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Romance

Juan José Morosoli


Cuento


Velásquez golpeó y se corrió hacia el costado de la puerta, como si temiera ser visto al abrir.

Se asomó apenas una mujer.

—Pase —dijo.

Él se acercó al cuadro de luz, que al abrirse la puerta se había tirado sobre la noche. Fue cuando ella advirtió el traje de soldado.

—¡Ah!… —dijo—. Disculpe… no va poder entrar…

—¿Eh?

—Sí. Soldados y negros… no son órdenes mías…

—Yo creo que mi plata es igual a la de los otros…

—Será, sí…

—Será, no. ¡Es!

La mujer frente a la aparente energía del hombre se ablandó.

—Sí, es… ¡Claro!… Pero yo no puedo…

Como él no decía nada, y para consolarlo un poco, agregó:

—Más abajo hay casas generales… para todos…

El pobre Velásquez, después que alegó aquello de que su plata era igual a la de los otros, se había quedado entristecido y estaba allí, frente a aquella luz tan caliente que venía de adentro de la pieza, llena de olor a mujer y jabones olorosos.

Afilado el rostro medio indio, menudo, abrumado bajo el peso del capote militar que le había puesto una barrera entre la calle y la casa.

La mujer también, tras lo que dijo, se quedó allí, sin resolución.

—Bueno —terminó—, ¿que estamo haciendo?… pa usté

es igual una que otra. ¿Noverdá?

—La vide pasar cuando estaba de guardia… No es igual, no…

Una desolación terrible le venía desde el fondo. Una desolación para ella más linda que las risas que venían de adentro.

—Bueno, adiós…

—¡Adiós!… —Y cerró la puerta. ¡Tras!

Se asomó un poco después, a luz apagada. Él iba entrando despacio en la calle negra, empujado por la luz del farol colgado en la cruz de las calles. Sus zapatos de brega iban goteando pasos en la calzada empedrada primero, y, después, apagados y planos en el secante del polvo.


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5 págs. / 9 minutos / 9 visitas.

Publicado el 26 de julio de 2025 por Edu Robsy.

Loreta

Juan José Morosoli


Cuento


¡Pobre Loreta! ¡Qué insignificante era!… ¡Qué infeliz fue y con qué poco hubiera sido dichosa!… Le hubiera bastado con un vestido blanco. De novia… Para ella el vestido hacía la novia… Y nunca pudo haberlo. Fue siempre un poco de pena que despertó risa.

La nariz ganchuda, el pañuelo muy coloreado, anudado en el cuello, las puntas endurecidas de sonarse.

Yo evoco las siestas de mi pueblo. El arroyo. Los cigarros “pectorales” o “Don Pepe”, a medio la cajilla… Y después aquellos bordes del arroyo con violetas sencillas donde sentimos en Loreta el gusto a morirse.

Pienso en las “tendidas” de ropa blanca que mirábamos con curiosidad.

—¿Che, “Lora”, ¿de quién son “aquellos”?…

—¿Verdá que son de…?

Amenazaba al Vasco chico que andaba de amoríos con la posible dueña de la prenda íntima.

—¡Mirá, desgraciado!…


* * *


Voy al colegio con Pedro, con Raúl, con Leocadio. Siesta. Apretadas del sol duermen las casas. Tamborileando en las piedras de la calzada va el aguatero. Las latas que cuelgan a los lados de los “limones” de la rastra cantan y se menean en la luz.

El aguatero va con “la pera” clavada en el pecho, sobre el overillo apunado. Desde el arroyo al café de Irisarri, donde vacía, hay cinco boliches… El copeo y el sol lo tienen “pescando” sobre el “enteco”.

Pedro toma una piedra chatita, que son las chatitas las más certeras y las que mejor cortan el aire, y ¡zas!… Suena la lata. Se recobra el aguatero. Disparamos. Nos siguen los insultos… La boca del hombre es un ají puntiagudo…

Luego el colegio. Un camoatí cuelga de la mocheta. Otra pedrada. Un vidrio cae en pedazos. Los ruidos son como una estrella que se abre en el silencio. Claritos. Y disparamos todos.

Constituíamos la sociedad “Orejas de burro” —según don Abelardo, el maestro irascible del traje verdoso y la familia numerosísima…


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3 págs. / 6 minutos / 12 visitas.

Publicado el 26 de julio de 2025 por Edu Robsy.

Ciriaco

Juan José Morosoli


Cuento


Un día Don Alejandro volvió del acopio con Ciriaco. El padre de este quería que se formara en la “güeya”, al lado del viejo, que era un hombre derecho.

Ciriaco era grandote, reservado, sin vicios, hijo de buena gente.

A poco de llegar el muchacho empezó a sustituir tan bien a Don Alejandro que este le fue dejando el galpón por cuenta de él.

El patrón era un hombre viejo, muy fuerte, sanguíneo, con un desparramo de venillas en las mejillas. Había envejecido en el galpón entre cueros, sudores y tarros de veneno. Hablaba con desprecio de las mujeres, pero siempre andaba procurándolas o haciéndolas buscar con gancheras de profesión.


* * *


Don Alejandro comía, bebía, y salía “por ahí”… Ciriaco “agachaba el lomo”, cumplía meses sin sacar plata, sin andar con mujeres, sin dar quejas al viejo. Vivía días planos.

Ahora está “meta y ponga” en el galpón, curando cueros. Con el calor y la mosca está como loco, genioso. Los cueros se habían amontonado por razón de que él había estado una semana sin trabajar, medio descaderado de acarrear medias reses en el matadero. Fue a causa de una jugada que hicieron los otros para taparle la boca a un tal Espino, muy balaca. Él va al matadero a recibir los cueros de la carneada. El otro siempre está diciendo “que no hay hombre para él, en fuerza”…


* * *


Lo venció pero quedó “resentido”. Según le dijo “un hombre viejo que sabía”, se le habían abierto los músculos de la espalda. Le aconsejó se hiciera una cruz con cinta roja “en la mesma parte lisiada”.

Fue como con la mano.


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4 págs. / 8 minutos / 11 visitas.

Publicado el 26 de julio de 2025 por Edu Robsy.

Andrada

Juan José Morosoli


Cuento


l viejo Andrada el domingo era un cuerpo muerto. Se entiende que para el trabajo.

—El domingo, —decía—, v'iá dir a visitar el monte....

Iba a visitar el monte, como otros iban a visitar un pariente o un amigo.

—Podía, —agregaba—, ir a la feria a rebuscarme. también a misa...

Claro. Así cuando venían las limosnas de ropa, allá por el Día de la Virgen, o les lavaban los pies a los viejitos, el Viernes de la Semana Santa, lo tenían en cuenta.

Pero no, Andrada iba al monte. A visitar el monte. A quedarse vaciado por las horas que hacían dar vuelta la sombra de los troncos, mientras la brisa rozadora de hojas movía las copas unánime y los ojos se le iban poniendo pesados de mirar contra el cielo el vuelo de los bichitos. A volcar su atención en el oído, para sentir entre un tronco el sordo barrenar de un

parásito.

—Pero, ¿en qué te pasás el día, me podés decir?

Se lo pasaba mirando. Oyendo. ¿Haciendo qué? Nada.

—Y.. .echáo abajo los árboles... Mirando p'arriba... Mirando a favor de la tierra, decía él.

Por eso sabía mil cosas. Cómo algunas clases de hongos nacían de noche y morían de día. Cómo estaban algunas matas llenas de telitas...

Unas telitas que sólo cazaban gotas de rocío.

—Ves las telas y no ves la araña... ¡Hay cada cosa!

Cómo el agujerito, sangrante de savia, de un tronco de sauce criollo, sería pronto una esponja de madera con una colonia destructora dentro.

El monte se le entregaba como una mujer.

Parecía esperarlo. Correr toda vida urgente y egoísta de su interior para quedarse escuchando cómo él iba y venía despacio, juntando leña para el fueguito del puchero, planchando a lomo de cuchillo varas de junco para hacer asientos de sillas.

Hasta las vacas que pastoreaban en los peladares se echaban sobre las patas a rumiar, lentas, los ojos perdidos en la distancia.


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3 págs. / 6 minutos / 87 visitas.

Publicado el 14 de junio de 2025 por Edu Robsy.

Los Juguetes

Juan José Morosoli


Cuento


Cuando mi madre estuvo grave, nosotros salimos de nuestro hogar. Mi abuela se llevó a mis hermanos más chicos y yo fui a la casa que era la más lujosa del pueblo. Mi compañero de banca vivía allí.

La casa no me gustó desde que llegué a ella.

La madre de mi compañero era una señora que andaba siempre recomendando silencio. Los criados eran serios y tristes. Hablaban como en secreto y se deslizaban por las piezas enormes como sombras. Las alfombras atenuaban los ruidos y las paredes tenían retratos de hombres graves, de caras apretadas por largas patillas.

Los niños jugaban en la sala de los juguetes sin hacer ruido. Fuera de aquella sala no se podía jugar. Estaba prohibido. Los juguetes estaban alineados cada uno en su lugar, como los frascos en las boticas.

Parecía que con aquellos juguetes no hubiera jugado nadie. Yo hasta entonces había jugado siempre con piedras, con tierra, con perros y con niños. Pero nunca con juguetes como aquellos. Como no podía vivir allí, mi padrino don Bernardo me llevó a su casa.

En lo de mi padrino había vacas, mulas, caballos, gallinas, un horno de cocer pan y un cobertizo para guardar el maíz y alfalfa. La cocina era grande como un barco. En el centro tenía un picadero de leña enterrado en el suelo. Cerca de la chimenea una llanta de carreta reunía pavas, parrillas y hombres. Pájaros y gallinas entraban y salían.

Mi padrino se levantaba a las cinco de la mañana, y comenzaba a partir la leña. Los golpes que daba con el hacha resonaban por toda la casa. Una vaca mimosa venía hasta la puerta y mugía apenas lo veía. Luego un concierto de golpes, balidos, gritos, cacarear y batir de las alas, conmovían la casa. A veces al entrar en las piezas, el vuelo asustado de un pájaro que se sorprendía nos paraba indecisos. Era una casa viva y trepidante.

La leche espumosa y el pan casero, suave y dorado, nos acercaba a todos a la mesa como a un altar.


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1 pág. / 2 minutos / 63 visitas.

Publicado el 14 de junio de 2025 por Edu Robsy.

El Disfraz

Juan José Morosoli


Cuento


El flaco Matías se paró frente a la vidriera. Allí estaba la careta de calavera. Era cierto. Medina le había dicho que él mismo la había visto y que era el primer asombrado.

—Mirá, yo sé que caretas hay de todas clases. No hay cara que no tenga su careta. ¡Con decirte que he visto la careta de Siete y Tres Diez!

El flaco estuvo con ganas de no creer. Siete y Tres Diez era un rengo feísimo y de mal genio. No encontraba pareja para el truco porque al pasar la seña hacía reír al compañero y de yapa se enojaba.

—Pero de muerto, eso sí que no había visto… ¡Ni había pensado ver siquiera!


* * *


El Flaco no había querido disfrazarse nunca. Le parecía una estupidez. Él no estaba de acuerdo en hacer reír a los demás. Pero allí, frente a aquella careta, sintió el deseo de disfrazarse. Le había gustado quién sabe por qué. Entró y la compró. El comerciante se la vendió muy barata, eso sí, le fue franco. Le dijo que no la había tirado a la basura porque el deber de él, como comerciante, era venderla y no tirarla.

—Lo que uno compra es porque vale y el deber es hacerlo valer más.

Él lo entendía así, al menos. Sin embargo, se la dio por poco más de nada.

—Bueno –dijo el Flaco— ¿y esto qué traje lleva?

—¿Cómo qué traje?

—¡Pues! ¿O es que la muerte no tiene cuerpo?...

El asunto comenzó a conversarse.

—Mire, si quiere se pone un camisón blanco que vaya hasta el suelo. O uno negro.

Y agregó:

—Tiene que llevar guadaña, también…

Si quería, podía llevar bajo el camisón un tarro con gusanos. Él había visto, siendo niño, en España, de donde era, un hombre disfrazado de Muerte, que hacía esto.


* * *


En la comisaría, cuando fue a pedir el permiso, le previnieron:

—Mire que no se puede disfrazar de general, ni de cura… ¿Oyó?


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3 págs. / 5 minutos / 20 visitas.

Publicado el 14 de junio de 2025 por Edu Robsy.

Flora

Juan José Morosoli


Cuento


Cuando la familia se fue a la capital dejó la casa puesta. Las señoritas —sesentonas, solteronas, amigas de bordados, iglesias y cementerios— no se resignaban a dejar solos los viejos salones. Sin sus cuadros, su confidente rodeado de un coro de butacas enfundadas y sus viejas cómodas, llenas de ricos vestidos que un día vistieron los abuelos y los padres. Tampoco querían que transformaran el viejo patio colonial, siempre perfumado del olor consolador del cedrón y la menta.

Fue cuando le encargaron a Flora, una "muchacha" de treinta años, criada por la familia, que no quiso seguirlas, el cuidado de la casa y el panteón.

—Reparas la casa, cuidas las flores, limpias el panteón.

Y eso es lo que hace Flora.


* * *


Desde la ciudad llegaban noticias de las mujeres. Cada vez más lejanas. Primero escribían las señoritas, preguntando cosas del pueblo, nombrando vecinos... Después las cartas fueron breves, con órdenes a cumplir.

Luego dejaron de escribir. Lo hacían por ellas las sobrinas. Cada vez con menos órdenes.

Un día vinieron a sepultar a Ángela, la mayor de las señoritas.

Flora lo supo cuando ya el cuerpo estaba al borde del panteón. Artemia, la hermana sobreviviente, no vino.

—La pobre ya no está para viajes ni entierros... Del sillón a la cama... Le queda poca vida...

Le dijeron eso a Flora y partieron.


* * *


En el invierno espaciaba las visitas al cementerio. No había flores y no quería ir con las manos vacías. Alguna vez llevaba sendos ramos de cedrón.

Le parecía el de esta planta, un perfume de enfermedad pues le había entrado al espíritu siendo niña, cuando la finada Manuela se estaba alejando de la vida y llenaba la pieza con ramos de la planta.

—Es un olor consolador que me entra al corazón —decía.


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3 págs. / 5 minutos / 16 visitas.

Publicado el 10 de junio de 2025 por Edu Robsy.

Acuña

Juan José Morosoli


Cuento


Sería la hora en que la encontraron muerta cuando él llegó al café. Y fue allí que le dieron la noticia.

Después oyó la historia de la carta que la suicida había dejado dirigida al juez. Y al fin la noticia de que el padre de la muerta, quería saber lo que decía la carta. Y el juez se negó a entregársela.

Entonces aquellos comentarios que oyó después y que le acarrearon el desprecio del pueblo, no habían salido de la boca del juez.


* * *


Al velorio no fue. Y al café dejó de ir por ocho o diez días.

Hasta que una noche —no habían llegado los diarios que leía uno a uno para matar las horas— volvió a ir.

Don Anselmo, con quien hacía mesas de carambolas, se le acercó.

—Le acompaño el sentimiento, Acuña...

—Gracias —dijo él, y bajó los ojos hasta las manos que andaban a la altura de la cadena del reloj, armando y desarmando un cigarro.

Don Anselmo esperó alguna otra palabra y tras un silencio agregó:

—Fíjese... Ahora que tenía una novia linda y con plata...

Acuña buscó la contestación. No la encontró y contestó aquello que no alcanzó para detener al otro.

—Eso no me importaba a mí.

—Es que es una familia que tiene a menos a todo el mundo...

Acuña no pudo más. Se irguió y contestó ofendido:

—Creo que usted también me tiene a menos.

Y se fue.


* * *


Cenaba y se_sentaba bajo el parral del patio, o iba hasta la caballeriza a entretenerse mirando moverse en la sombra los caballos de los paisanos, que extrañaban el encierro. El fondo sombreado de paraísos, hervía de luciérnagas y el hinojal de los fondos vecinos, de grillos. A veces un saltamontes introducía su estridencia en el sonido unánime.

Sentía acercarse luego, dando tumbos en el pedregal del camino, la pipa de Soria que venía a llevarse las sobras y restos de comida del hotel.


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3 págs. / 5 minutos / 13 visitas.

Publicado el 10 de junio de 2025 por Edu Robsy.

Dos Viejos

Juan José Morosoli


Cuento


Fue una amistad que se inició en la ventanilla de una oficina de pagos para jubilados.

Don Llanes tenía que escribir algunos datos personales.

—¿Y usted no me la puede escribir? —preguntó al empleado.

—No. Pero aquel hombre tal vez le ayude.

Señaló a un hombre que estaba esperando. Este se paró y se acercó a la ventanilla, cobró y luego fue a hacerle el trabajo a Llanes.

A fin éste presentó el papel, recibió el dinero y salió con el otro de la oficina.


* * *


Ya en la calle Llanes invitó:

—¿Vamos a tomar una copa?

—Le agradezco, pero no bebo.

—Entonces acépteme unos bizcochos.

—Mire, le digo la verdad, pero a esta hora no apetezco.

Don Llanes lo miró de frente. Advirtió que era un "viejo poquito". Suave. Delgado. Atildado. Tenía buena corbata. Buenos botines lustrados. Y unas manos finas y blancas. Parecían de mujer.

—Ta bien —dijo—. Yo cuando cobro, como alguna golosina y me paso alguna caña para adentro...


* * *


La mañana estaba linda. Bien soleada la plaza. Bajo las acacias de sombra redonda, medallones de sol se hamacaban suavemente. Había un silencio agujereado por los píos de los gorriones. Don Llanes miró hacia los árboles. Sacó lo tabaquera y se la tendió al otro.

—Haga uno. Es de contrabando.

—Gracias, no fumo.

Entonces Llanes preguntó:

—¿Es enfermo usted?

—No señor, pero me cuido.

Se hizo una pausa.

En el centro de la plaza, bajo una acacia dorada, el banco donde siempre se sentaba a comer bizcochos, parecía esperarlos.

—¿Qué le parece si nos sentamos a prosear?

—Sí. Eso sí.


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6 págs. / 11 minutos / 22 visitas.

Publicado el 10 de junio de 2025 por Edu Robsy.

El Casero

Juan José Morosoli


Cuento


—La visita que le hicieron sus inquilinos a Don Elías, el comprador de chatarra, huesos y trapos viejos, fue como la que le hicieron los animales al gato montés cuando se descaderó...

—¿Y cómo fue?

—Cuando estuvieron seguros que el gato no podía moverse fueron a visitarlo... ¡Hasta la paloma que nunca pudo ver volar un hijo por culpa de él!...

Álvarez, —el propio narrador, que le debía al enfermo nada menos que tres meses de alquiler, encabezó el grupo.

—Venimos a ofrecernos... Estamos a la orden...

—Don Elías estaba en la cama —puro armazón y poca ropa— con la boca torcida y medio cuerpo inmóvil. Lo tendió "un bruto ataque".

—Lo agarró almorzando, porque el hombre era tacaño que daba asco pero comía que daba miedo.

El pobre tras el ofrecimiento de Álvarez hace un esfuerzo para mover la boca. Quiere contestar. Pero no puede.

—Uno se va a quedar con usted —dice Álvarez. Y luego, a gritos como si el enfermo estuviera a tres cuadras:

—¡Ya fueron a buscar el doctor!

Y dirigiéndose a los otros:

—Vamos a retirarnos si no capaz que cree que se va a morir...

Doña Rosaura le hace una seña poniéndose el índice en los labios.

Y Álvarez tranquilo responde:

—¿Usted cree que oye?... ¡Va a ver que el doctor dice que no oye!...


* * *


Don Elías es propietario de diez casillas de tablas de cajón y chapas viejas negras de orín. Cobra por estos refugios unos alquileres brutales. Además se pasa el mes murmurando:

—El mes termina el último día... El primero es otro mes...

Y el primero anda ya con los recibos reclamando su pago.

—Antes que el sol, entra el viejo con el recibo, dicen los inquilinos.

—Un desgraciado que vive peor que nosotros, dice Álvarez.

—Eso es. Tiene rentas... ¿pero le sirven para algo?

—Para hacerse odiar...


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2 págs. / 5 minutos / 17 visitas.

Publicado el 10 de junio de 2025 por Edu Robsy.

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