l viejo Andrada el domingo era un cuerpo muerto. Se entiende que para el trabajo.
—El domingo, —decía—, v'iá dir a visitar el monte....
Iba a visitar el monte, como otros iban a visitar un pariente o un amigo.
—Podía, —agregaba—, ir a la feria a rebuscarme. también a misa...
Claro. Así cuando venían las limosnas de ropa, allá por el Día de la
Virgen, o les lavaban los pies a los viejitos, el Viernes de la Semana
Santa, lo tenían en cuenta.
Pero no, Andrada iba al monte. A visitar el monte. A quedarse vaciado
por las horas que hacían dar vuelta la sombra de los troncos, mientras
la brisa rozadora de hojas movía las copas unánime y los ojos se le iban
poniendo pesados de mirar contra el cielo el vuelo de los bichitos. A
volcar su atención en el oído, para sentir entre un tronco el sordo
barrenar de un
parásito.
—Pero, ¿en qué te pasás el día, me podés decir?
Se lo pasaba mirando. Oyendo. ¿Haciendo qué? Nada.
—Y.. .echáo abajo los árboles... Mirando p'arriba... Mirando a favor de la tierra, decía él.
Por eso sabía mil cosas. Cómo algunas clases de hongos nacían de
noche y morían de día. Cómo estaban algunas matas llenas de telitas...
Unas telitas que sólo cazaban gotas de rocío.
—Ves las telas y no ves la araña... ¡Hay cada cosa!
Cómo el agujerito, sangrante de savia, de un tronco de sauce criollo,
sería pronto una esponja de madera con una colonia destructora dentro.
El monte se le entregaba como una mujer.
Parecía esperarlo. Correr toda vida urgente y egoísta de su interior
para quedarse escuchando cómo él iba y venía despacio, juntando leña
para el fueguito del puchero, planchando a lomo de cuchillo varas de
junco para hacer asientos de sillas.
Hasta las vacas que pastoreaban en los peladares se echaban sobre las patas a rumiar, lentas, los ojos perdidos en la distancia.
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