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La Cuña

Juan José Morosoli


Cuento


El abuelo Toledo quedó descontento con la noticia del casamiento de la nieta con Rondán. Muy descontento.

—¿Pero no es bueno Rondán? —pregunta Juan, el hermano de la novia.

—Matar no ha matao a nadie...

Esta no es contestación de dar un viejo a quien se va a consultar por obligación, pues entre los canarios, esto de consultar al más anciano del apellido, en casos como éste es tradicional. Si el consultado da su bendición, la nueva sangre que entra en la familia es sangre que manda Dios. Si desaprueba, la familia queda menos obligada con la pareja. La solidaridad de la sangre se debilita.

Juan, disgustado por la contestación del viejo, responde:

—Mire que Rondán es resuelto y de ojo largo...

—Es. Si hay un ñudo no desata, corta...

Admite Juan que Rondán es medio atropellado. Pero es hombre de tranco largo, sacador de pecho. De cabeza levantada.

—La oveja de cabeza más alta es la más flaca...

No puede Juan explicarle al abuelo que lo que más le gusta de Rondán es que es hombre de boca pronta, avasallador. Justo al revés de ellos, que siempre están mirando la tierra, domados por treinta años de renta juntada a lomo.

Los Toledo son hombres de buey y melga. Del pueblo conocen la casa del propietario de la tierra, la iglesia y el cementerio.

Allí están las chacras como hace treinta años, porque ellos son gente quieta, echadora de raíces. El pago está cundido de ranchos. Cada uno de éstos centra un pedazo de treinta cuadras. Cinco apellidos cruzados componen la población, que es una familia larga al fin. Es toda gente mansa, manejada por la lluvia y la seca. En sus fiestas podrá haber indigestiones, pero peleas no hay...


* * *


Rondán ha sido siempre hombre de caballo, monte y frontera. Cuando se pone a contar sus andanzas, los Toledo mozos se sienten absorbidos por el relato.


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Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 23 visitas.

Publicado el 6 de abril de 2025 por Edu Robsy.

Tierra y Tiempo

Juan José Morosoli


Cuentos, colección


El campo

El negro Sabino se consideró siempre un hombre feliz. Hasta aquel día en que fue con su patrón —Correa— a lo del finado Antúnez. Él era feliz porque allí tenía todo lo que necesitaba para ser feliz, según su propio pensamiento: yerba, carne, tabaco y caña.

La yerba y la carne se la daba el patrón. Y el tabaco no le faltaba nunca, porque en el campo había una picada por la que cruzaban los contrabandistas. Él les acercaba alguna oveja y a veces se encargaba de esconder —en un lugar que sólo él conocía— "descargas" completas de tabaco, cuando, la policía los traía cortos y tenían que alivianar cargueros o deshacerse momentáneamente de ellos.

Él era como la sombra de Correa. Donde iba el patrón iba él. Sabía —¡cómo no!— que al hombre nadie lo quería porque era un avaro miserable que se estaba tragando a todo el mundo y viviendo entre la mugre y la miseria, como si la vida la tuviera comprada y el campo se lo fuera a llevar en el cajón, cuando lo llevaran con los pies para adelante.

Todo el mundo sabía cómo vivía Correa. Plata que cayera en sus manos iba a dar a la escribanía, depositándola para cuando pudiera meter diente a otro pedazo de campo.

Pero para Sabino no era malo:

—Naides es moneda de oro para ser bueno pa todos...

* * *

Aquel día fueron a "las casas" del finado Antúnez. Allí estaban las tres mujeres —la viuda y las hijas— enfundadas en unas túnicas de color apereá.

Eran tres mujeres con el rostro sin sangre, sin vientre y sin senos. Tres tablas con hollejo de merino.

No bien entró Correa las mujeres se pararon detrás de una mesa de pino y se quedaron esperando la palabra del hombre. Parecían esperar la orden de morirse.

—Vengo —dijo Correa— así arreglamos la cuestión del campo... Lo estoy precisando y van a tener que irse.


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Dominio público
106 págs. / 3 horas, 5 minutos / 37 visitas.

Publicado el 10 de junio de 2025 por Edu Robsy.

El Guacho

Juan José Morosoli


Cuento


El cordero guacho había crecido mucho.

Ya le resultaba chico el guarda patio. Con sus carreras y brincos destrozaba las plantas que eran orgullo de mi madre.

Mi hermana optó por ceñirle una cuerda al cuello que ató luego a un hierro de la verja.

Pero pronto hubo que ponerle en libertad nuevamente, pues el animal tiraba de la cuerda con todas sus fuerzas, con peligro de ahorcarse.

Fue entonces que mi madre dijo estas palabras:

–O el guacho o el jardín.

Mi hermana se echó a llorar.

–Lo matarán –decía, –lo matarán...

Cuando llegó mi padre y se enteró, dijo simplemente:

–Mañana resolveremos...

Al otro día nos llamó:

–Ustedes vendrán conmigo. Juan lo llevará. Lo soltaremos con sus hermanos.

Tras una pausa agregó:

–Volveremos dentro de un mes y lo traeremos nuevamente a casa. La penitencia le hará bien. Se corregirá.

Lo dejamos con el rebaño. En la espuma gris de la majada, su lana blanca parecía un copo de nieve.

Volvimos al mes.

–Llámale por su nombre –dijo mi padre. –O búscale por el color.

Mi hermana le llamaba mientras caminaba entre el apretado rebaño. No pudo reconocerle por su color. El copo de espuma había desaparecido en la espuma gris de la majada. Tampoco el guacho respondió a su reclamo donde temblaba el llanto.

Tras una pausa dijo mi padre:

–En el rebaño todos son iguales... son todos grises... y no desean que se les reconozca.

Y regresamos tristemente a casa.


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Dominio público
1 pág. / 1 minuto / 12 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2025 por Edu Robsy.

La Vuelta

Juan José Morosoli


Cuento


El viejo Hernández le llevó el pedido de "la patrona" —su tía— de que volviera. Y él volvía, pues "no tenía nada que agradecerle" a la ciudad.

Al llegar se encontró con el velorio del tío. Llegó pues a acompañarlo por última vez. A su tía —la viuda— no entró a verla.

Cuando se fue tenía diez y seis años. Era menor de edad, pues. Y podían haberlo detenido si él —o ella— lo hubieran ordenado. Porque el tío era el tutor.

Pero no. No pasó nada. Es decir "pasó" que se encontró con veinte pesos en el bolsillo.

—Estuve por darme vuelta —le contaba a Hernández— porque a lo mejor mi tía me los había puesto para hacerme prender por ladrón...

Pero las cosas pasaron de otro modo según Hernández se lo aclaró. Ella misma le había informado de esto, cuando le pidió que lo fuera a buscar.

—Ella vio cuando escondiste la muda de ropa y los botines ... Te puso la plata para que no pasaras hambre.

Era un niño cuando lo llevaron allí. Fue cuando murió su madre. Y fue la primera noche que le oyó decir a la mujer:

—Acostalo en el rancho largo... Aquí puede ver cosas que no le convienen...

Y se quedó solo —solito— en aquel rancho ladero del de la pareja, mitad granero y mitad cocina, llorando hasta que se durmió, acunado por el ruido que hacían los chanchos, rascándose en los palos del chiquero que estaba tras la pared.

Después, mañanas con heladas. Y veranos con los pies ardiendo, entamangado hasta el mediodía, cuidando que los bueyes no se fueran a los sembrados, o días y días de otoño desgranando maíz, marlo con marlo. O cosechando porotos de manteca, caminando sobre las rodillas de no poderse parar luego del trabajo.

El tío, como un buey, obedeciendo. Era hombre porque tenía pantalones y bigotes. Siempre mirando el suelo. Flaco, que parecía estarse secando por dentro.


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3 págs. / 6 minutos / 25 visitas.

Publicado el 2 de marzo de 2025 por Edu Robsy.

Un Huérfano

Juan José Morosoli


Cuento


Aparicio arrojó sobre el cajón un puñado de terrones. Los acompañantes hicieron lo mismo. Después colocó sobre la tierra que cubría la fosa un ramo de cedrón e hinojo. Aquél no era pago de flores. Isidro —el tío— dijo entonces:

—Bueno, sobrino, vamos.

El grupo inició el regreso.

En la portera del camposanto los hombres fueron despidiéndose, montaron y llenaron el valle de galopes.


* * *


Aparicio e Isidro tomaron el callejón.

Iban callados, sin nada que decirse. Habrían andado veinte cuadras cuando habló Isidro:

—Ahora que te faltó ella, vamo a visitarnos seguido...

—Pues...

La finada era una mujer de mal genio, mandona, "capaz de ponerle la pata a un hormiguero". Si la familia de Isidro —que era hermano de ella— estaba distanciada, si no llegaban vecinos a la casa, la culpa era de ella. Siempre fue así. Porque el pobre finado Juan —el marido— "fue un para escuchar nomás".

Enfrentaban la estancia cuando Isidro volvió a hablar:

—¿No querés seguir conmigo?

—No señor, gracias...

—La casa te va a resultar grande... solo y güérfano...

Solo y huérfano. Lo dijo sin pizca de ironía. La verdad era que Aparicio con sus treinta años y sus cien kilos era un huérfano...


* * *


La pieza, con aquella cama enorme, parecía más grande. En el muro frontero medían la soledad tres cuadros pequeños: uno con la marca de la estancia, un Jesucristo de manto celeste con un corazón rasgado como una granada, goteando sangre, y un retrato del finado, cara fina, pera en punta y un quepis militar medio cuadrado.


* * *


Ganas de llorar no tenía Aparicio. Sentía que estaba solo, como desprendido de algo protector. Como cortado de una raíz.

Sin embargo podía hacer cualquier cosa.

El —y nadie más que él— tenía que resolver lo que deseaba hacer.


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Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 22 visitas.

Publicado el 9 de abril de 2025 por Edu Robsy.

El Retobador

Juan José Morosoli


Cuento


Menchaca vivía en un rancho de mojinete sillón con la crimera de paja despareja y erizada. A pocos pasos del rancho crecía un tunal de higos chumbos, al que los muchachos arrojaban desde la calle trozos de lata y vidrio. Con sol fuerte, latas y vidrios hacían cerrar los ojos con su juego de reflejos. El desorden de tunas terminaba en un cerco de cina cina. Cicutas e hinojos crecían entre un osario de cabezas de vaca.

Se le veía dos veces por semana. Era cuando iba al mercado seguido por su perro, un "pelado" lleno de costras, con algunos pelos sobre los ojos pitañosos y en el tronco de la cola. Del mercado volvía con una cabeza de vaca, sin sesos y sin lengua, donde los ojos parecían escapar de la corteza rojiza, y los dientes de la carretilla parecían adelantarse en un avance de voracidad grotesca. La marcha del hombre con su carga, su perro lento y los ojos aquellos de la vaca, que no parecían estar muertos sino muriendo, daban al grupo una espantosa apariencia de vida y muerte, unidas y fraternas.

Después el rancho agresivo y triste, los guardaba como la vaina gusanera guarda al gusano.


* * *


Menchaca no tenía amigos, ni a su rancho llegaban vendedores de cosa alguna. La excepción era Melgarejo que llegaba alguna vez, para salir luego a comprar yerba o galleta. O cuando iba a llevarle perros para sacrificar.

Entonces entraba conduciendo el perro por la parte de atrás del rancho, donde nacía un zanjón que iba a morir en la culata del cementerio, entre las tablas medio podridas de los cajones que dejaban las "reducciones" y el orín de las coronas de lata y alambres.

Tenía Melgarejo una manera especial de amansar perros. Aun aquéllos más acobardados por el hombre, "de ésos que ven venir un cristiano y cambian de rumbo", le seguían luego de dos o tres encuentros, cabrestiando tras un simple piolín de remontar cometas.


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Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 17 visitas.

Publicado el 17 de abril de 2025 por Edu Robsy.

Romance

Juan José Morosoli


Cuento


Velásquez golpeó y se corrió hacia el costado de la puerta, como si temiera ser visto al abrir.

Se asomó apenas una mujer.

—Pase —dijo.

Él se acercó al cuadro de luz, que al abrirse la puerta se había tirado sobre la noche. Fue cuando ella advirtió el traje de soldado.

—¡Ah!… —dijo—. Disculpe… no va poder entrar…

—¿Eh?

—Sí. Soldados y negros… no son órdenes mías…

—Yo creo que mi plata es igual a la de los otros…

—Será, sí…

—Será, no. ¡Es!

La mujer frente a la aparente energía del hombre se ablandó.

—Sí, es… ¡Claro!… Pero yo no puedo…

Como él no decía nada, y para consolarlo un poco, agregó:

—Más abajo hay casas generales… para todos…

El pobre Velásquez, después que alegó aquello de que su plata era igual a la de los otros, se había quedado entristecido y estaba allí, frente a aquella luz tan caliente que venía de adentro de la pieza, llena de olor a mujer y jabones olorosos.

Afilado el rostro medio indio, menudo, abrumado bajo el peso del capote militar que le había puesto una barrera entre la calle y la casa.

La mujer también, tras lo que dijo, se quedó allí, sin resolución.

—Bueno —terminó—, ¿que estamo haciendo?… pa usté

es igual una que otra. ¿Noverdá?

—La vide pasar cuando estaba de guardia… No es igual, no…

Una desolación terrible le venía desde el fondo. Una desolación para ella más linda que las risas que venían de adentro.

—Bueno, adiós…

—¡Adiós!… —Y cerró la puerta. ¡Tras!

Se asomó un poco después, a luz apagada. Él iba entrando despacio en la calle negra, empujado por la luz del farol colgado en la cruz de las calles. Sus zapatos de brega iban goteando pasos en la calzada empedrada primero, y, después, apagados y planos en el secante del polvo.


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5 págs. / 9 minutos / 9 visitas.

Publicado el 26 de julio de 2025 por Edu Robsy.

El Patagón

Juan José Morosoli


Cuento


El viejo Almeida ni mosquió.

Lo único que se le ocurro fué pensar en los medios, en los gastos del viaje.

—¿Vas a dir a caballo o pensás rifar el cuero?

Almelda chico contestó:

—Le viá pedir plata a Padrino.

Nada mas. Al fin los hijos eran como él. Poco querenciosos. Despegados entre si


* * *


Chico fue a lo de Correa, el padrino, un viejo estanciero con cinco mil cuadras, más loco “q'el diablo”. Vivía solo, rodeado de perros y negros. Porque él en la estancia no quería hembras. Ni perras. Si tenia vacas era porque de las vacas salían los toros.

Correa opuso algunas objeciones:

Chico retrucó: él no iba a pasar la vida allí, en las casas. O de peón ganando ocho pesos en las estancias vecinas.

—¿Pa qué querés más?

—Y... pa muchas cosas... La plata es la plata...

Correa pensó y contestó:

—Venite pa'cá...

Esto lo dejó sin palabras al muchacho, pero al fin replicó:

—Usté ve que hay que caminar... Es lindo...

—¿Lindo? Lindo es caminar en campo de uno... viendo anímales q’son de uno... Si se le antoja carniar un animal y tirárselo a los perros, se lo tiras...

Fondeó al muchacho y le vio la resolución firme de irse. No insistió pues. Entró al rancho y volvió con treinta libras. Se las dio y le dijo como despedida:

—De día mirá pa adelante y de noche pa trás...

Cuestión de no olvidar el camino para regresar...


* * *


El deseo de ir a la Patagonia le nació a Chico cuando vino el hermano mayor que estaba allá hacía años.

Juan Almeida llegó lleno de plata. Y de deseos de gastarla. Por unos días hizo arder el rancherío de caña, asados y bailes.

A las hermanas les hizo llamear el pecho con batas de seda colorada que traía de allá.

—Pa sacarse el gusto de ver lo colorau...


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5 págs. / 8 minutos / 11 visitas.

Publicado el 30 de julio de 2025 por Edu Robsy.

Un Soldado

Juan José Morosoli


Cuento


Almeida cerraba definitivamente el boliche. Por eso había invitado a comer a aquellos hombres. Amigos, lo que se llama amigos no tenía. Seguramente por aquello que repetía frecuentemente:

—Mi único amigo es el mostrador porque es el único que me da... El amigo pobre, pide... y el rico no da ni presta.

Ahora estaba gordo y se acordaba de los flacos.

Uno de los invitados era Tertuliano. Tampoco éste tenía amigos. Y no los tenía porque no los necesitaba. Se acompañaba solo, como buen

cantor. Era soldado y cuando estaba "franco" iba a lo de Almeida a tomar tres o cuatro cañas. Algunas veces se quedaba horas allí, ayudándole a sacar grelos a las papas almacenadas, llamadas antes de tiempo por la temperatura tibia y húmeda, o paleaba maíz para que no se calentara en las estibas.

Otro de los invitados era Antonio Fretes, pariente de Almeida, que le visitaba cada cuatro o cinco meses y alojaba allí por días.

Fretes era contrabandista. Se daba buena vida y el mismo Almeida participaba de su generosidad. Fretes no pagaba pensión, pero mandaba echar vino del mejor, hacía abrir latas de sardinas o traía del matadero achuras y "vacaraises" de tres o cuatro lunas, que guisados por él mismo se deshacían en la boca.

El otro invitado, Toledo, era el chacrero que proveía a Almeida de zapallos, boniatos, papas y maíz, pues "los frutos del país y la compra de sueldos eran la especialidad de la casa" de éste.

Toledo se había acercado a la fiesta trayendo un lechón asado que ahora estaba allí, sobre la mesa, tironeando de la nariz a los presentes con su color dorado y el olor de su adobe.


* * *


—Yo —decía Almeida—, estoy contento de mi marcha y de ser como soy... Con este boliche mugriento me he llenado de plata...

Había empezado comprando sueldos de seis pesos a los viejos de la pensión, y "ahora compraba de trescientos a muchos grandes"...


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4 págs. / 7 minutos / 30 visitas.

Publicado el 21 de abril de 2025 por Edu Robsy.

Chacra

Juan José Morosoli


Cuento


Comenzaba a llover despacio. En la paja del techo —quincha de escama prolijita que daba gusto— se dormía la lluvia. Se sentía que llovía pero no había ruido.

El viejo Copla se sentó en la cama. La vieja se despertó.

—¡Comenzó!… ¡La gran flauta, esto no termina más!…

A pesar de la remesón de frío que vino de tardecita, Copla coligió el agua.

Una manta de charque que tenía en oreo, sudaba. Unos hormigueros cavados para destruir, mudaban huevos con apuro. El sol se había entrado en el cielo amarillo que estaba cerquita.

El mes de mayo empezó con aguas sin temporal. Deje y deje llover con truenos largos, desparramados, despaciosos.

Aquella luna de mayo se volcó en el menguante y volcada gastó el mes. La de julio no se había visto. Hubo en el mes un día que se podía carnear. Seco y azul… Los demás fueron una plaga. En el veranillo de San Juan siguió el baile.

Copla tenía tierras preparadas. ¡Pero cómo! Acolchadas de agua, un pedacito de sol rabioso las encascaraba. Sembrar así era como tirar trigo en el camino. Se repasaban y vuelta otra vez. El viejo, que al terminar mayo siempre tenía un cerdo faenado, no había podido comer aún un guiso de esos “que mandan sestiar”.

—Cuando no se sembró en San Juan, el día de la Virgen no hay pan…

La vieja le decía:

—¿Te vas a morir di hambre seguro?… ¡No se siembra trigo, se siembra otra cosa!…

—¡Chacra sin trigo no he visto!… —respondía él.

Para Copla el trigo era “lo total”. Cuando vino el viejo Cóppola —con dos p— de Italia, tiró el primer grano allí, en aquel valle sin árboles. Los tatas de él —Cópola— ya habían perdido una p y habían comido la fortuna de unos orientales, eran gente de carnear cuatro cerdos para agosto —nunca dejaron de sembrar trigo. El trigo es “las manos y los pies” de una chacra. Prende el fuego y pone la trapera al catre.


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4 págs. / 7 minutos / 9 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2025 por Edu Robsy.

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