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Canteros

Juan José Morosoli


Cuento


Aún no había aclarado cuando se sintió una explosión. Algunos obreros de la cantera grande, de ésos que duermen una hora menos con tal de tomar mate tranquilos, comentaban:

—¡Ya están los locos meta y ponga! Hoy le ganaron al sol...

"Los locos" eran tres. Rosi, Arboleya y Fagina.

El dueño de la cantera era Rosi, pero se podía decir que era de los tres. La caliza que sacaban de allí la vendían a la "Sociedad Anónima", y el dinero que recibían lo gastaban los tres. Allí no había ni mío ni tuyo.

Ellos perforaban el banco, cargaban los barrenos, los hacían explotar, picaban y repicaban la piedra. Después se la entregaban a "la Anónima", cobraban y asunto terminado.

Eran tres hombres que valían por diez.

Eso sí, cuando les daba por no trabajar lo mismo estaban cinco que diez días, dándose buena vida, hasta que se gastaban la plata.


* * *


Arboleya era un maestro en el arte de abrir una cantera y llevarla a corte parejo como si fuera un queso, con el piso "sin tumultos", que parecía de un salón de baile. Llevar una cantera sin que se aterre, interpretando los nudos —¡la piedra es como la madera, amigo!— no contrariándola, buscándole las vetas que corren, evitando las bochas duras, como si fuera un río cuerpeando islas, no es para cualquiera.

Claro que la cantera de ellos era sin fin. De una caliza noble, ni muy blanda ni muy seca. Fácil de cocer. Tan fácil que anunciaba el punto de cochura pues se empezaba a poner color leche cuando estaba a punto.

Cuando "la Anónima" compró todos los yacimientos de la zona, Rosi se negó a vender su pedazo. Le ofrecieron "un carro de oro" pero no quiso desprenderse de su cerrito.

—Me hago de plata pero quedo bajo patrón... Más, un patrón al que usted no le ve la cara... Las anónimas, mire, tienen eso: usted los sufre pero no los ve... Son como las enfermedades...


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 15 visitas.

Publicado el 20 de abril de 2025 por Edu Robsy.

La Vuelta

Juan José Morosoli


Cuento


El viejo Hernández le llevó el pedido de "la patrona" —su tía— de que volviera. Y él volvía, pues "no tenía nada que agradecerle" a la ciudad.

Al llegar se encontró con el velorio del tío. Llegó pues a acompañarlo por última vez. A su tía —la viuda— no entró a verla.

Cuando se fue tenía diez y seis años. Era menor de edad, pues. Y podían haberlo detenido si él —o ella— lo hubieran ordenado. Porque el tío era el tutor.

Pero no. No pasó nada. Es decir "pasó" que se encontró con veinte pesos en el bolsillo.

—Estuve por darme vuelta —le contaba a Hernández— porque a lo mejor mi tía me los había puesto para hacerme prender por ladrón...

Pero las cosas pasaron de otro modo según Hernández se lo aclaró. Ella misma le había informado de esto, cuando le pidió que lo fuera a buscar.

—Ella vio cuando escondiste la muda de ropa y los botines ... Te puso la plata para que no pasaras hambre.

Era un niño cuando lo llevaron allí. Fue cuando murió su madre. Y fue la primera noche que le oyó decir a la mujer:

—Acostalo en el rancho largo... Aquí puede ver cosas que no le convienen...

Y se quedó solo —solito— en aquel rancho ladero del de la pareja, mitad granero y mitad cocina, llorando hasta que se durmió, acunado por el ruido que hacían los chanchos, rascándose en los palos del chiquero que estaba tras la pared.

Después, mañanas con heladas. Y veranos con los pies ardiendo, entamangado hasta el mediodía, cuidando que los bueyes no se fueran a los sembrados, o días y días de otoño desgranando maíz, marlo con marlo. O cosechando porotos de manteca, caminando sobre las rodillas de no poderse parar luego del trabajo.

El tío, como un buey, obedeciendo. Era hombre porque tenía pantalones y bigotes. Siempre mirando el suelo. Flaco, que parecía estarse secando por dentro.


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3 págs. / 6 minutos / 16 visitas.

Publicado el 2 de marzo de 2025 por Edu Robsy.

El Perro

Juan José Morosoli


Cuento


Martiniano rara vez se acercaba al fogón de la estancia como lo hacían frecuentemente los otros puesteros. Y cuando lo hacía era para sentarse y quedarse callado, fumando, la cabeza medio levantada como haciendo un esfuerzo para acordarse de algo. No parecía oír ni ver. Recibía el mate, lo devolvía, lo volvía a recibir, y de repente, como si alguien lo llamara, salía al campo, montaba y partía.

Le acompañaba siempre el perro.

Con decir "el perro" ya se sabía que era el de Martiniano, pues los otros perros tenían nombre, o se distinguían por "el perro de tal o cual". El perro se parecía a Martiniano en muchas cosas. Ni al llegar ni al partir se acercaba a los otros perros. Ni los otros a él. Alguna cosa rara había en aquel perro que le alejaba de los demás.

Los dos —hombre y perro— parecían siempre encerrados dentro de ellos mismos. Una soledad que les salía de adentro los alejaba de hombres y cosas.

El único que solía conversar con Martiniano —lo necesario entre peón y patrón— era don Ramón, el dueño de la estancia.

Y para eso don Ramón iba al puesto, pues Martiniano no consideraba una obligación suya ir a dar cuenta de cómo iban las cosas en el campo a su cargo.

* * *

Al fondo del puesto estaba el pastoreo oficial a cuyo frente cruzaba el camino real. Algún carrero conocido que largaba allí la boyada, conversaba con él. Es decir, tomaba mate y hacía preguntas a Martiniano.

Fue en uno de esos encuentros que un carrero mirando el perro dijo esto:

—¡Mire que el perro es animal de buen aprender!... ¡Este parece hecho pa usté...!

Martiniano calló un segundo y respondió:

—¡Psss!... El perro es sin fin...

Hizo otra pausa y agregó:

—Al cristiano lo entiende aunque no hable...

El otro preguntó:

—¿Será verdad que es al único animal que no lo come ningún bicho?


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 21 visitas.

Publicado el 25 de febrero de 2025 por Edu Robsy.

El Coquimbo

Juan José Morosoli


Cuento


Un hombre que llega a un lugar como aquél a entenderse con quince montaraces, tiene que andar con mucho tino. Más si el hombre es como Ibarra, medio universitario y acostumbrado a la vida muelle. ¿Por qué fue allí? Eso lo sabrá él. La cuestión es que el hombre al poco tiempo estaba allí como nacido.

* * *

Cuando llegó al monte, —medio día de enero— la gente sesteaba bajo los árboles cerca de las playas de los quemaderos de carbón. Un negro y un perro lo recibieron. Un perro tan indiferente como el negro. Ambos lo vieron acercarse y llegar, sin moverse de donde estaban. Ibarra le tendió la mano al negro y aludió al perro bromeando:

—¿Y éste?... ¿No ladra?

—De día no... De noche es otra cosa.

Ibarra le informó que era el nuevo administrador. Después pidió agua para lavarse y dijo:

—¿No se anima a ayudarme a hacer un asado?

—¿Ahora? Mientras terminamos son las dos...

El había almorzado ya. Allí estaba la olla, mediada de guiso de fideos, porotos y boniatos. Por decir algo —¡qué iba a comer aquel guiso el hombre!— la señaló y preguntó:

—¿No se le anima?

Ibarra contestó:

—¡Comonó! Tengo un estómago de fierro y un hambre bárbara...

—Menos mal. El sueño y el estómago es lo principal...

—Eso es.

— Como yo. Lo mismo duermo en una otomana que en un cardal...

Lavó un plato de lata y sirvió el guiso.

—¿Pan? —preguntó Ibarra.

—Aquí no. Galleta.

Ibarra intentó "abrir" la galleta introduciendo el cuchillo entre las lajas.

—No, no, así —dijo el negro, y la golpeó fuerte contra la punta de la parrilla.

Ibarra probó el guiso.

—Lindo —dijo.

El negro vio con alegría cómo Ibarra comía con gusto. Se quedó un rato callado con un asombro feliz al ver al hombre comer con fruición el guiso grueso. Luego se levantó lentamente.


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Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 15 visitas.

Publicado el 1 de marzo de 2025 por Edu Robsy.

El Asistente

Juan José Morosoli


Cuento


Cuando su mujer murió, el pago se quedó sin partera. En el mismo momento de morir ella, él heredó la profesión.

Alguien se horrorizaba:

—Mire usted que un hombre en eso...

—Pero si es como una mujer el pobre. ¿Usted ha estado en su casa?

Y contaba que Almada se remendaba y lavaba la ropa, cocinaba y zurcía sus trapitos. Que andaba siempre limpio y bien afeitado.

Era verdad. Usaba unos pantalones negros, estrechos y lustrosos y un saco blanco. De pecho angosto y pie chiquito, como de mujer, calzado siempre en zapatillas de cuero puntiagudas y lustradas. Caminando livianito como un peluquero.


* * *


A él dándole golosinas ya lo tenían contento. Lo que menos apreciaba era la plata. Si acaso algún regalo para la casa: floreros, estatuas de santos.

—Por eso Rodríguez se había hecho nombrar con un regalo de estos.

—¿Algún juego de vidrio?

—No. Un busto.

—¿Santo o general tal vez...?

—No. Un busto de los Treinta y Tres Orientales. Parados. Completo. Ni uno más ni uno menos. Y un monte atrás.

Cuando llegaba a las casas, lo recibían con un surtido de especialidades de boliche: anís, pasas de higo, cocoa, café... Era hombre de buena prosa y de buena atención para la prosa de los demás.


* * *


Su mujer era muy gruesa y se cansaba de todo menos de comer y tomar mate dulce. Almada hacía la tarea de la casa.

—A tu patrona la has puesto de patrón...

—¿Y qué querés? ¿Que yo parteree y ella cocine?


* * *


Así hasta aquel día que ella se quedó muerta tomando mate.

Estaba al lado de la cama donde una infeliz se retorcía de dolor en trance de alumbrar.

Cuando Almada entró a buscar el mate, la encontró en el suelo. La pobre se había "quedado" sin moverse del asiento.


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Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 24 visitas.

Publicado el 15 de marzo de 2025 por Edu Robsy.

La Señora

Juan José Morosoli


Cuento


Llegaron, colocaron la corona de flores artificiales, prendieron algunas velas y empezaron a rezar.

Una vez al año hacían esta visita. Así, rezando, parándose, hincándose, estaban allí hasta que las velas se consumían.

Cedrés iba hasta el portón de entrada, fumaba, volvía.

No podía comprender cómo aguantaban tanto tiempo en aquella situación.

—Porque —pensaba— ¡mire que una vela cuando uno está esperando que se apague dura tiempo prendida!...

Esta vez se puso a hablar con el camposantero. Miraban los dos a aquellas cuatro figuras negras, de cabeza caída sobre el pecho, con una rigidez de madera.

—Mire que ha sido gente fiel con el finado...

—¡Déjeme! —respondió Cedrés—. Gente de ésa ya no queda. ¿Usté sabe lo que son seis años de luto cerrado?

—¡Seis años!

—¡Seis! Pero éste es el último... Ella dice que ya cumplió con él... Les va a repartir el campo.

Y siguió contándole:

—"La Señora" quiere que ellos se arreglen por su cuenta...

—¡Y está bien nomás!

—Dice que no van a ser güérfanos toda la vida ... Y que ella ya fue doliente seis años...

—¡Ha cumplido hasta demás!...


* * *


Siempre fue ella la que llevó la dirección de la familia y de los negocios. El finado fue un hombre muy blando.

—¿Ve el más grande de ellos? Así era el padre... Pero capaz que lo envolvía un chiquilín... Todo marchó bien porque ella era un general para disponer.

Él andaba siempre como sorbido por ella, que es una mujer alta, medio gruesa, amiga de apretarse la ropa lisa sobre el cuerpo, con una cara donde la piel parece querer reventar por no poder contener la sangre, con un bozo azul sobre el labio grueso.

De tarde, cuando él llegaba del campo, andaba tras ella como arrastrado por aquellas formas, que la ropa lisa torturaba, y aquella voz medio borrada que parecía una voz con fiebre.


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Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 18 visitas.

Publicado el 28 de marzo de 2025 por Edu Robsy.

El Viudo

Juan José Morosoli


Cuento


Al terminar un surco e iniciar otro, enfrentando al naciente, Arbelo miraba con insistencia hacia el rancho. Primero veía un borrón empujado por la luz lechosa del amanecer. Después el chiquero de los cerdos y los árboles que parecían sin tronco. Hasta que al fin veía venir los hijos, tomados de la mano. El menor, Laurencito, balanceándose entre los terrones para no caer. Eran varones pero vestían polleras, como si fueran niñas. Entonces Arbelo clavaba la reja en la tierra, y les salía al encuentro.


* * *


Se levantaba a las cuatro. Ordeñaba las vacas, uñía los bueyes y partía. Los niños se levantaban al amanecer. El mayor, de siete años, vestía al hermano que apenas contaba tres, y salían al encuentro del padre.

Ya en el rancho los tres, Arbelo encendía el fogón, hervía la leche y desayunaban. Luego partían hacia el campo.


* * *


De regreso al campo otra vez, los niños quedaban bajo un árbol, callados, mirando el ir y venir de los bueyes. A veces se entretenían buscando alguna piedra, o ensartaban "trompitos" de eucaliptus en un alambre. Arbelo sentía al verlos una tristeza profunda. Siempre estaba triste Arbelo, porque los niños estaban callados, el rancho estaba sin humo y en el jardincillo se iban muriendo las plantas. Las manchas rojas de los malvones que al amanecer venían corriendo sobre la tierra negra mientras él araba, ya no se veían más.

El campo hacía tiempo que era muy distinto.


* * *


Después que desuñía los bueyes tenía que cocinar y fregar. Y luego lavar su propia ropa y la de los hijos. Cuando terminaba la tarea se acostaba un rato. Y vuelta a enyugar y después desuñir y hacer la cena y fregar y acostar a los niños.

Y ellos callados, mirándole, siguiendo con los ojos sus pasos por el rancho.


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Dominio público
2 págs. / 5 minutos / 9 visitas.

Publicado el 17 de abril de 2025 por Edu Robsy.

Un Gaucho

Juan José Morosoli


Cuento


Montes llegó a la pulpería de Anchorena en su propia carreta. Tendría poco más de veinte años. Era fuerte, buen mozo, callado y guapo.

Se acercó a la reja y le dijo al pulpero:

—Sé que murió su carrero viejo y vengo por si me precisa.

Anchorena, con su gran franqueza de vasco, le preguntó:

—¿De dónde sos?

—De Puntas de Pan de Azúcar.

—¿Y en tu pago no tenían trabajo?

—Mi pago es donde yo ando —le contestó Montes.

El vasco le dio trabajo pero se quedó pensando: "¿Por qué un viaje tan largo, de vacío, para solicitar trabajo? Cambiaban de pago los contrabandistas. Los domadores. ¡Pero los carreros...!"

Al fin dejó que el tiempo le contestara las preguntas.

Después se convenció que Montes había cambiado de pago porque sí. Y que cualquier día levantaba el poncho otra vez. Era un buen carrero, pero no tenía alma de carrero.

Estuvo allí poco más de un año. Hasta el día en que Martina dio a luz una niña. Martina era la peona de la casa. Cocinaba, lavaba y ordenaba la pieza del dueño, que era cincuentón y soltero. Atendía, además, la mesa del almacén cuando llegaba algún viajero. Allí solían parar "corredores" de comercio o "cuarteadores" de contrabandistas, que venían a vender parte de la carga de sus compañeros.

Una mujer así puede tener un hijo y el hijo ser de ella nada más.

Al irse, Montes, le dio paternidad a la hija de Martina.

* * *

Mucho tiempo después se supo que estaba en el Chuy, allí cerca del almacén del turco Gómez. Morales encontró la carreta. Llegó al negocio y preguntó por Montes.

—Trabajaba aquí —contestó el turco— . Un día dejó la carreta, cruzó la frontera y no vino más.

—¿No será muerto? —interrogó Morales.

—Tal vez esté de contrabandista... Pero no aquí... Mucho más arriba...


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 20 visitas.

Publicado el 2 de marzo de 2025 por Edu Robsy.

Arboleya

Juan José Morosoli


Cuento


Cuando viene el carro de Arboleya hay que ponerse contra el viento...

—Mismo. Sentís el olor antes de verlo...

Era así. Cierto que él no era "muy cuidadoso de su persona", pero hay que comprender que ni él, ni el carro, podrían oler bien. "Le pertenecía" al oficio oler mal. El carro estaba toldado con bolsones de lana viejos, medio quemados de remedios de curar ovejas. La grasa lo había como encerado. Y en él ponía todo lo que compraba, que eran los desechos de las estancias. Cueros de epidemia, tajeados o mal curados, garras, descascarreo. Sobrantes de grasa que las peonas iban echando, colada a colada, en latas pringosas, derrites que ranciaban. Huesos. Bolsitas de yel para los curanderos...

El vestía unas bombachas sujetadas con un cinto, ancho de un geme, que bajaba desde los riñones al nacimiento del vientre, con lamparones de grasa y manchas de toda laya. Calzaba alpargatas tajeadas en el empeine, redondo como una galleta.

Algún curioso observando la carga, preguntaba a veces:

—¿Pero dónde colocás eso, Arboleya?

Y él respondía:

—En el pueblo... El pueblo es como el chancho; aprovecha todo...

—¿Pero en que?

—Si te digo que los güesos van a parar al azúcar y de las garras hacen "vernís", te reirás...

Entraban a conversar y entonces el curioso aceptaba que el negocio de Arboleya sería sucio, pero era bueno.

* * *

En un cajoncito ponía lo de vender o cambiar. Prefería el trueque a la compra-venta. Las cosas de vender se las proporcionaba el Turco Navidad. Eran cosas para mujeres casi todas. Prendedores, guardapelos. Polvos y cremas para la cara. Santitos.

En la orilla del pueblo tenía el rancho y un galpón de latas abiertas para guardar el carro.

En el campo, en verano, acampaba en cualquier lado. En invierno, en los galpones de las estancias o en el depósito del almacén de Alves, término de su viaje.


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3 págs. / 5 minutos / 18 visitas.

Publicado el 26 de febrero de 2025 por Edu Robsy.

Fronteriza

Juan José Morosoli


Cuento


El sueldo era bueno. Pero él —Cedrés— no tenía interés en el empleo.

—Soy enemigo de responsabilidades —dijo— . Y poco amigo de recibir órdenes de mujeres... Soy de la idea de que las mujeres son buenas para prosear, tomar mate dulce y echar hijos al mundo...

Sabía bastante de la vida de "Chiquiña", pero estaba buscándole la boca al almacenero que le había ofrecido el puesto.

—¿Prosear y tomar mate? —contestó el otro—. Puede estar seguro que Chiquiña es capaz de estar un día entero haciendo las dos cosas... ¿Echar hijos al mundo? Eso es lo que menos le gusta ... Al menos la historia que anda por el pago dice algo de eso...

—¿Entonces? —se afirmó Cedrés—, ¿tiene algún hecho feo?

Sí. Chiquiña había pasado de la cocina a la sala... De fregaollas a señora ... y parece que era verdad que entre ella y el Comandante "afrentaban" a la patrona.

También se supo que Chiquiña estuvo por ser madre y que de la noche a la mañana, quedó señorita otra vez... La pobre mujer del comandante murió más de disgustos, que de enfermedad... El comandante se casó con Chiquiña, cuando las coronas de la sepultura de la finada estaban aún sin deshacer...

Cedrés iba dejando caer "fijesés y mireusted" con aire inocente y distraído o colocaba preguntas que parecían no tener importancia.

—¿Medio derrepente murió el comandante?

—El pobre murió sin caracú en los huesos... Para algunos, la juventud ajena es una enfermedad... Enfermedad que no pueden curar los doctores...

—¿Por?

—No ve que ella no quiso abandonar la pieza... Calculo que Chiquiña con mirarlo nada más, lo debilitaba...

Así fue como un día la mujer se encontró con una estancia y un camposanto adentro.

Cedrés pensó un poco y dijo estas palabras:

—No está lejos que me dé una vuelta por allí... Total, a mí no me va a comer el caracú...


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Dominio público
5 págs. / 8 minutos / 16 visitas.

Publicado el 1 de marzo de 2025 por Edu Robsy.

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