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Funes

Juan José Morosoli


Cuento


El automóvil paró allí, frente a la plaza, cargado de valijas y banderines rojos. El hombre que lo manejaba bajó de el. Funes que estaba como siempre allí mismo, se le acercó.

Como era hábil para abrir prosa, en seguida supo lo que tenía que saber.

El hombre dio que era ingeniero, que iba a la estancia de Fulano de Tal...

—Muerto, interrumpió Funes

Si. Muerto. Ahora iban a abrir la sucesión. El iba a mensurar los campos. Precisaba un hombre que le acompañara. Que conociera el camino que supiera cocinar, que...

Otra vez habló Funes.

—No siga. Tá hablando con él...

Así se arregló todo y los dos fueron al campo a mensurarlo.


* * *


Funes siempre está ahí en la plaza que es adonde vienen a parar todos los coquimbos con plata. Gente que viaja. Gente que necesita saber esto, lo otro y lo demás. Que lo preguntan todo como sonseando, sacando de mentira a verdad informes de toda clase. Funes intuye la razón de las preguntas y sabe dar respuestas vacías por las que el otro va perdiéndose. Sabe además vida y milagros de todo el mundo. Donde puede estar fulano a tal hora, qué capital tiene mengano.

En la prosa ya, va informando al otro:

—"Resultadamenle" que en el pueblo yo soy el único endilgador que hay ..


* * *


Extraño que cae viene a dar a él. Esto le dice mientras el otro oye el monólogo. Ya entregado totalmente, pues Funes es el hombre que él andaba buscando.

Ahora, le pregunta a él su nombre. Él vivía de eso, de mendigar a los extraños.

Funes responde por partes.

—Mi nombre es Funes... Pero me mal me llaman el capón. Y...

El otro va a preguntar pero Funes lo detiene:

—Es un defeto... Y nada más. Usté pregunte por Funes... ¿Está?

—Bueno. Sí. Está. Pero ¿de qué vive Funes? ¿De eso?

Funes levanta la mano derecha y responde:


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3 págs. / 6 minutos / 12 visitas.

Publicado el 30 de julio de 2025 por Edu Robsy.

Mateíto

Juan José Morosoli


Cuento


Mateito llegó a la conclusión de que a un hombre como Saavedra, “que había sido hasta comisario”, no se le podía sepultar así, en un cajón sin pintar, de esos que daba el municipio a los pobres de solemnidad. Y sin velorio además, porque velas no daban.

—Los que no tienen parientes son parientes de todos, pensó, y resolvió iniciar una colecta de dinero para dar a Saavedra una sepultura como la gente.

Reunió así el dinero necesario para comprar el cajón y prender un velorio de ocho velas.

Machado trajo una botella de caña y medio kilogramo de café para la concurrencia.

Casi al amanecer un camionero que se acercó a peguntar donde estaba la boca de la carretera, dejó cinco pesos.

—No conocía al finado — dijo. Y agregó: —Soy solo y en el camino ando. ..

Mateíto compró una corona y le puso una tarjeta. Un camionero sin familia, decía.


* * *


Lo sepultaron en “el campamento”. Le decían así al espacio que ocupaban las tumbas en tierra. Y le pusieron la corona sobre el lomo de tierra que cubría el cajón. Sobre el pecho más o menos.

Al ascender la escalera que separaba el campamento de la zona de los panteones, allí donde la tierra valía más que frente a la plaza, Mateíto se volvió para mirar la tumba solitaria. El sol hacía arder las hojas doradas de la corona.

Miren —les dijo Mateíto a los otros —señalando el lugar— y digan si no hemos hecho una obra de caridad.

Me gustaría que el del camión viera la corona, respondió Machado.


* * *


Mateito era delgado, atildado, amigo de expresarse bien. Calzaba siempre zapatillas de terciopelo bordadas. Andaba siempre como deslizándose, “pisando en el aire”. Le decían “el livianito”.

Alegando su poca salud trabajaba poco. Lo menos que podía. Y eso en trabajos “livianitos”.

—Venta de números de lotería. Repartos de invitaciones para bodas o funerales. Cosas así.


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Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 25 visitas.

Publicado el 30 de julio de 2025 por Edu Robsy.

La Señora

Juan José Morosoli


Cuento


Llegaron, colocaron la corona de flores artificiales, prendieron algunas velas y empezaron a rezar.

Una vez al año hacían esta visita. Así, rezando, parándose, hincándose, estaban allí hasta que las velas se consumían.

Cedrés iba hasta el portón de entrada, fumaba, volvía.

No podía comprender cómo aguantaban tanto tiempo en aquella situación.

—Porque —pensaba— ¡mire que una vela cuando uno está esperando que se apague dura tiempo prendida!...

Esta vez se puso a hablar con el camposantero. Miraban los dos a aquellas cuatro figuras negras, de cabeza caída sobre el pecho, con una rigidez de madera.

—Mire que ha sido gente fiel con el finado...

—¡Déjeme! —respondió Cedrés—. Gente de ésa ya no queda. ¿Usté sabe lo que son seis años de luto cerrado?

—¡Seis años!

—¡Seis! Pero éste es el último... Ella dice que ya cumplió con él... Les va a repartir el campo.

Y siguió contándole:

—"La Señora" quiere que ellos se arreglen por su cuenta...

—¡Y está bien nomás!

—Dice que no van a ser güérfanos toda la vida ... Y que ella ya fue doliente seis años...

—¡Ha cumplido hasta demás!...


* * *


Siempre fue ella la que llevó la dirección de la familia y de los negocios. El finado fue un hombre muy blando.

—¿Ve el más grande de ellos? Así era el padre... Pero capaz que lo envolvía un chiquilín... Todo marchó bien porque ella era un general para disponer.

Él andaba siempre como sorbido por ella, que es una mujer alta, medio gruesa, amiga de apretarse la ropa lisa sobre el cuerpo, con una cara donde la piel parece querer reventar por no poder contener la sangre, con un bozo azul sobre el labio grueso.

De tarde, cuando él llegaba del campo, andaba tras ella como arrastrado por aquellas formas, que la ropa lisa torturaba, y aquella voz medio borrada que parecía una voz con fiebre.


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Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 26 visitas.

Publicado el 28 de marzo de 2025 por Edu Robsy.

Un Velatorio

Juan José Morosoli


Cuento


Bentos había terminado la jornada. Tomaba unos mates, tranquilo, sentado sobre un tronco cuando llegó la policía. Venía a mata caballo con el aviso del comisario. Mandaba decir éste que fuera al pueblo enseguida.

—¿Qué pasa? —preguntó Bentos.

—Parece que un hijo suyo "es" muerto.

Bentos ensilló en seguida y partió.


* * *


Cuatro leguas lo separan del pueblo. A veces pone el caballo al trote para pensar mejor. O al paso. Arma un cigarro.

—...Vaya a saber cuál es el muertito. A lo mejor Justino, el mayor, un muchachito que va a ser flor de hombre. Es un gurí que si llora por algo es porque él no lo lleva al monte.

Tiene una escalera de hijos, Bentos. Una escalera a la que le faltan algunos escalones. Porque es raro el año que él no cristiane un hijo y entierre otro. El pueblo es un pueblo muy castigado por los andancios. Nada más. Trabaja en el monte, de carbonero. Corta leña, la para. Embarra el horno. Quema.

Vende cuando comienza el otoño. Entonces ya no va más al monte. Hasta la primavera se lo pasa "en las casas", haciéndole el gusto al cuerpo. Duerme en cama, truquea en el boliche. Tres meses lindos se pasa Bentos así.

Cuando se va no vuelve hasta el final del verano. A menos que lo vayan a buscar por alguna desgracia. Por nacimientos, gracias a Dios, no lo molesta la patrona.


* * *


Trote y galope. Paso y cigarro. Cuando quiere acordar está en la boca del pueblo. Son dos hileras de ranchos que tropezando y levantándose bordean el callejón con colchón de polvo bayo.

Un tajo de luz, una luz bárbara de fuerte, se tiene en la calleja, mordiendo la tierra, revelando el yuyal y el hormigueo de perros y mujeres.

Sale del rancho de Bentos la luz.

Bentos paró el caballo y sintió entonces un ronquido parejo y seguro, de motor, que vencía la noche sin ruidos.

—¡Güe! ¿Y ésto?...


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Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 25 visitas.

Publicado el 24 de febrero de 2025 por Edu Robsy.

Hermanos

Juan José Morosoli


Cuento


Montes llegaba a la casa de Justina una vez por mes. Siempre a boca de noche. La casa daba frente a la calle real a la que le hacían costado una veintena más, entre ranchos y viviendas de ladrillo.

Se apeaba en los fondos que daban a un sendero que moría en el callejón. No quería que la gente lo viera llegar allí.

Justina colmaba todas sus necesidades de hombre, de ser social y hasta de ternura.

Los "m’hijo" con que la mujer salpicaba la conversación, le producían un placer extraño. Le ablandaban por dentro.

Ella lo decía naturalmente. La expresión le había nacido frente a aquel hombre, sin que ella misma lo hubiera advertido.

Era raro que las cosas pasaran así, porque él era un solitario sin parientes —"que si tenía los había perdido y que no precisaba tampoco"— y ella era una mujer de poca prosa y poco amiga de trasmitir emociones.

Con excepción de Montes, los que llegaban allí lo hacían por las otras mujeres. Venían a beber cerveza y a bailar con la música del viejo gramófono. Cuando llovía, jugaban a la escoba y comían tortas fritas.

Justina pasaba a una pieza lindera, dejando la puerta entornada para hacer presencia y no fastidiar con su frialdad a los demás. No se le conocían amistades ni relaciones. Ni con vecinos ni con parientes. A los hombres, en general, parecía despreciarlos. Esta falta de amistades masculinas le daba a los ojos de las otras, una autoridad que ninguna quebrantaba, convencidas como estaban que los hombres eran buenos sólo si se les trataba así, como lo hacía Justina.

Estos encuentros de Montes —poco más que un adolescente— con aquella mujer que se acercaba a los cuarenta años, les llenaban de asombro.


* * *


Hacía ya como dos años que Montes hacía estas visitas, en las que apenas hablaban a pesar de compartir cena y lecho.

Llegaba al anochecer y partía al despertar la mañana.


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Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 27 visitas.

Publicado el 6 de abril de 2025 por Edu Robsy.

El Burro

Juan José Morosoli


Cuento


Umpiérrez se levantaba, empezaba el mate, encendía el fuego y ponía un churrasquito en las brasas. Después desayunaba y se iba al horno de ladrillos donde trabajaba. Al mediodía se apartaba del grupo de "cortadores" que hacían fuego común, encendía su propio fuego, tomaba mate, ponía un churrasquito y almorzaba. De tarde, al regresar del horno, pasaba por el matadero, levantaba unas achuras, las asaba, tomaba mate y cenaba. Luego se sentaba frente a la noche, fumando. Por el camino ciego que moría en el horno, no pasaba nadie. A sus espaldas las tunas y cina-cinas, borroneaban la noche. Después se iba a dormir.

Al otro día hacía lo mismo ... al otro día igual. La única excepción era el domingo, porque ese día no trabajaba y hacía comida de olla: puchero o guiso.


* * *


Una vez Anchordoqui le preguntó:

—¿Pero vos no vas nunca al boliche?

—¿Pa qué?

—A jugar un truco ... A tomar una caña...

—¿Para salir peliando después?

—¿Y las mujeres no te gustan?

—¿Pa qué? ¿Para llenarte de hijos?

Anchordoqui seguía preguntando. Esperaba dejarlo sin respuesta.

—¿Y perro no tenés?

—¿Pa qué?

—¿Cómo pa qué? —dijo Anchordoqui malhumorado—. ¿Pa qué?... ¡Para tenerlos nomás, para lo que se tienen los perros!

—Para tenerlos nomás, mejor no tenerlos...

—Pero alguna diversión tenés que tener —dijo Anchordoqui en retirada.

—¿Querés mejor diversión que vivir como yo vivo?

Esta vez fue Anchordoqui el que no contestó.


* * *


Con los vecinos se llevaba bien. A Nemesia la lavandera, vecina de metros más allá, la veía cuando se levantaba. Ella le daba los buenos días, arrimaba el carrito de manos, en el que llevaba las bolsas de ropa al arroyo y al fin las cargaba. Alguna vez Umpiérrez le ayudaba a levantar las bolsas.


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Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 59 visitas.

Publicado el 15 de marzo de 2025 por Edu Robsy.

El Disfraz

Juan José Morosoli


Cuento


El flaco Matías se paró frente a la vidriera. Allí estaba la careta de calavera. Era cierto. Medina le había dicho que él mismo la había visto y que era el primer asombrado.

—Mirá, yo sé que caretas hay de todas clases. No hay cara que no tenga su careta. ¡Con decirte que he visto la careta de Siete y Tres Diez!

El flaco estuvo con ganas de no creer. Siete y Tres Diez era un rengo feísimo y de mal genio. No encontraba pareja para el truco porque al pasar la seña hacía reír al compañero y de yapa se enojaba.

—Pero de muerto, eso sí que no había visto… ¡Ni había pensado ver siquiera!


* * *


El Flaco no había querido disfrazarse nunca. Le parecía una estupidez. Él no estaba de acuerdo en hacer reír a los demás. Pero allí, frente a aquella careta, sintió el deseo de disfrazarse. Le había gustado quién sabe por qué. Entró y la compró. El comerciante se la vendió muy barata, eso sí, le fue franco. Le dijo que no la había tirado a la basura porque el deber de él, como comerciante, era venderla y no tirarla.

—Lo que uno compra es porque vale y el deber es hacerlo valer más.

Él lo entendía así, al menos. Sin embargo, se la dio por poco más de nada.

—Bueno –dijo el Flaco— ¿y esto qué traje lleva?

—¿Cómo qué traje?

—¡Pues! ¿O es que la muerte no tiene cuerpo?...

El asunto comenzó a conversarse.

—Mire, si quiere se pone un camisón blanco que vaya hasta el suelo. O uno negro.

Y agregó:

—Tiene que llevar guadaña, también…

Si quería, podía llevar bajo el camisón un tarro con gusanos. Él había visto, siendo niño, en España, de donde era, un hombre disfrazado de Muerte, que hacía esto.


* * *


En la comisaría, cuando fue a pedir el permiso, le previnieron:

—Mire que no se puede disfrazar de general, ni de cura… ¿Oyó?


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Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 20 visitas.

Publicado el 14 de junio de 2025 por Edu Robsy.

Achurero

Juan José Morosoli


Cuento


Siempre ardía, en la noche el fogón de Farias. El resplandor del fuego y el lengüeteo de las llamas salían puerta afuera y jugaban en el tartagal del patio como un viento de luz.

Farias iba y venia con su tridente enorme. Se detenía a veces frente a la olla de tres patas donde hervía la grasa.

La sombra se alargaba por la pared, subía hasta el techo, doblándose, y quedaba allí mirando para abajo.

Algunos perros rondaban el rancho en busca de desperdicios. Cuando alguno muy atrevido aparecía en la puerta. Farías le arrojaba un cucharón de grasa hirviendo en tanto exclamaba aludiendo a las gentes de ranchada cercana:

—... que los lambió! Muertos d´hambre y llenos e perros!


* * *


Farías era achurero y derretidor de grasa, pero su especialidad era el “arreglo de vacaraises”

Su trabajo empezaba en la noche cuando terminaba la carneada. Los carros que iban a buscar las reses al matadero descargaban allí la grasa sobrante de los puestos de carne. Al volver, cargados ya, sangrantes y pesados, vaciaban los cajones de achuras para que el viejo las preparase.


* * *


Farías colocaba las achuras sobre las tablas adosadas a la pared. Separaba, clasificaba. Primero los mondongos, como alfombras verdes, uno encima del otro. Luego los racimos de tripas y chinchulines, los intestinos de oveja o cordero de retobar los chotos o torcidos.

Al fin, colgados del degolladero, los nonatos o vacarayes estirándose hacia abajo.

Los enviones de luz los contraían o alargaban como si estuvieran vivos.

Parado frente a ellos Farias “les calculaba la edad”.

Mientras las achuras escurrían el agua de la lavada, él aprontaba el mate y rastrillaba algunas brasas, acercándolas a la parrilla petiza, cargada con la flor de la carneada. Tomaba algunos tragos de caña y se sentaba en el cabezal de la puerta a matear, mirando hacia afuera.


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2 págs. / 4 minutos / 14 visitas.

Publicado el 28 de julio de 2025 por Edu Robsy.

La Lluvia

Juan José Morosoli


Cuento


Ver llover allí, en aquella chacra, era una cosa que causaba placer. Un placer tranquilo que aún me alegra.

No olvidaré nunca aquella mañana. Hasta aquel día no había sentido la emoción de la lluvia. Me parecía que el campo y el árbol y yo éramos felices de la misma manera: quedándonos quietos y dejándonos penetrar por aquella música mansa y aquella lluvia lenta que caía sin interrupción.

A mi hermana le gustaba mucho jugar a las casitas. Con cuatro palos, algunos cueros y unos mazos de paja mansa, había construido la suya. Era una vivienda como la de los indios.

El agua vino despacio. La sentimos llegar. La vimos venir, borrando cerros, y dejando todo detrás de su vidrio esmerilado. Las gallinas corrían apresuradas y ganaban hornos y graneros. Lejanos cantos de aguateros y alborozados gritos de teru-teru confirmaron la presencia lejana de la lluvia. Unos horneros vinieron hasta donde nosotros. Los vimos volar y luego detenerse en la horqueta de un árbol. Habían elegido hogar. Cuando llegaron las primeras gotas picotearon la tierra y trajeron una mota en el pico, Colocaban la piedra fundamental de su casa.

Las gentes del pago comenzaron a llegar a los ranchos. Venían a jugar a las cartas. La lluvia creaba una sociedad candorosa, sencilla y feliz. Desde los cerros comenzaban a bajar pequeñas corrientes. En las quebradas nacían cañadas. Al campo le nacía un sistema de venas. Mirando éste, recién comprendí el mapa con los azules nervios de sus ríos dibujados.

Sobre los cueros llovía lentamente. Aquel asordinado tambor nos iba invadiendo. De tarde mi hermana volvió a la casita. Quería pasar la tarde con las niñas de la chacra jugando a las abuelas.

Quería hacer cuentos de su juventud y me pedía a mí que me portara mal así podía decir a cada rato que los hijos daban mucho trabajo.

Mi hermana –la abuela– tenía doce años.

Aquella tarde fue una de las más felices de mi vida.


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Publicado el 27 de julio de 2025 por Edu Robsy.

La Chacra

Juan José Morosoli


Cuento


La chacra está en el campo abierto.

Entre la estancia y la ciudad.

Ya han segado y trillado el trigo.

Por eso se ven al fondo del rastrojo varias parvas de paja dorada.

En el rastrojo se siembra maíz aprovechando los tallos del trigo cortado, como abono.

Cuando el maíz está maduro las hojas tienen color y sonido de metal.

La cosecha se hace cortando las plantas y emparvándolas para que sazonen bien las mazorcas.

El campo queda entonces pinchado de parvas y parece una toldería de indios.

La arada para el trigo comienza en abril.

Es lindo ver en el alba la marcha lenta del arado. El arador y los bueyes a contraluz parecen esculturas.

Los pájaros, en vuelos cortos, siguen el arado picoteando los terrones.

En la chacra es donde la familia tiene una organización perfecta.

En ella trabajan todos.

Los hombres aran, siembran y cortan el trigo y el maíz.

Las mujeres aporcan el maizal, plantan boniatos a estaca y siembran y carpen la huerta de zapallos y sandías.

Los niños pastorean cerdos y bueyes o recorren los bacales buscando nidales de gallinas y recogiendo huevos.

El chacarero es hábil en muchos oficios.

Hace su vivienda y su pan. Es herrero y carpintero.

Los chacareros suelen trabajar toda su vida en tierras arrendadas.

No siempre comen pan de trigo, sustituyéndolo con boniatos cocidos o galleta dura.

Si trabajaran en sus propias tierras vivirían en habitaciones más saludables y cómodas.

El arrendador alquila sus tierras sin vivienda, debiendo el chacarero construir su rancho.

Como los arrendamientos son por plazos breves, la vivienda tiene algo de improvisada y andariega.

En algunos departamentos del país las chacras son muy escasas.

El día que las estancias de miles de cuadras dejen su lugar a las chacras y granjas, el país será mas próspero.


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Publicado el 27 de julio de 2025 por Edu Robsy.

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