Textos más vistos de Juan José Morosoli publicados por Edu Robsy disponibles que contienen 'u' | pág. 6

Mostrando 51 a 60 de 70 textos encontrados.


Buscador de títulos

autor: Juan José Morosoli editor: Edu Robsy textos disponibles contiene: 'u'


34567

Olmedo

Juan José Morosoli


Cuento


Amores, lo que se dice amores, nunca llevó Olmedo. Ni cultivó amistades, ni gastó tardes en trucos o carreras. Fue siempre un hombre sin domingos.

Pero por aquellos días Juana —la ahijada del patrón— le empezó a llenar el ojo. Hasta que ella se dio cuenta. No le disgustó el interés del hombre.

Entonces Olmedo empezó a juntar plata. Poca, eso sí. Diez pesos por mes. Calculaba que con doscientos pesos podía parar un rancho y casarse. No le dijo nada a ella, porque no le gustaba andar haciendo perder el tiempo a nadie. Y sin rancho, no se puede pensar en gozar mujer.

Ya estaba cerca de aquella cantidad, cuando una tarde fue al rancho paterno.

Fue cuando su hermana le salió con aquello, de que "andaba con ganas de quitarse la vida por lo que había hecho".

Conversó con el novio de ella, "que había hecho el barro de abombao nomás", le dio el dinero para que se casara y abandonó la estancia.

De Juana ni se despidió.


* * *


Fue a dar a los montes de Soria. Ya desmoralizado, porque es más difícil juntar resolución para hacer una cosa grande, que juntar plata. Allí hizo una iguala con dos negros para hacer carbón. Al poco tiempo se dio cuenta que lo único que podía juntar allí era vejez, porque los negros eran más picaros que Pedro Malasartes. Ventajeros en el trabajo y en el reparto del dinero que resultaba de la venta, pues vendían el carbón y compraban las provisiones en el boliche.

Salió del monte con unos pocos pesos, el caballo que llevaba cuando entró, y una perra que un día se le allegó al fogón y no se fue más.


* * *


Fue a dar a un boliche que estaba como a tres leguas del monte y preguntó si no sabían "de algún trabajo para un hombre general". Le indicaron lo de Sosa, donde el hombre podía necesitarlo porque estaba enfermo.


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 13 visitas.

Publicado el 10 de junio de 2025 por Edu Robsy.

Regreso

Juan José Morosoli


Cuento


Estaba fumando, sentado frente a la puerta, mirando hacia el mar donde moría la calle entre latas viejas y montones de basura. Como siempre. Cuando los tres compañeros están en la pieza él sale a la puerta a mirar el lugar donde muere la calle. Esto porque es poca prosa y porque lo único que tiene de común con los otros de la pieza, que alquilan juntos "porque una pieza para él sólo es mucho lujo". Los otros siempre juntos, conversando. Son conversaciones enredadas como de mujeres. Después está el Frigorífico lleno de hombres. El tranvía lleno de hombres. La casa donde come llena de hombres conversando. Y después la radio.


* * *


Una mañana se encontró con Alvariza. Este es un viejo amigo de su pago, allá por Carapé, donde hay talas, piedras y cañadas. Es un hombre conversador, un "desasosegado" que ha trabajado en mil cosas diferentes, que ha vivido en mil pagos. Bien en todos. Un "sin pago" según Almada. una vez se lo dijo y Alvariza contestó:

—No hermano... De todos los pagos.


* * *


—Viene siendo lo mismo —le respondió el. Ahí anda la conversación. Que "allá esto y aquello", dice Alvariza. Que "aquí esto y lo otro", responde Almada.

—¿Vivís solo?

Contesta que sí, pero se corrige en seguida:

—Semos cuatro en la pieza... Aquí te come el alquiler...

—Entonces estarás bien... ¡cuatro!

—No, eso no. ¿Va una a hablar con tres, de todo? Además, ¿va un hombre a aguantar lo que conversan tres? ¿Y bobadas?...

Alvariza ría y responde:

—Bueno, ¡pa hacerte hablar a vos!...

Se callan. Alvariza contenido por la respuesta seca de Almada y éste porque no tiene nada que decir.

Alvariza comprende que el amigo está desconforme con la vida. Algo hay en su actitud que se lo dice. Y como es hombre de "pienso y digo", le sale con esto:

—Pero entonces, ¿por qué te viniste?


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 21 visitas.

Publicado el 24 de febrero de 2025 por Edu Robsy.

Romance

Juan José Morosoli


Cuento


Velásquez golpeó y se corrió hacia el costado de la puerta, como si temiera ser visto al abrir.

Se asomó apenas una mujer.

—Pase —dijo.

Él se acercó al cuadro de luz, que al abrirse la puerta se había tirado sobre la noche. Fue cuando ella advirtió el traje de soldado.

—¡Ah!… —dijo—. Disculpe… no va poder entrar…

—¿Eh?

—Sí. Soldados y negros… no son órdenes mías…

—Yo creo que mi plata es igual a la de los otros…

—Será, sí…

—Será, no. ¡Es!

La mujer frente a la aparente energía del hombre se ablandó.

—Sí, es… ¡Claro!… Pero yo no puedo…

Como él no decía nada, y para consolarlo un poco, agregó:

—Más abajo hay casas generales… para todos…

El pobre Velásquez, después que alegó aquello de que su plata era igual a la de los otros, se había quedado entristecido y estaba allí, frente a aquella luz tan caliente que venía de adentro de la pieza, llena de olor a mujer y jabones olorosos.

Afilado el rostro medio indio, menudo, abrumado bajo el peso del capote militar que le había puesto una barrera entre la calle y la casa.

La mujer también, tras lo que dijo, se quedó allí, sin resolución.

—Bueno —terminó—, ¿que estamo haciendo?… pa usté

es igual una que otra. ¿Noverdá?

—La vide pasar cuando estaba de guardia… No es igual, no…

Una desolación terrible le venía desde el fondo. Una desolación para ella más linda que las risas que venían de adentro.

—Bueno, adiós…

—¡Adiós!… —Y cerró la puerta. ¡Tras!

Se asomó un poco después, a luz apagada. Él iba entrando despacio en la calle negra, empujado por la luz del farol colgado en la cruz de las calles. Sus zapatos de brega iban goteando pasos en la calzada empedrada primero, y, después, apagados y planos en el secante del polvo.


Leer / Descargar texto

Dominio público
5 págs. / 9 minutos / 9 visitas.

Publicado el 26 de julio de 2025 por Edu Robsy.

Tierra y Tiempo

Juan José Morosoli


Cuentos, colección


El campo

El negro Sabino se consideró siempre un hombre feliz. Hasta aquel día en que fue con su patrón —Correa— a lo del finado Antúnez. Él era feliz porque allí tenía todo lo que necesitaba para ser feliz, según su propio pensamiento: yerba, carne, tabaco y caña.

La yerba y la carne se la daba el patrón. Y el tabaco no le faltaba nunca, porque en el campo había una picada por la que cruzaban los contrabandistas. Él les acercaba alguna oveja y a veces se encargaba de esconder —en un lugar que sólo él conocía— "descargas" completas de tabaco, cuando, la policía los traía cortos y tenían que alivianar cargueros o deshacerse momentáneamente de ellos.

Él era como la sombra de Correa. Donde iba el patrón iba él. Sabía —¡cómo no!— que al hombre nadie lo quería porque era un avaro miserable que se estaba tragando a todo el mundo y viviendo entre la mugre y la miseria, como si la vida la tuviera comprada y el campo se lo fuera a llevar en el cajón, cuando lo llevaran con los pies para adelante.

Todo el mundo sabía cómo vivía Correa. Plata que cayera en sus manos iba a dar a la escribanía, depositándola para cuando pudiera meter diente a otro pedazo de campo.

Pero para Sabino no era malo:

—Naides es moneda de oro para ser bueno pa todos...

* * *

Aquel día fueron a "las casas" del finado Antúnez. Allí estaban las tres mujeres —la viuda y las hijas— enfundadas en unas túnicas de color apereá.

Eran tres mujeres con el rostro sin sangre, sin vientre y sin senos. Tres tablas con hollejo de merino.

No bien entró Correa las mujeres se pararon detrás de una mesa de pino y se quedaron esperando la palabra del hombre. Parecían esperar la orden de morirse.

—Vengo —dijo Correa— así arreglamos la cuestión del campo... Lo estoy precisando y van a tener que irse.


Leer / Descargar texto

Dominio público
106 págs. / 3 horas, 5 minutos / 37 visitas.

Publicado el 10 de junio de 2025 por Edu Robsy.

Un Soldado

Juan José Morosoli


Cuento


Almeida cerraba definitivamente el boliche. Por eso había invitado a comer a aquellos hombres. Amigos, lo que se llama amigos no tenía. Seguramente por aquello que repetía frecuentemente:

—Mi único amigo es el mostrador porque es el único que me da... El amigo pobre, pide... y el rico no da ni presta.

Ahora estaba gordo y se acordaba de los flacos.

Uno de los invitados era Tertuliano. Tampoco éste tenía amigos. Y no los tenía porque no los necesitaba. Se acompañaba solo, como buen

cantor. Era soldado y cuando estaba "franco" iba a lo de Almeida a tomar tres o cuatro cañas. Algunas veces se quedaba horas allí, ayudándole a sacar grelos a las papas almacenadas, llamadas antes de tiempo por la temperatura tibia y húmeda, o paleaba maíz para que no se calentara en las estibas.

Otro de los invitados era Antonio Fretes, pariente de Almeida, que le visitaba cada cuatro o cinco meses y alojaba allí por días.

Fretes era contrabandista. Se daba buena vida y el mismo Almeida participaba de su generosidad. Fretes no pagaba pensión, pero mandaba echar vino del mejor, hacía abrir latas de sardinas o traía del matadero achuras y "vacaraises" de tres o cuatro lunas, que guisados por él mismo se deshacían en la boca.

El otro invitado, Toledo, era el chacrero que proveía a Almeida de zapallos, boniatos, papas y maíz, pues "los frutos del país y la compra de sueldos eran la especialidad de la casa" de éste.

Toledo se había acercado a la fiesta trayendo un lechón asado que ahora estaba allí, sobre la mesa, tironeando de la nariz a los presentes con su color dorado y el olor de su adobe.


* * *


—Yo —decía Almeida—, estoy contento de mi marcha y de ser como soy... Con este boliche mugriento me he llenado de plata...

Había empezado comprando sueldos de seis pesos a los viejos de la pensión, y "ahora compraba de trescientos a muchos grandes"...


Leer / Descargar texto

Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 30 visitas.

Publicado el 21 de abril de 2025 por Edu Robsy.

Acuña

Juan José Morosoli


Cuento


Sería la hora en que la encontraron muerta cuando él llegó al café. Y fue allí que le dieron la noticia.

Después oyó la historia de la carta que la suicida había dejado dirigida al juez. Y al fin la noticia de que el padre de la muerta, quería saber lo que decía la carta. Y el juez se negó a entregársela.

Entonces aquellos comentarios que oyó después y que le acarrearon el desprecio del pueblo, no habían salido de la boca del juez.


* * *


Al velorio no fue. Y al café dejó de ir por ocho o diez días.

Hasta que una noche —no habían llegado los diarios que leía uno a uno para matar las horas— volvió a ir.

Don Anselmo, con quien hacía mesas de carambolas, se le acercó.

—Le acompaño el sentimiento, Acuña...

—Gracias —dijo él, y bajó los ojos hasta las manos que andaban a la altura de la cadena del reloj, armando y desarmando un cigarro.

Don Anselmo esperó alguna otra palabra y tras un silencio agregó:

—Fíjese... Ahora que tenía una novia linda y con plata...

Acuña buscó la contestación. No la encontró y contestó aquello que no alcanzó para detener al otro.

—Eso no me importaba a mí.

—Es que es una familia que tiene a menos a todo el mundo...

Acuña no pudo más. Se irguió y contestó ofendido:

—Creo que usted también me tiene a menos.

Y se fue.


* * *


Cenaba y se_sentaba bajo el parral del patio, o iba hasta la caballeriza a entretenerse mirando moverse en la sombra los caballos de los paisanos, que extrañaban el encierro. El fondo sombreado de paraísos, hervía de luciérnagas y el hinojal de los fondos vecinos, de grillos. A veces un saltamontes introducía su estridencia en el sonido unánime.

Sentía acercarse luego, dando tumbos en el pedregal del camino, la pipa de Soria que venía a llevarse las sobras y restos de comida del hotel.


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 13 visitas.

Publicado el 10 de junio de 2025 por Edu Robsy.

Arboleya

Juan José Morosoli


Cuento


Cuando viene el carro de Arboleya hay que ponerse contra el viento...

—Mismo. Sentís el olor antes de verlo...

Era así. Cierto que él no era "muy cuidadoso de su persona", pero hay que comprender que ni él, ni el carro, podrían oler bien. "Le pertenecía" al oficio oler mal. El carro estaba toldado con bolsones de lana viejos, medio quemados de remedios de curar ovejas. La grasa lo había como encerado. Y en él ponía todo lo que compraba, que eran los desechos de las estancias. Cueros de epidemia, tajeados o mal curados, garras, descascarreo. Sobrantes de grasa que las peonas iban echando, colada a colada, en latas pringosas, derrites que ranciaban. Huesos. Bolsitas de yel para los curanderos...

El vestía unas bombachas sujetadas con un cinto, ancho de un geme, que bajaba desde los riñones al nacimiento del vientre, con lamparones de grasa y manchas de toda laya. Calzaba alpargatas tajeadas en el empeine, redondo como una galleta.

Algún curioso observando la carga, preguntaba a veces:

—¿Pero dónde colocás eso, Arboleya?

Y él respondía:

—En el pueblo... El pueblo es como el chancho; aprovecha todo...

—¿Pero en que?

—Si te digo que los güesos van a parar al azúcar y de las garras hacen "vernís", te reirás...

Entraban a conversar y entonces el curioso aceptaba que el negocio de Arboleya sería sucio, pero era bueno.

* * *

En un cajoncito ponía lo de vender o cambiar. Prefería el trueque a la compra-venta. Las cosas de vender se las proporcionaba el Turco Navidad. Eran cosas para mujeres casi todas. Prendedores, guardapelos. Polvos y cremas para la cara. Santitos.

En la orilla del pueblo tenía el rancho y un galpón de latas abiertas para guardar el carro.

En el campo, en verano, acampaba en cualquier lado. En invierno, en los galpones de las estancias o en el depósito del almacén de Alves, término de su viaje.


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 33 visitas.

Publicado el 26 de febrero de 2025 por Edu Robsy.

Canteros

Juan José Morosoli


Cuento


Aún no había aclarado cuando se sintió una explosión. Algunos obreros de la cantera grande, de ésos que duermen una hora menos con tal de tomar mate tranquilos, comentaban:

—¡Ya están los locos meta y ponga! Hoy le ganaron al sol...

"Los locos" eran tres. Rosi, Arboleya y Fagina.

El dueño de la cantera era Rosi, pero se podía decir que era de los tres. La caliza que sacaban de allí la vendían a la "Sociedad Anónima", y el dinero que recibían lo gastaban los tres. Allí no había ni mío ni tuyo.

Ellos perforaban el banco, cargaban los barrenos, los hacían explotar, picaban y repicaban la piedra. Después se la entregaban a "la Anónima", cobraban y asunto terminado.

Eran tres hombres que valían por diez.

Eso sí, cuando les daba por no trabajar lo mismo estaban cinco que diez días, dándose buena vida, hasta que se gastaban la plata.


* * *


Arboleya era un maestro en el arte de abrir una cantera y llevarla a corte parejo como si fuera un queso, con el piso "sin tumultos", que parecía de un salón de baile. Llevar una cantera sin que se aterre, interpretando los nudos —¡la piedra es como la madera, amigo!— no contrariándola, buscándole las vetas que corren, evitando las bochas duras, como si fuera un río cuerpeando islas, no es para cualquiera.

Claro que la cantera de ellos era sin fin. De una caliza noble, ni muy blanda ni muy seca. Fácil de cocer. Tan fácil que anunciaba el punto de cochura pues se empezaba a poner color leche cuando estaba a punto.

Cuando "la Anónima" compró todos los yacimientos de la zona, Rosi se negó a vender su pedazo. Le ofrecieron "un carro de oro" pero no quiso desprenderse de su cerrito.

—Me hago de plata pero quedo bajo patrón... Más, un patrón al que usted no le ve la cara... Las anónimas, mire, tienen eso: usted los sufre pero no los ve... Son como las enfermedades...


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 23 visitas.

Publicado el 20 de abril de 2025 por Edu Robsy.

Destino

Juan José Morosoli


Cuento


Cuando vio el monte que marginaba el arroyo, pasaba frente al boliche. En la enramada había ya tres o cuatro hombres observando los toros. Eran cinco rústicos cuadrados de gordos.

—Seguí vos hasta el pastoreo... Yo no demoro —le dijo al negro que lo acompañaba.

Era un hombre joven, de perfil recio, bien vestido y bien montado.

Se acercó al mostrador, pidió una caña, convidó a unos de esos "aposentados" de boliche —que de haragán ni se había movido a mirar los toros— y preguntó:

—¿Qué distancia habrá hasta la estancia de "El Francés"?

—A lo de don el Francés habrá cuatro leguas cortas o tres largas...

Siguieron algunas preguntas más con sus respuestas, cuando Olmedo dejó caer ésta:

—¿No hay unos Almadas por aquí?

—Hubieron pero se fueron yendo...

—¿Todos?

—Yo conocí dos: don Pedro y María... Ya ni los huesos les quedarán... Se ahorcaron los dos: padre e hijo.

—¿Buenos vecinos?

—Buenos. Malos para ellos... Mucha pulpería.. Mucho juego... Gente que no veía venir las tormentas...

—Destinos.

—Pues...

Alzó galletas y dulce de membrillo. Pagó y partió rumbo al pastoreo. Ya de cabeza caída porque María era su padre.

* * *

Cuando llegó al pastoreo ya había recorrido toda su vida. Recordaba que había visto algo raro en la casa aquel día que lo llevaron para lo de un vecino. Cuando salió vio ocho o diez hombres... Después —dos o tres días habían pasado— vino la madre y se lo llevó lejos. Lejísimo. Estaban en un rancherío con un hermano de ella. Después fue de peoncito a una estancia. Después nada. La madre se fue con el hermano...

—Me he hecho hombre sin saber cómo... ¡Fíjese cómo es la cosa!...

Desensillaba. El negro ya había acercado la carne al fogón y le alcanzó un mate.

—¿Taba bien?

—Sí. Tres o cuatro leguas...


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 26 visitas.

Publicado el 1 de marzo de 2025 por Edu Robsy.

El Aguatero

Juan José Morosoli


Cuento


Don Felipe debió hacerse aguatero por el amor que le tenía al arroyo y al agua. Hablaba de cauces, árboles, camalotes y lamas, haciendo gustar la sensación de frescura de lo que evocaba. Las palabras entraban por la boca. Además era un poeta.

–Esta agua la espero donde se peinan las rubias...

La recogía al término de un cauce encerrado entre sauces cuyas cabelleras, de raíces rosadas y rubias, peinaban las aguas clarísimas.

–Este barril se lo pedí de favor al berral y la menta mota, porque la cañada se ha dejado de saltos, y sólo se pasa durmiendo entre las plantas...

–Está fresquita, y se la saca despacio todavía va a encontrar la sombra de los camalotes.

Cuando el verano comenzaba a sorber los arroyos cercanos, el se iba a buscar las vertientes saltarinas de los cerros.

Decía que ser aguatero no consistía en traer agua en un barril, sino en “levantar” el agua del arroyo y traerla hasta la copa, sin que ella se diera cuenta, descansada y fresca.

Desviaba cauces, llevando la corriente hasta las tazas de piedra rosada donde el sol inventaba arañas de oro.

Llevaba tras de sí las cañadas, como si llevara a un animal amigo.

Se indignaba cuando alguien arrojaba un terrón en la corriente limpia.

De los aguateros que conocí, ninguno amaba el agua y el arroyo como él.

La forma en que vería el agua en las tinajas, era una bella fiesta, que no olvidaré nunca.


Leer / Descargar texto

Dominio público
1 pág. / 1 minuto / 12 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2025 por Edu Robsy.

34567