Textos más populares este mes de Juan José Morosoli publicados por Edu Robsy | pág. 3

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autor: Juan José Morosoli editor: Edu Robsy


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La Señora

Juan José Morosoli


Cuento


Llegaron, colocaron la corona de flores artificiales, prendieron algunas velas y empezaron a rezar.

Una vez al año hacían esta visita. Así, rezando, parándose, hincándose, estaban allí hasta que las velas se consumían.

Cedrés iba hasta el portón de entrada, fumaba, volvía.

No podía comprender cómo aguantaban tanto tiempo en aquella situación.

—Porque —pensaba— ¡mire que una vela cuando uno está esperando que se apague dura tiempo prendida!...

Esta vez se puso a hablar con el camposantero. Miraban los dos a aquellas cuatro figuras negras, de cabeza caída sobre el pecho, con una rigidez de madera.

—Mire que ha sido gente fiel con el finado...

—¡Déjeme! —respondió Cedrés—. Gente de ésa ya no queda. ¿Usté sabe lo que son seis años de luto cerrado?

—¡Seis años!

—¡Seis! Pero éste es el último... Ella dice que ya cumplió con él... Les va a repartir el campo.

Y siguió contándole:

—"La Señora" quiere que ellos se arreglen por su cuenta...

—¡Y está bien nomás!

—Dice que no van a ser güérfanos toda la vida ... Y que ella ya fue doliente seis años...

—¡Ha cumplido hasta demás!...


* * *


Siempre fue ella la que llevó la dirección de la familia y de los negocios. El finado fue un hombre muy blando.

—¿Ve el más grande de ellos? Así era el padre... Pero capaz que lo envolvía un chiquilín... Todo marchó bien porque ella era un general para disponer.

Él andaba siempre como sorbido por ella, que es una mujer alta, medio gruesa, amiga de apretarse la ropa lisa sobre el cuerpo, con una cara donde la piel parece querer reventar por no poder contener la sangre, con un bozo azul sobre el labio grueso.

De tarde, cuando él llegaba del campo, andaba tras ella como arrastrado por aquellas formas, que la ropa lisa torturaba, y aquella voz medio borrada que parecía una voz con fiebre.


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3 págs. / 5 minutos / 18 visitas.

Publicado el 28 de marzo de 2025 por Edu Robsy.

Arboleya

Juan José Morosoli


Cuento


Cuando viene el carro de Arboleya hay que ponerse contra el viento...

—Mismo. Sentís el olor antes de verlo...

Era así. Cierto que él no era "muy cuidadoso de su persona", pero hay que comprender que ni él, ni el carro, podrían oler bien. "Le pertenecía" al oficio oler mal. El carro estaba toldado con bolsones de lana viejos, medio quemados de remedios de curar ovejas. La grasa lo había como encerado. Y en él ponía todo lo que compraba, que eran los desechos de las estancias. Cueros de epidemia, tajeados o mal curados, garras, descascarreo. Sobrantes de grasa que las peonas iban echando, colada a colada, en latas pringosas, derrites que ranciaban. Huesos. Bolsitas de yel para los curanderos...

El vestía unas bombachas sujetadas con un cinto, ancho de un geme, que bajaba desde los riñones al nacimiento del vientre, con lamparones de grasa y manchas de toda laya. Calzaba alpargatas tajeadas en el empeine, redondo como una galleta.

Algún curioso observando la carga, preguntaba a veces:

—¿Pero dónde colocás eso, Arboleya?

Y él respondía:

—En el pueblo... El pueblo es como el chancho; aprovecha todo...

—¿Pero en que?

—Si te digo que los güesos van a parar al azúcar y de las garras hacen "vernís", te reirás...

Entraban a conversar y entonces el curioso aceptaba que el negocio de Arboleya sería sucio, pero era bueno.

* * *

En un cajoncito ponía lo de vender o cambiar. Prefería el trueque a la compra-venta. Las cosas de vender se las proporcionaba el Turco Navidad. Eran cosas para mujeres casi todas. Prendedores, guardapelos. Polvos y cremas para la cara. Santitos.

En la orilla del pueblo tenía el rancho y un galpón de latas abiertas para guardar el carro.

En el campo, en verano, acampaba en cualquier lado. En invierno, en los galpones de las estancias o en el depósito del almacén de Alves, término de su viaje.


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Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 17 visitas.

Publicado el 26 de febrero de 2025 por Edu Robsy.

Un Velatorio

Juan José Morosoli


Cuento


Bentos había terminado la jornada. Tomaba unos mates, tranquilo, sentado sobre un tronco cuando llegó la policía. Venía a mata caballo con el aviso del comisario. Mandaba decir éste que fuera al pueblo enseguida.

—¿Qué pasa? —preguntó Bentos.

—Parece que un hijo suyo "es" muerto.

Bentos ensilló en seguida y partió.


* * *


Cuatro leguas lo separan del pueblo. A veces pone el caballo al trote para pensar mejor. O al paso. Arma un cigarro.

—...Vaya a saber cuál es el muertito. A lo mejor Justino, el mayor, un muchachito que va a ser flor de hombre. Es un gurí que si llora por algo es porque él no lo lleva al monte.

Tiene una escalera de hijos, Bentos. Una escalera a la que le faltan algunos escalones. Porque es raro el año que él no cristiane un hijo y entierre otro. El pueblo es un pueblo muy castigado por los andancios. Nada más. Trabaja en el monte, de carbonero. Corta leña, la para. Embarra el horno. Quema.

Vende cuando comienza el otoño. Entonces ya no va más al monte. Hasta la primavera se lo pasa "en las casas", haciéndole el gusto al cuerpo. Duerme en cama, truquea en el boliche. Tres meses lindos se pasa Bentos así.

Cuando se va no vuelve hasta el final del verano. A menos que lo vayan a buscar por alguna desgracia. Por nacimientos, gracias a Dios, no lo molesta la patrona.


* * *


Trote y galope. Paso y cigarro. Cuando quiere acordar está en la boca del pueblo. Son dos hileras de ranchos que tropezando y levantándose bordean el callejón con colchón de polvo bayo.

Un tajo de luz, una luz bárbara de fuerte, se tiene en la calleja, mordiendo la tierra, revelando el yuyal y el hormigueo de perros y mujeres.

Sale del rancho de Bentos la luz.

Bentos paró el caballo y sintió entonces un ronquido parejo y seguro, de motor, que vencía la noche sin ruidos.

—¡Güe! ¿Y ésto?...


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2 págs. / 4 minutos / 14 visitas.

Publicado el 24 de febrero de 2025 por Edu Robsy.

La Vuelta

Juan José Morosoli


Cuento


El viejo Hernández le llevó el pedido de "la patrona" —su tía— de que volviera. Y él volvía, pues "no tenía nada que agradecerle" a la ciudad.

Al llegar se encontró con el velorio del tío. Llegó pues a acompañarlo por última vez. A su tía —la viuda— no entró a verla.

Cuando se fue tenía diez y seis años. Era menor de edad, pues. Y podían haberlo detenido si él —o ella— lo hubieran ordenado. Porque el tío era el tutor.

Pero no. No pasó nada. Es decir "pasó" que se encontró con veinte pesos en el bolsillo.

—Estuve por darme vuelta —le contaba a Hernández— porque a lo mejor mi tía me los había puesto para hacerme prender por ladrón...

Pero las cosas pasaron de otro modo según Hernández se lo aclaró. Ella misma le había informado de esto, cuando le pidió que lo fuera a buscar.

—Ella vio cuando escondiste la muda de ropa y los botines ... Te puso la plata para que no pasaras hambre.

Era un niño cuando lo llevaron allí. Fue cuando murió su madre. Y fue la primera noche que le oyó decir a la mujer:

—Acostalo en el rancho largo... Aquí puede ver cosas que no le convienen...

Y se quedó solo —solito— en aquel rancho ladero del de la pareja, mitad granero y mitad cocina, llorando hasta que se durmió, acunado por el ruido que hacían los chanchos, rascándose en los palos del chiquero que estaba tras la pared.

Después, mañanas con heladas. Y veranos con los pies ardiendo, entamangado hasta el mediodía, cuidando que los bueyes no se fueran a los sembrados, o días y días de otoño desgranando maíz, marlo con marlo. O cosechando porotos de manteca, caminando sobre las rodillas de no poderse parar luego del trabajo.

El tío, como un buey, obedeciendo. Era hombre porque tenía pantalones y bigotes. Siempre mirando el suelo. Flaco, que parecía estarse secando por dentro.


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3 págs. / 6 minutos / 15 visitas.

Publicado el 2 de marzo de 2025 por Edu Robsy.

Fronteriza

Juan José Morosoli


Cuento


El sueldo era bueno. Pero él —Cedrés— no tenía interés en el empleo.

—Soy enemigo de responsabilidades —dijo— . Y poco amigo de recibir órdenes de mujeres... Soy de la idea de que las mujeres son buenas para prosear, tomar mate dulce y echar hijos al mundo...

Sabía bastante de la vida de "Chiquiña", pero estaba buscándole la boca al almacenero que le había ofrecido el puesto.

—¿Prosear y tomar mate? —contestó el otro—. Puede estar seguro que Chiquiña es capaz de estar un día entero haciendo las dos cosas... ¿Echar hijos al mundo? Eso es lo que menos le gusta ... Al menos la historia que anda por el pago dice algo de eso...

—¿Entonces? —se afirmó Cedrés—, ¿tiene algún hecho feo?

Sí. Chiquiña había pasado de la cocina a la sala... De fregaollas a señora ... y parece que era verdad que entre ella y el Comandante "afrentaban" a la patrona.

También se supo que Chiquiña estuvo por ser madre y que de la noche a la mañana, quedó señorita otra vez... La pobre mujer del comandante murió más de disgustos, que de enfermedad... El comandante se casó con Chiquiña, cuando las coronas de la sepultura de la finada estaban aún sin deshacer...

Cedrés iba dejando caer "fijesés y mireusted" con aire inocente y distraído o colocaba preguntas que parecían no tener importancia.

—¿Medio derrepente murió el comandante?

—El pobre murió sin caracú en los huesos... Para algunos, la juventud ajena es una enfermedad... Enfermedad que no pueden curar los doctores...

—¿Por?

—No ve que ella no quiso abandonar la pieza... Calculo que Chiquiña con mirarlo nada más, lo debilitaba...

Así fue como un día la mujer se encontró con una estancia y un camposanto adentro.

Cedrés pensó un poco y dijo estas palabras:

—No está lejos que me dé una vuelta por allí... Total, a mí no me va a comer el caracú...


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5 págs. / 8 minutos / 16 visitas.

Publicado el 1 de marzo de 2025 por Edu Robsy.

Un Bicho

Juan José Morosoli


Cuento


Funes, que recién había desmontado, le estaba diciendo que venía de parte de don Mario Gómez a buscarlo.

—¿Sos de la policía ahora? —bromeó Martín.

—No. Lo que pasa es que tu tío te quiere hacer hombre porque vivís como un bicho.

Martín replicó:

—Seré bicho porque vivo en el monte...

—A los bichos con un solo cuero les alcanza.

Cierto es que Martín tiene poca ropa y que la vida de él es comer, trabajar y dormir. Pero es cierto también que tiene un revólver, un cuchillo de plata y oro y un caballo "gordo y manso que es un perro".

—Sí —dice Funes— , pero con eso no vas a ir a ningún lao...

Martín ríe. ¿Con un caballo, un revólver y un cuchillo no va a ir a ningún lado?

Conversaron un rato y Martín resolvió irse.

Cuestión de probar, había dicho Funes.

—Pues... total nunca he probao cambios...

* * *

La vida de Martín fue siempre la misma. Era hijo del monte. Vivió siempre con el padre que era monteador y carbonero. De la madre nunca supo nada. El rancho donde vivían era andariego. Iba cambiando de lugar, según el padre iba rozando monte.

Cuando entre la vivienda y el carbonal quedaba mucho espacio sin árboles, el padre arrancaba los horcones y los acercaba a los árboles vivos.

Tendría diez años cuando el padre se enfermó. Lo llevaron al pueblo. El quedó con Arbelo —otro montaraz— de poca prosa, compañero de trabajo.

Un día llegó un guardia civil a avisar "que el pobre Menchaca hacía días que era muerto".

Arbelo despidió al chasque, ensilló, llamó a Martincito y lo llevó al boliche del Turco José. Habló algunas palabras con éste y se sentó en un rincón. Apuró tres o cuatro cañas metido en un silencio que hacía callar al Turco.


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3 págs. / 6 minutos / 15 visitas.

Publicado el 27 de febrero de 2025 por Edu Robsy.

Regreso

Juan José Morosoli


Cuento


Estaba fumando, sentado frente a la puerta, mirando hacia el mar donde moría la calle entre latas viejas y montones de basura. Como siempre. Cuando los tres compañeros están en la pieza él sale a la puerta a mirar el lugar donde muere la calle. Esto porque es poca prosa y porque lo único que tiene de común con los otros de la pieza, que alquilan juntos "porque una pieza para él sólo es mucho lujo". Los otros siempre juntos, conversando. Son conversaciones enredadas como de mujeres. Después está el Frigorífico lleno de hombres. El tranvía lleno de hombres. La casa donde come llena de hombres conversando. Y después la radio.


* * *


Una mañana se encontró con Alvariza. Este es un viejo amigo de su pago, allá por Carapé, donde hay talas, piedras y cañadas. Es un hombre conversador, un "desasosegado" que ha trabajado en mil cosas diferentes, que ha vivido en mil pagos. Bien en todos. Un "sin pago" según Almada. una vez se lo dijo y Alvariza contestó:

—No hermano... De todos los pagos.


* * *


—Viene siendo lo mismo —le respondió el. Ahí anda la conversación. Que "allá esto y aquello", dice Alvariza. Que "aquí esto y lo otro", responde Almada.

—¿Vivís solo?

Contesta que sí, pero se corrige en seguida:

—Semos cuatro en la pieza... Aquí te come el alquiler...

—Entonces estarás bien... ¡cuatro!

—No, eso no. ¿Va una a hablar con tres, de todo? Además, ¿va un hombre a aguantar lo que conversan tres? ¿Y bobadas?...

Alvariza ría y responde:

—Bueno, ¡pa hacerte hablar a vos!...

Se callan. Alvariza contenido por la respuesta seca de Almada y éste porque no tiene nada que decir.

Alvariza comprende que el amigo está desconforme con la vida. Algo hay en su actitud que se lo dice. Y como es hombre de "pienso y digo", le sale con esto:

—Pero entonces, ¿por qué te viniste?


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2 págs. / 4 minutos / 12 visitas.

Publicado el 24 de febrero de 2025 por Edu Robsy.

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