Textos más largos de Juan José Morosoli publicados por Edu Robsy disponibles | pág. 3

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autor: Juan José Morosoli editor: Edu Robsy textos disponibles


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Cipriano

Juan José Morosoli


Cuento


Según algunos, Cipriano era "lo más parecido a un chancho". Según otros, era "un chancho parao de manos". Lo que se puede decir, es que si Cipriano caminara en cuatro patas arrastraría la barriga.

Él ha tenido siempre dos preocupaciones: la comida y los cerdos.

Come hasta quedar dormido, la cabeza apoyada sobre los brazos en equis, en la misma mesa donde comió. Cuando se recobra, es para empezar a racionar los cerdos o andar vigilando las cerdas, ojeando las pariciones, para separar la lechonada de las madres, pues ya sabe que las cerdas —tengan o no tengan hambre— se comen los hijos.

Si usted lo quiere ver feliz, háblele de cerdos o de lechones.

—¡Salga paya —dice — un lechoncito mamón asao...

Una voluptuosidad repugnante le recorre el cuerpo.

Y continúa:

—La mitad del animalito se va en grasa... ¡Lo que queda, usted se lo come y todo el cuerpo le da las gracias!...

Siempre le gustó criar cerdos. Cuando tenía la chacra solía tener cinco o seis en engorde. Además una cerda en cría. Decía que "cuando se inventó la chacra se inventó el chancho. Siempre hay alimento para los chanchos en una chacra. Boniatos, zapallos pasmados, sandías que se pasan o no maduran. Y hasta gallinas que se mueren.

Un día abandonó la chacra. Era trabajo rudo y se ganaba poco. Fue entonces que se dedicó a criar y a comprar cerdos. Se hizo acopiador, según decía. Acopiador de cerdos y de desperdicios. Levantaba en las chacras los frutos perdidos. Hasta que se le ocurrió mandar al pueblo cercano sus dos grandes pipas, a levantar "las sobras" en los hoteles y las casas ricas.

Esto lo consideró siempre una idea genial. No se acordaba cómo se le había ocurrido, pero debió ser en un momento de ésos, en que uno no parece uno.

—¡Qué alimento bárbaro!... ¿Cómo no vas a engordar fácil? ¡Con eso, capaz que engordás un palo...!

Cipriano sonreía vanidoso:


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3 págs. / 6 minutos / 17 visitas.

Publicado el 10 de junio de 2025 por Edu Robsy.

Funes

Juan José Morosoli


Cuento


El automóvil paró allí, frente a la plaza, cargado de valijas y banderines rojos. El hombre que lo manejaba bajó de el. Funes que estaba como siempre allí mismo, se le acercó.

Como era hábil para abrir prosa, en seguida supo lo que tenía que saber.

El hombre dio que era ingeniero, que iba a la estancia de Fulano de Tal...

—Muerto, interrumpió Funes

Si. Muerto. Ahora iban a abrir la sucesión. El iba a mensurar los campos. Precisaba un hombre que le acompañara. Que conociera el camino que supiera cocinar, que...

Otra vez habló Funes.

—No siga. Tá hablando con él...

Así se arregló todo y los dos fueron al campo a mensurarlo.


* * *


Funes siempre está ahí en la plaza que es adonde vienen a parar todos los coquimbos con plata. Gente que viaja. Gente que necesita saber esto, lo otro y lo demás. Que lo preguntan todo como sonseando, sacando de mentira a verdad informes de toda clase. Funes intuye la razón de las preguntas y sabe dar respuestas vacías por las que el otro va perdiéndose. Sabe además vida y milagros de todo el mundo. Donde puede estar fulano a tal hora, qué capital tiene mengano.

En la prosa ya, va informando al otro:

—"Resultadamenle" que en el pueblo yo soy el único endilgador que hay ..


* * *


Extraño que cae viene a dar a él. Esto le dice mientras el otro oye el monólogo. Ya entregado totalmente, pues Funes es el hombre que él andaba buscando.

Ahora, le pregunta a él su nombre. Él vivía de eso, de mendigar a los extraños.

Funes responde por partes.

—Mi nombre es Funes... Pero me mal me llaman el capón. Y...

El otro va a preguntar pero Funes lo detiene:

—Es un defeto... Y nada más. Usté pregunte por Funes... ¿Está?

—Bueno. Sí. Está. Pero ¿de qué vive Funes? ¿De eso?

Funes levanta la mano derecha y responde:


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3 págs. / 6 minutos / 12 visitas.

Publicado el 30 de julio de 2025 por Edu Robsy.

El Perro

Juan José Morosoli


Cuento


Martiniano rara vez se acercaba al fogón de la estancia como lo hacían frecuentemente los otros puesteros. Y cuando lo hacía era para sentarse y quedarse callado, fumando, la cabeza medio levantada como haciendo un esfuerzo para acordarse de algo. No parecía oír ni ver. Recibía el mate, lo devolvía, lo volvía a recibir, y de repente, como si alguien lo llamara, salía al campo, montaba y partía.

Le acompañaba siempre el perro.

Con decir "el perro" ya se sabía que era el de Martiniano, pues los otros perros tenían nombre, o se distinguían por "el perro de tal o cual". El perro se parecía a Martiniano en muchas cosas. Ni al llegar ni al partir se acercaba a los otros perros. Ni los otros a él. Alguna cosa rara había en aquel perro que le alejaba de los demás.

Los dos —hombre y perro— parecían siempre encerrados dentro de ellos mismos. Una soledad que les salía de adentro los alejaba de hombres y cosas.

El único que solía conversar con Martiniano —lo necesario entre peón y patrón— era don Ramón, el dueño de la estancia.

Y para eso don Ramón iba al puesto, pues Martiniano no consideraba una obligación suya ir a dar cuenta de cómo iban las cosas en el campo a su cargo.

* * *

Al fondo del puesto estaba el pastoreo oficial a cuyo frente cruzaba el camino real. Algún carrero conocido que largaba allí la boyada, conversaba con él. Es decir, tomaba mate y hacía preguntas a Martiniano.

Fue en uno de esos encuentros que un carrero mirando el perro dijo esto:

—¡Mire que el perro es animal de buen aprender!... ¡Este parece hecho pa usté...!

Martiniano calló un segundo y respondió:

—¡Psss!... El perro es sin fin...

Hizo otra pausa y agregó:

—Al cristiano lo entiende aunque no hable...

El otro preguntó:

—¿Será verdad que es al único animal que no lo come ningún bicho?


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3 págs. / 6 minutos / 39 visitas.

Publicado el 25 de febrero de 2025 por Edu Robsy.

La Vuelta

Juan José Morosoli


Cuento


El viejo Hernández le llevó el pedido de "la patrona" —su tía— de que volviera. Y él volvía, pues "no tenía nada que agradecerle" a la ciudad.

Al llegar se encontró con el velorio del tío. Llegó pues a acompañarlo por última vez. A su tía —la viuda— no entró a verla.

Cuando se fue tenía diez y seis años. Era menor de edad, pues. Y podían haberlo detenido si él —o ella— lo hubieran ordenado. Porque el tío era el tutor.

Pero no. No pasó nada. Es decir "pasó" que se encontró con veinte pesos en el bolsillo.

—Estuve por darme vuelta —le contaba a Hernández— porque a lo mejor mi tía me los había puesto para hacerme prender por ladrón...

Pero las cosas pasaron de otro modo según Hernández se lo aclaró. Ella misma le había informado de esto, cuando le pidió que lo fuera a buscar.

—Ella vio cuando escondiste la muda de ropa y los botines ... Te puso la plata para que no pasaras hambre.

Era un niño cuando lo llevaron allí. Fue cuando murió su madre. Y fue la primera noche que le oyó decir a la mujer:

—Acostalo en el rancho largo... Aquí puede ver cosas que no le convienen...

Y se quedó solo —solito— en aquel rancho ladero del de la pareja, mitad granero y mitad cocina, llorando hasta que se durmió, acunado por el ruido que hacían los chanchos, rascándose en los palos del chiquero que estaba tras la pared.

Después, mañanas con heladas. Y veranos con los pies ardiendo, entamangado hasta el mediodía, cuidando que los bueyes no se fueran a los sembrados, o días y días de otoño desgranando maíz, marlo con marlo. O cosechando porotos de manteca, caminando sobre las rodillas de no poderse parar luego del trabajo.

El tío, como un buey, obedeciendo. Era hombre porque tenía pantalones y bigotes. Siempre mirando el suelo. Flaco, que parecía estarse secando por dentro.


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3 págs. / 6 minutos / 25 visitas.

Publicado el 2 de marzo de 2025 por Edu Robsy.

Arboleya

Juan José Morosoli


Cuento


Cuando viene el carro de Arboleya hay que ponerse contra el viento...

—Mismo. Sentís el olor antes de verlo...

Era así. Cierto que él no era "muy cuidadoso de su persona", pero hay que comprender que ni él, ni el carro, podrían oler bien. "Le pertenecía" al oficio oler mal. El carro estaba toldado con bolsones de lana viejos, medio quemados de remedios de curar ovejas. La grasa lo había como encerado. Y en él ponía todo lo que compraba, que eran los desechos de las estancias. Cueros de epidemia, tajeados o mal curados, garras, descascarreo. Sobrantes de grasa que las peonas iban echando, colada a colada, en latas pringosas, derrites que ranciaban. Huesos. Bolsitas de yel para los curanderos...

El vestía unas bombachas sujetadas con un cinto, ancho de un geme, que bajaba desde los riñones al nacimiento del vientre, con lamparones de grasa y manchas de toda laya. Calzaba alpargatas tajeadas en el empeine, redondo como una galleta.

Algún curioso observando la carga, preguntaba a veces:

—¿Pero dónde colocás eso, Arboleya?

Y él respondía:

—En el pueblo... El pueblo es como el chancho; aprovecha todo...

—¿Pero en que?

—Si te digo que los güesos van a parar al azúcar y de las garras hacen "vernís", te reirás...

Entraban a conversar y entonces el curioso aceptaba que el negocio de Arboleya sería sucio, pero era bueno.

* * *

En un cajoncito ponía lo de vender o cambiar. Prefería el trueque a la compra-venta. Las cosas de vender se las proporcionaba el Turco Navidad. Eran cosas para mujeres casi todas. Prendedores, guardapelos. Polvos y cremas para la cara. Santitos.

En la orilla del pueblo tenía el rancho y un galpón de latas abiertas para guardar el carro.

En el campo, en verano, acampaba en cualquier lado. En invierno, en los galpones de las estancias o en el depósito del almacén de Alves, término de su viaje.


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3 págs. / 5 minutos / 33 visitas.

Publicado el 26 de febrero de 2025 por Edu Robsy.

Hermanos

Juan José Morosoli


Cuento


Montes llegaba a la casa de Justina una vez por mes. Siempre a boca de noche. La casa daba frente a la calle real a la que le hacían costado una veintena más, entre ranchos y viviendas de ladrillo.

Se apeaba en los fondos que daban a un sendero que moría en el callejón. No quería que la gente lo viera llegar allí.

Justina colmaba todas sus necesidades de hombre, de ser social y hasta de ternura.

Los "m’hijo" con que la mujer salpicaba la conversación, le producían un placer extraño. Le ablandaban por dentro.

Ella lo decía naturalmente. La expresión le había nacido frente a aquel hombre, sin que ella misma lo hubiera advertido.

Era raro que las cosas pasaran así, porque él era un solitario sin parientes —"que si tenía los había perdido y que no precisaba tampoco"— y ella era una mujer de poca prosa y poco amiga de trasmitir emociones.

Con excepción de Montes, los que llegaban allí lo hacían por las otras mujeres. Venían a beber cerveza y a bailar con la música del viejo gramófono. Cuando llovía, jugaban a la escoba y comían tortas fritas.

Justina pasaba a una pieza lindera, dejando la puerta entornada para hacer presencia y no fastidiar con su frialdad a los demás. No se le conocían amistades ni relaciones. Ni con vecinos ni con parientes. A los hombres, en general, parecía despreciarlos. Esta falta de amistades masculinas le daba a los ojos de las otras, una autoridad que ninguna quebrantaba, convencidas como estaban que los hombres eran buenos sólo si se les trataba así, como lo hacía Justina.

Estos encuentros de Montes —poco más que un adolescente— con aquella mujer que se acercaba a los cuarenta años, les llenaban de asombro.


* * *


Hacía ya como dos años que Montes hacía estas visitas, en las que apenas hablaban a pesar de compartir cena y lecho.

Llegaba al anochecer y partía al despertar la mañana.


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3 págs. / 5 minutos / 27 visitas.

Publicado el 6 de abril de 2025 por Edu Robsy.

Olmedo

Juan José Morosoli


Cuento


Amores, lo que se dice amores, nunca llevó Olmedo. Ni cultivó amistades, ni gastó tardes en trucos o carreras. Fue siempre un hombre sin domingos.

Pero por aquellos días Juana —la ahijada del patrón— le empezó a llenar el ojo. Hasta que ella se dio cuenta. No le disgustó el interés del hombre.

Entonces Olmedo empezó a juntar plata. Poca, eso sí. Diez pesos por mes. Calculaba que con doscientos pesos podía parar un rancho y casarse. No le dijo nada a ella, porque no le gustaba andar haciendo perder el tiempo a nadie. Y sin rancho, no se puede pensar en gozar mujer.

Ya estaba cerca de aquella cantidad, cuando una tarde fue al rancho paterno.

Fue cuando su hermana le salió con aquello, de que "andaba con ganas de quitarse la vida por lo que había hecho".

Conversó con el novio de ella, "que había hecho el barro de abombao nomás", le dio el dinero para que se casara y abandonó la estancia.

De Juana ni se despidió.


* * *


Fue a dar a los montes de Soria. Ya desmoralizado, porque es más difícil juntar resolución para hacer una cosa grande, que juntar plata. Allí hizo una iguala con dos negros para hacer carbón. Al poco tiempo se dio cuenta que lo único que podía juntar allí era vejez, porque los negros eran más picaros que Pedro Malasartes. Ventajeros en el trabajo y en el reparto del dinero que resultaba de la venta, pues vendían el carbón y compraban las provisiones en el boliche.

Salió del monte con unos pocos pesos, el caballo que llevaba cuando entró, y una perra que un día se le allegó al fogón y no se fue más.


* * *


Fue a dar a un boliche que estaba como a tres leguas del monte y preguntó si no sabían "de algún trabajo para un hombre general". Le indicaron lo de Sosa, donde el hombre podía necesitarlo porque estaba enfermo.


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3 págs. / 5 minutos / 13 visitas.

Publicado el 10 de junio de 2025 por Edu Robsy.

Encuentro

Juan José Morosoli


Cuento


Decía Correa que al terminar la “quema” el cuerpo le pedía goces. Y él le hacía el gusto. Ocurría siempre así. Comenzaba a sentir deseos de comer cosas diferentes. Se despertaba a deshora llamado por sueños con mujeres y bailes. Era la señal de rumbear hacia el pueblo. Vendía el carbón, cobraba, y luego iba al boliche del turco Natividad a cenar a lo rico. Comía sardinas con masitas “María”, pasas de higo y ticholos; bebía vino seco y fumaba “lengüitas” de Bahía.

Después salía a caminar por ahí…

Músicas de guitarras y acordeones, con la sordina de las puertas cerradas, vagaban lentas como nieblas por las calles sin luz. Por el tajo caliente de una puerta, Correa entraba “a sacarse el monte de dentro”.

La aventura duraba una noche y media mañana, pues salía de hacer noche con el sol muy alto. Tomaba en dirección al arroyo, eludiendo conocidos, y llegaba nuevamente al boliche a “comprar surtido” y volvía al monte donde le aguardaban nuevamente tres o cuatro meses de soledad.

Hacía años que su vida transcurría así. Siempre así.


* * *


Fue una de esas noches que tuvo aquel encuentro. Era una mujer delgada. Sin afeites. Vestida de otra manera. Sin aquellos perfumes que se calentaban entre trapos rojos y que a él le empezaban a dar en cara cuando salía a la calle.

La mujer no era de allí. Esto se notaba en seguida, porque las mujeres de la casa eran siempre de la ranchada cercana —un pueblo “de ratas”, fronterizo.

Mujeres que aparecían un día, hacían unos pesos y luego desaparecían como habían venido. Algunas regresaban a sus casas simplemente. Otras eran llevadas de allí por soldados o contrabandistas.


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3 págs. / 5 minutos / 8 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2025 por Edu Robsy.

El Burro

Juan José Morosoli


Cuento


Umpiérrez se levantaba, empezaba el mate, encendía el fuego y ponía un churrasquito en las brasas. Después desayunaba y se iba al horno de ladrillos donde trabajaba. Al mediodía se apartaba del grupo de "cortadores" que hacían fuego común, encendía su propio fuego, tomaba mate, ponía un churrasquito y almorzaba. De tarde, al regresar del horno, pasaba por el matadero, levantaba unas achuras, las asaba, tomaba mate y cenaba. Luego se sentaba frente a la noche, fumando. Por el camino ciego que moría en el horno, no pasaba nadie. A sus espaldas las tunas y cina-cinas, borroneaban la noche. Después se iba a dormir.

Al otro día hacía lo mismo ... al otro día igual. La única excepción era el domingo, porque ese día no trabajaba y hacía comida de olla: puchero o guiso.


* * *


Una vez Anchordoqui le preguntó:

—¿Pero vos no vas nunca al boliche?

—¿Pa qué?

—A jugar un truco ... A tomar una caña...

—¿Para salir peliando después?

—¿Y las mujeres no te gustan?

—¿Pa qué? ¿Para llenarte de hijos?

Anchordoqui seguía preguntando. Esperaba dejarlo sin respuesta.

—¿Y perro no tenés?

—¿Pa qué?

—¿Cómo pa qué? —dijo Anchordoqui malhumorado—. ¿Pa qué?... ¡Para tenerlos nomás, para lo que se tienen los perros!

—Para tenerlos nomás, mejor no tenerlos...

—Pero alguna diversión tenés que tener —dijo Anchordoqui en retirada.

—¿Querés mejor diversión que vivir como yo vivo?

Esta vez fue Anchordoqui el que no contestó.


* * *


Con los vecinos se llevaba bien. A Nemesia la lavandera, vecina de metros más allá, la veía cuando se levantaba. Ella le daba los buenos días, arrimaba el carrito de manos, en el que llevaba las bolsas de ropa al arroyo y al fin las cargaba. Alguna vez Umpiérrez le ayudaba a levantar las bolsas.


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3 págs. / 5 minutos / 59 visitas.

Publicado el 15 de marzo de 2025 por Edu Robsy.

El Coquimbo

Juan José Morosoli


Cuento


Un hombre que llega a un lugar como aquél a entenderse con quince montaraces, tiene que andar con mucho tino. Más si el hombre es como Ibarra, medio universitario y acostumbrado a la vida muelle. ¿Por qué fue allí? Eso lo sabrá él. La cuestión es que el hombre al poco tiempo estaba allí como nacido.

* * *

Cuando llegó al monte, —medio día de enero— la gente sesteaba bajo los árboles cerca de las playas de los quemaderos de carbón. Un negro y un perro lo recibieron. Un perro tan indiferente como el negro. Ambos lo vieron acercarse y llegar, sin moverse de donde estaban. Ibarra le tendió la mano al negro y aludió al perro bromeando:

—¿Y éste?... ¿No ladra?

—De día no... De noche es otra cosa.

Ibarra le informó que era el nuevo administrador. Después pidió agua para lavarse y dijo:

—¿No se anima a ayudarme a hacer un asado?

—¿Ahora? Mientras terminamos son las dos...

El había almorzado ya. Allí estaba la olla, mediada de guiso de fideos, porotos y boniatos. Por decir algo —¡qué iba a comer aquel guiso el hombre!— la señaló y preguntó:

—¿No se le anima?

Ibarra contestó:

—¡Comonó! Tengo un estómago de fierro y un hambre bárbara...

—Menos mal. El sueño y el estómago es lo principal...

—Eso es.

— Como yo. Lo mismo duermo en una otomana que en un cardal...

Lavó un plato de lata y sirvió el guiso.

—¿Pan? —preguntó Ibarra.

—Aquí no. Galleta.

Ibarra intentó "abrir" la galleta introduciendo el cuchillo entre las lajas.

—No, no, así —dijo el negro, y la golpeó fuerte contra la punta de la parrilla.

Ibarra probó el guiso.

—Lindo —dijo.

El negro vio con alegría cómo Ibarra comía con gusto. Se quedó un rato callado con un asombro feliz al ver al hombre comer con fruición el guiso grueso. Luego se levantó lentamente.


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3 págs. / 5 minutos / 20 visitas.

Publicado el 1 de marzo de 2025 por Edu Robsy.

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