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La Señora

Juan José Morosoli


Cuento


Llegaron, colocaron la corona de flores artificiales, prendieron algunas velas y empezaron a rezar.

Una vez al año hacían esta visita. Así, rezando, parándose, hincándose, estaban allí hasta que las velas se consumían.

Cedrés iba hasta el portón de entrada, fumaba, volvía.

No podía comprender cómo aguantaban tanto tiempo en aquella situación.

—Porque —pensaba— ¡mire que una vela cuando uno está esperando que se apague dura tiempo prendida!...

Esta vez se puso a hablar con el camposantero. Miraban los dos a aquellas cuatro figuras negras, de cabeza caída sobre el pecho, con una rigidez de madera.

—Mire que ha sido gente fiel con el finado...

—¡Déjeme! —respondió Cedrés—. Gente de ésa ya no queda. ¿Usté sabe lo que son seis años de luto cerrado?

—¡Seis años!

—¡Seis! Pero éste es el último... Ella dice que ya cumplió con él... Les va a repartir el campo.

Y siguió contándole:

—"La Señora" quiere que ellos se arreglen por su cuenta...

—¡Y está bien nomás!

—Dice que no van a ser güérfanos toda la vida ... Y que ella ya fue doliente seis años...

—¡Ha cumplido hasta demás!...


* * *


Siempre fue ella la que llevó la dirección de la familia y de los negocios. El finado fue un hombre muy blando.

—¿Ve el más grande de ellos? Así era el padre... Pero capaz que lo envolvía un chiquilín... Todo marchó bien porque ella era un general para disponer.

Él andaba siempre como sorbido por ella, que es una mujer alta, medio gruesa, amiga de apretarse la ropa lisa sobre el cuerpo, con una cara donde la piel parece querer reventar por no poder contener la sangre, con un bozo azul sobre el labio grueso.

De tarde, cuando él llegaba del campo, andaba tras ella como arrastrado por aquellas formas, que la ropa lisa torturaba, y aquella voz medio borrada que parecía una voz con fiebre.


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Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 18 visitas.

Publicado el 28 de marzo de 2025 por Edu Robsy.

Un Bicho

Juan José Morosoli


Cuento


Funes, que recién había desmontado, le estaba diciendo que venía de parte de don Mario Gómez a buscarlo.

—¿Sos de la policía ahora? —bromeó Martín.

—No. Lo que pasa es que tu tío te quiere hacer hombre porque vivís como un bicho.

Martín replicó:

—Seré bicho porque vivo en el monte...

—A los bichos con un solo cuero les alcanza.

Cierto es que Martín tiene poca ropa y que la vida de él es comer, trabajar y dormir. Pero es cierto también que tiene un revólver, un cuchillo de plata y oro y un caballo "gordo y manso que es un perro".

—Sí —dice Funes— , pero con eso no vas a ir a ningún lao...

Martín ríe. ¿Con un caballo, un revólver y un cuchillo no va a ir a ningún lado?

Conversaron un rato y Martín resolvió irse.

Cuestión de probar, había dicho Funes.

—Pues... total nunca he probao cambios...

* * *

La vida de Martín fue siempre la misma. Era hijo del monte. Vivió siempre con el padre que era monteador y carbonero. De la madre nunca supo nada. El rancho donde vivían era andariego. Iba cambiando de lugar, según el padre iba rozando monte.

Cuando entre la vivienda y el carbonal quedaba mucho espacio sin árboles, el padre arrancaba los horcones y los acercaba a los árboles vivos.

Tendría diez años cuando el padre se enfermó. Lo llevaron al pueblo. El quedó con Arbelo —otro montaraz— de poca prosa, compañero de trabajo.

Un día llegó un guardia civil a avisar "que el pobre Menchaca hacía días que era muerto".

Arbelo despidió al chasque, ensilló, llamó a Martincito y lo llevó al boliche del Turco José. Habló algunas palabras con éste y se sentó en un rincón. Apuró tres o cuatro cañas metido en un silencio que hacía callar al Turco.


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 15 visitas.

Publicado el 27 de febrero de 2025 por Edu Robsy.

Regreso

Juan José Morosoli


Cuento


Estaba fumando, sentado frente a la puerta, mirando hacia el mar donde moría la calle entre latas viejas y montones de basura. Como siempre. Cuando los tres compañeros están en la pieza él sale a la puerta a mirar el lugar donde muere la calle. Esto porque es poca prosa y porque lo único que tiene de común con los otros de la pieza, que alquilan juntos "porque una pieza para él sólo es mucho lujo". Los otros siempre juntos, conversando. Son conversaciones enredadas como de mujeres. Después está el Frigorífico lleno de hombres. El tranvía lleno de hombres. La casa donde come llena de hombres conversando. Y después la radio.


* * *


Una mañana se encontró con Alvariza. Este es un viejo amigo de su pago, allá por Carapé, donde hay talas, piedras y cañadas. Es un hombre conversador, un "desasosegado" que ha trabajado en mil cosas diferentes, que ha vivido en mil pagos. Bien en todos. Un "sin pago" según Almada. una vez se lo dijo y Alvariza contestó:

—No hermano... De todos los pagos.


* * *


—Viene siendo lo mismo —le respondió el. Ahí anda la conversación. Que "allá esto y aquello", dice Alvariza. Que "aquí esto y lo otro", responde Almada.

—¿Vivís solo?

Contesta que sí, pero se corrige en seguida:

—Semos cuatro en la pieza... Aquí te come el alquiler...

—Entonces estarás bien... ¡cuatro!

—No, eso no. ¿Va una a hablar con tres, de todo? Además, ¿va un hombre a aguantar lo que conversan tres? ¿Y bobadas?...

Alvariza ría y responde:

—Bueno, ¡pa hacerte hablar a vos!...

Se callan. Alvariza contenido por la respuesta seca de Almada y éste porque no tiene nada que decir.

Alvariza comprende que el amigo está desconforme con la vida. Algo hay en su actitud que se lo dice. Y como es hombre de "pienso y digo", le sale con esto:

—Pero entonces, ¿por qué te viniste?


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Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 12 visitas.

Publicado el 24 de febrero de 2025 por Edu Robsy.

Fronteriza

Juan José Morosoli


Cuento


El sueldo era bueno. Pero él —Cedrés— no tenía interés en el empleo.

—Soy enemigo de responsabilidades —dijo— . Y poco amigo de recibir órdenes de mujeres... Soy de la idea de que las mujeres son buenas para prosear, tomar mate dulce y echar hijos al mundo...

Sabía bastante de la vida de "Chiquiña", pero estaba buscándole la boca al almacenero que le había ofrecido el puesto.

—¿Prosear y tomar mate? —contestó el otro—. Puede estar seguro que Chiquiña es capaz de estar un día entero haciendo las dos cosas... ¿Echar hijos al mundo? Eso es lo que menos le gusta ... Al menos la historia que anda por el pago dice algo de eso...

—¿Entonces? —se afirmó Cedrés—, ¿tiene algún hecho feo?

Sí. Chiquiña había pasado de la cocina a la sala... De fregaollas a señora ... y parece que era verdad que entre ella y el Comandante "afrentaban" a la patrona.

También se supo que Chiquiña estuvo por ser madre y que de la noche a la mañana, quedó señorita otra vez... La pobre mujer del comandante murió más de disgustos, que de enfermedad... El comandante se casó con Chiquiña, cuando las coronas de la sepultura de la finada estaban aún sin deshacer...

Cedrés iba dejando caer "fijesés y mireusted" con aire inocente y distraído o colocaba preguntas que parecían no tener importancia.

—¿Medio derrepente murió el comandante?

—El pobre murió sin caracú en los huesos... Para algunos, la juventud ajena es una enfermedad... Enfermedad que no pueden curar los doctores...

—¿Por?

—No ve que ella no quiso abandonar la pieza... Calculo que Chiquiña con mirarlo nada más, lo debilitaba...

Así fue como un día la mujer se encontró con una estancia y un camposanto adentro.

Cedrés pensó un poco y dijo estas palabras:

—No está lejos que me dé una vuelta por allí... Total, a mí no me va a comer el caracú...


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Dominio público
5 págs. / 8 minutos / 16 visitas.

Publicado el 1 de marzo de 2025 por Edu Robsy.

Hermanos

Juan José Morosoli


Cuento


Montes llegaba a la casa de Justina una vez por mes. Siempre a boca de noche. La casa daba frente a la calle real a la que le hacían costado una veintena más, entre ranchos y viviendas de ladrillo.

Se apeaba en los fondos que daban a un sendero que moría en el callejón. No quería que la gente lo viera llegar allí.

Justina colmaba todas sus necesidades de hombre, de ser social y hasta de ternura.

Los "m’hijo" con que la mujer salpicaba la conversación, le producían un placer extraño. Le ablandaban por dentro.

Ella lo decía naturalmente. La expresión le había nacido frente a aquel hombre, sin que ella misma lo hubiera advertido.

Era raro que las cosas pasaran así, porque él era un solitario sin parientes —"que si tenía los había perdido y que no precisaba tampoco"— y ella era una mujer de poca prosa y poco amiga de trasmitir emociones.

Con excepción de Montes, los que llegaban allí lo hacían por las otras mujeres. Venían a beber cerveza y a bailar con la música del viejo gramófono. Cuando llovía, jugaban a la escoba y comían tortas fritas.

Justina pasaba a una pieza lindera, dejando la puerta entornada para hacer presencia y no fastidiar con su frialdad a los demás. No se le conocían amistades ni relaciones. Ni con vecinos ni con parientes. A los hombres, en general, parecía despreciarlos. Esta falta de amistades masculinas le daba a los ojos de las otras, una autoridad que ninguna quebrantaba, convencidas como estaban que los hombres eran buenos sólo si se les trataba así, como lo hacía Justina.

Estos encuentros de Montes —poco más que un adolescente— con aquella mujer que se acercaba a los cuarenta años, les llenaban de asombro.


* * *


Hacía ya como dos años que Montes hacía estas visitas, en las que apenas hablaban a pesar de compartir cena y lecho.

Llegaba al anochecer y partía al despertar la mañana.


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Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 14 visitas.

Publicado el 6 de abril de 2025 por Edu Robsy.

Destino

Juan José Morosoli


Cuento


Cuando vio el monte que marginaba el arroyo, pasaba frente al boliche. En la enramada había ya tres o cuatro hombres observando los toros. Eran cinco rústicos cuadrados de gordos.

—Seguí vos hasta el pastoreo... Yo no demoro —le dijo al negro que lo acompañaba.

Era un hombre joven, de perfil recio, bien vestido y bien montado.

Se acercó al mostrador, pidió una caña, convidó a unos de esos "aposentados" de boliche —que de haragán ni se había movido a mirar los toros— y preguntó:

—¿Qué distancia habrá hasta la estancia de "El Francés"?

—A lo de don el Francés habrá cuatro leguas cortas o tres largas...

Siguieron algunas preguntas más con sus respuestas, cuando Olmedo dejó caer ésta:

—¿No hay unos Almadas por aquí?

—Hubieron pero se fueron yendo...

—¿Todos?

—Yo conocí dos: don Pedro y María... Ya ni los huesos les quedarán... Se ahorcaron los dos: padre e hijo.

—¿Buenos vecinos?

—Buenos. Malos para ellos... Mucha pulpería.. Mucho juego... Gente que no veía venir las tormentas...

—Destinos.

—Pues...

Alzó galletas y dulce de membrillo. Pagó y partió rumbo al pastoreo. Ya de cabeza caída porque María era su padre.

* * *

Cuando llegó al pastoreo ya había recorrido toda su vida. Recordaba que había visto algo raro en la casa aquel día que lo llevaron para lo de un vecino. Cuando salió vio ocho o diez hombres... Después —dos o tres días habían pasado— vino la madre y se lo llevó lejos. Lejísimo. Estaban en un rancherío con un hermano de ella. Después fue de peoncito a una estancia. Después nada. La madre se fue con el hermano...

—Me he hecho hombre sin saber cómo... ¡Fíjese cómo es la cosa!...

Desensillaba. El negro ya había acercado la carne al fogón y le alcanzó un mate.

—¿Taba bien?

—Sí. Tres o cuatro leguas...


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Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 19 visitas.

Publicado el 1 de marzo de 2025 por Edu Robsy.

El Retobador

Juan José Morosoli


Cuento


Menchaca vivía en un rancho de mojinete sillón con la crimera de paja despareja y erizada. A pocos pasos del rancho crecía un tunal de higos chumbos, al que los muchachos arrojaban desde la calle trozos de lata y vidrio. Con sol fuerte, latas y vidrios hacían cerrar los ojos con su juego de reflejos. El desorden de tunas terminaba en un cerco de cina cina. Cicutas e hinojos crecían entre un osario de cabezas de vaca.

Se le veía dos veces por semana. Era cuando iba al mercado seguido por su perro, un "pelado" lleno de costras, con algunos pelos sobre los ojos pitañosos y en el tronco de la cola. Del mercado volvía con una cabeza de vaca, sin sesos y sin lengua, donde los ojos parecían escapar de la corteza rojiza, y los dientes de la carretilla parecían adelantarse en un avance de voracidad grotesca. La marcha del hombre con su carga, su perro lento y los ojos aquellos de la vaca, que no parecían estar muertos sino muriendo, daban al grupo una espantosa apariencia de vida y muerte, unidas y fraternas.

Después el rancho agresivo y triste, los guardaba como la vaina gusanera guarda al gusano.


* * *


Menchaca no tenía amigos, ni a su rancho llegaban vendedores de cosa alguna. La excepción era Melgarejo que llegaba alguna vez, para salir luego a comprar yerba o galleta. O cuando iba a llevarle perros para sacrificar.

Entonces entraba conduciendo el perro por la parte de atrás del rancho, donde nacía un zanjón que iba a morir en la culata del cementerio, entre las tablas medio podridas de los cajones que dejaban las "reducciones" y el orín de las coronas de lata y alambres.

Tenía Melgarejo una manera especial de amansar perros. Aun aquéllos más acobardados por el hombre, "de ésos que ven venir un cristiano y cambian de rumbo", le seguían luego de dos o tres encuentros, cabrestiando tras un simple piolín de remontar cometas.


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Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 9 visitas.

Publicado el 17 de abril de 2025 por Edu Robsy.

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