Un hombre que llega a un lugar como aquél a entenderse con quince montaraces, tiene que andar con mucho tino. Más si el hombre es como Ibarra, medio universitario y acostumbrado a la vida muelle. ¿Por qué fue allí? Eso lo sabrá él. La cuestión es que el hombre al poco tiempo estaba allí como nacido.

* * *

Cuando llegó al monte, —medio día de enero— la gente sesteaba bajo los árboles cerca de las playas de los quemaderos de carbón. Un negro y un perro lo recibieron. Un perro tan indiferente como el negro. Ambos lo vieron acercarse y llegar, sin moverse de donde estaban. Ibarra le tendió la mano al negro y aludió al perro bromeando:

—¿Y éste?... ¿No ladra?

—De día no... De noche es otra cosa.

Ibarra le informó que era el nuevo administrador. Después pidió agua para lavarse y dijo:

—¿No se anima a ayudarme a hacer un asado?

—¿Ahora? Mientras terminamos son las dos...

El había almorzado ya. Allí estaba la olla, mediada de guiso de fideos, porotos y boniatos. Por decir algo —¡qué iba a comer aquel guiso el hombre!— la señaló y preguntó:

—¿No se le anima?

Ibarra contestó:

—¡Comonó! Tengo un estómago de fierro y un hambre bárbara...

—Menos mal. El sueño y el estómago es lo principal...

—Eso es.

— Como yo. Lo mismo duermo en una otomana que en un cardal...

Lavó un plato de lata y sirvió el guiso.

—¿Pan? —preguntó Ibarra.

—Aquí no. Galleta.

Ibarra intentó "abrir" la galleta introduciendo el cuchillo entre las lajas.

—No, no, así —dijo el negro, y la golpeó fuerte contra la punta de la parrilla.

Ibarra probó el guiso.

—Lindo —dijo.

El negro vio con alegría cómo Ibarra comía con gusto. Se quedó un rato callado con un asombro feliz al ver al hombre comer con fruición el guiso grueso. Luego se levantó lentamente.


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Publicado el 1 de marzo de 2025 por Edu Robsy.

El Retobador

Juan José Morosoli


Cuento


Menchaca vivía en un rancho de mojinete sillón con la crimera de paja despareja y erizada. A pocos pasos del rancho crecía un tunal de higos chumbos, al que los muchachos arrojaban desde la calle trozos de lata y vidrio. Con sol fuerte, latas y vidrios hacían cerrar los ojos con su juego de reflejos. El desorden de tunas terminaba en un cerco de cina cina. Cicutas e hinojos crecían entre un osario de cabezas de vaca.

Se le veía dos veces por semana. Era cuando iba al mercado seguido por su perro, un "pelado" lleno de costras, con algunos pelos sobre los ojos pitañosos y en el tronco de la cola. Del mercado volvía con una cabeza de vaca, sin sesos y sin lengua, donde los ojos parecían escapar de la corteza rojiza, y los dientes de la carretilla parecían adelantarse en un avance de voracidad grotesca. La marcha del hombre con su carga, su perro lento y los ojos aquellos de la vaca, que no parecían estar muertos sino muriendo, daban al grupo una espantosa apariencia de vida y muerte, unidas y fraternas.

Después el rancho agresivo y triste, los guardaba como la vaina gusanera guarda al gusano.


* * *


Menchaca no tenía amigos, ni a su rancho llegaban vendedores de cosa alguna. La excepción era Melgarejo que llegaba alguna vez, para salir luego a comprar yerba o galleta. O cuando iba a llevarle perros para sacrificar.

Entonces entraba conduciendo el perro por la parte de atrás del rancho, donde nacía un zanjón que iba a morir en la culata del cementerio, entre las tablas medio podridas de los cajones que dejaban las "reducciones" y el orín de las coronas de lata y alambres.

Tenía Melgarejo una manera especial de amansar perros. Aun aquéllos más acobardados por el hombre, "de ésos que ven venir un cristiano y cambian de rumbo", le seguían luego de dos o tres encuentros, cabrestiando tras un simple piolín de remontar cometas.


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2 págs. / 4 minutos / 16 visitas.

Publicado el 17 de abril de 2025 por Edu Robsy.

Acuña

Juan José Morosoli


Cuento


Sería la hora en que la encontraron muerta cuando él llegó al café. Y fue allí que le dieron la noticia.

Después oyó la historia de la carta que la suicida había dejado dirigida al juez. Y al fin la noticia de que el padre de la muerta, quería saber lo que decía la carta. Y el juez se negó a entregársela.

Entonces aquellos comentarios que oyó después y que le acarrearon el desprecio del pueblo, no habían salido de la boca del juez.


* * *


Al velorio no fue. Y al café dejó de ir por ocho o diez días.

Hasta que una noche —no habían llegado los diarios que leía uno a uno para matar las horas— volvió a ir.

Don Anselmo, con quien hacía mesas de carambolas, se le acercó.

—Le acompaño el sentimiento, Acuña...

—Gracias —dijo él, y bajó los ojos hasta las manos que andaban a la altura de la cadena del reloj, armando y desarmando un cigarro.

Don Anselmo esperó alguna otra palabra y tras un silencio agregó:

—Fíjese... Ahora que tenía una novia linda y con plata...

Acuña buscó la contestación. No la encontró y contestó aquello que no alcanzó para detener al otro.

—Eso no me importaba a mí.

—Es que es una familia que tiene a menos a todo el mundo...

Acuña no pudo más. Se irguió y contestó ofendido:

—Creo que usted también me tiene a menos.

Y se fue.


* * *


Cenaba y se_sentaba bajo el parral del patio, o iba hasta la caballeriza a entretenerse mirando moverse en la sombra los caballos de los paisanos, que extrañaban el encierro. El fondo sombreado de paraísos, hervía de luciérnagas y el hinojal de los fondos vecinos, de grillos. A veces un saltamontes introducía su estridencia en el sonido unánime.

Sentía acercarse luego, dando tumbos en el pedregal del camino, la pipa de Soria que venía a llevarse las sobras y restos de comida del hotel.


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Publicado el 10 de junio de 2025 por Edu Robsy.

El Disfraz de Caballo

Juan José Morosoli


Cuento


Hay quien junta unas lonas deshechas, cuatro garras resecas y un pedazo de cojinillo y se disfraza de caballo. Gentes que si tuvieran vergüenza no saldrían a la calle. Porque esos no son caballos, son arrastra-mugre.

—Creen que con ponerse unos pingajos y comenzar a corcoviar ya son caballos.

Él se disfraza de caballo porque le gusta.

—Como otros se disfrazan de mujer.

—Una cosa que yo hallo que es poco de hombre...

—¡Pues!...

Sigue diciendo que él sabe la responsabilidad que se hecha encima. Si no fuera así, no haría los sacrificios que hace para salir a la calle con “un caballo como la gente”.

—¿Usté sabe lo que es llegar del horno, medio descaderao de cortar ladrillo de estrella a estrella?

Bueno. Eso es lo que hace el. Y luego se pone a hacer el caballo con herramientas viejas, en el rancho de dos por cuatro, donde apenas caben él, la mujer, cuatro hijos y dos perros.


* * *


La caja del cuerpo es fácil de hacer mimbres retorcidos, asegurados en dos largueros, vienen a ser las costillas. Luego se forra de lona. La tabla del pescuezo y la crinera, de paja mansa, finita y pareja, y al fin “lo más principal”: uní el brazuelo del caballo a la rodilla del hombre y todo liviano y seguro. Cosa que el animalito no lo “transija” a usted y no se le descogote en un corcovo y usted ande con la cabeza abajo del brazo.

Como le pasó a Saavedra hasta que un guardia civil lo hizo salir de la plaza.

—Pero amigo, le dijo, un nombre serio como usté haciendo esos papeles! ... ¿Usté no ve que es la risión de la gente?

Salió.

Otra cosa difícil de hacer es la cabeza —Porque si Ud se descuida le sale con cara de loco o de gente.

Siempre se acuerda que el Vasco Miguel apenas veía venir un caballo lo semblanteaba. Le pasó a él mismo. Venía corcoveando cuando Miguel le dijo a los otros:

—Miren, es igualito a Doña Gregoria, la del zapatero...


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Publicado el 28 de julio de 2025 por Edu Robsy.

Las Caballadas

Juan José Morosoli


Cuento


Venían los ejércitos. Pasaban por las calles del pueblo y acampaban en los campos de Lavalleja o del Campanero.

Tras ellos venían grandes caballadas. Muchos animales iban quedando por los caminos, agotados, con los lomos deshechos, o quebrados. Los arreadores, de chiripá, barbudos y bien montados, nos saludaban con los rebenques de zotera chata, de cuero crudo. Al fin de la arreada venían las yeguas, con potrillos de patas largas y cabezas finas y nerviosas, con cascos claros que parecían romperse en las piedras.

Nosotros llevábamos ropa vieja a los hombres y éstos nos regalaban potrillos. Pero en casa nos obligaban a devolverlos para que no se murieran lejos de las madres.

Tras muchos ruegos solían darnos algún petiso maceta, sillón o chapinudo.

Eramos felices con ellos, hasta que venía otro ejército escaso de caballos y se los llevaba.

En la guerra lo que un ejército regalaba se lo llevaba el otro. Porque siempre eran dos ejércitos.


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Publicado el 27 de julio de 2025 por Edu Robsy.

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