Textos más populares esta semana de Juan José Morosoli publicados por Edu Robsy | pág. 2

Mostrando 11 a 20 de 70 textos encontrados.


Buscador de títulos

autor: Juan José Morosoli editor: Edu Robsy


12345

El Árbol en el Campo

Juan José Morosoli


Cuento


El árbol adquiere toda su importancia cuando está solo en el paisaje.

Una vez vi un árbol solo y temblando, en una tarde de junio en el campo sin casas.

Este árbol solitario me despertó el amor al bosque.

Un árbol solo, achaparrándose, hundiéndose en su propia sombra, empujado por la luz, en el mediodía de enero, me hizo pensar con tristeza en el hombre de campo.

Este estaba solo. El cielo no tenía una sola nube. No se veía un solo animal.

Angustiado estaba el árbol en el valle.

La casa del hombre, mirada desde lejos, parecía una piedra blanca.

No tenía árboles, ni se veía nada en su torno.

Era una estancia.


Leer / Descargar texto

Dominio público
1 pág. / 1 minuto / 9 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2025 por Edu Robsy.

Andrada

Juan José Morosoli


Cuento


l viejo Andrada el domingo era un cuerpo muerto. Se entiende que para el trabajo.

—El domingo, —decía—, v'iá dir a visitar el monte....

Iba a visitar el monte, como otros iban a visitar un pariente o un amigo.

—Podía, —agregaba—, ir a la feria a rebuscarme. también a misa...

Claro. Así cuando venían las limosnas de ropa, allá por el Día de la Virgen, o les lavaban los pies a los viejitos, el Viernes de la Semana Santa, lo tenían en cuenta.

Pero no, Andrada iba al monte. A visitar el monte. A quedarse vaciado por las horas que hacían dar vuelta la sombra de los troncos, mientras la brisa rozadora de hojas movía las copas unánime y los ojos se le iban poniendo pesados de mirar contra el cielo el vuelo de los bichitos. A volcar su atención en el oído, para sentir entre un tronco el sordo barrenar de un

parásito.

—Pero, ¿en qué te pasás el día, me podés decir?

Se lo pasaba mirando. Oyendo. ¿Haciendo qué? Nada.

—Y.. .echáo abajo los árboles... Mirando p'arriba... Mirando a favor de la tierra, decía él.

Por eso sabía mil cosas. Cómo algunas clases de hongos nacían de noche y morían de día. Cómo estaban algunas matas llenas de telitas...

Unas telitas que sólo cazaban gotas de rocío.

—Ves las telas y no ves la araña... ¡Hay cada cosa!

Cómo el agujerito, sangrante de savia, de un tronco de sauce criollo, sería pronto una esponja de madera con una colonia destructora dentro.

El monte se le entregaba como una mujer.

Parecía esperarlo. Correr toda vida urgente y egoísta de su interior para quedarse escuchando cómo él iba y venía despacio, juntando leña para el fueguito del puchero, planchando a lomo de cuchillo varas de junco para hacer asientos de sillas.

Hasta las vacas que pastoreaban en los peladares se echaban sobre las patas a rumiar, lentas, los ojos perdidos en la distancia.


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 96 visitas.

Publicado el 14 de junio de 2025 por Edu Robsy.

Arboleya

Juan José Morosoli


Cuento


Cuando viene el carro de Arboleya hay que ponerse contra el viento...

—Mismo. Sentís el olor antes de verlo...

Era así. Cierto que él no era "muy cuidadoso de su persona", pero hay que comprender que ni él, ni el carro, podrían oler bien. "Le pertenecía" al oficio oler mal. El carro estaba toldado con bolsones de lana viejos, medio quemados de remedios de curar ovejas. La grasa lo había como encerado. Y en él ponía todo lo que compraba, que eran los desechos de las estancias. Cueros de epidemia, tajeados o mal curados, garras, descascarreo. Sobrantes de grasa que las peonas iban echando, colada a colada, en latas pringosas, derrites que ranciaban. Huesos. Bolsitas de yel para los curanderos...

El vestía unas bombachas sujetadas con un cinto, ancho de un geme, que bajaba desde los riñones al nacimiento del vientre, con lamparones de grasa y manchas de toda laya. Calzaba alpargatas tajeadas en el empeine, redondo como una galleta.

Algún curioso observando la carga, preguntaba a veces:

—¿Pero dónde colocás eso, Arboleya?

Y él respondía:

—En el pueblo... El pueblo es como el chancho; aprovecha todo...

—¿Pero en que?

—Si te digo que los güesos van a parar al azúcar y de las garras hacen "vernís", te reirás...

Entraban a conversar y entonces el curioso aceptaba que el negocio de Arboleya sería sucio, pero era bueno.

* * *

En un cajoncito ponía lo de vender o cambiar. Prefería el trueque a la compra-venta. Las cosas de vender se las proporcionaba el Turco Navidad. Eran cosas para mujeres casi todas. Prendedores, guardapelos. Polvos y cremas para la cara. Santitos.

En la orilla del pueblo tenía el rancho y un galpón de latas abiertas para guardar el carro.

En el campo, en verano, acampaba en cualquier lado. En invierno, en los galpones de las estancias o en el depósito del almacén de Alves, término de su viaje.


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 36 visitas.

Publicado el 26 de febrero de 2025 por Edu Robsy.

El Disfraz

Juan José Morosoli


Cuento


El flaco Matías se paró frente a la vidriera. Allí estaba la careta de calavera. Era cierto. Medina le había dicho que él mismo la había visto y que era el primer asombrado.

—Mirá, yo sé que caretas hay de todas clases. No hay cara que no tenga su careta. ¡Con decirte que he visto la careta de Siete y Tres Diez!

El flaco estuvo con ganas de no creer. Siete y Tres Diez era un rengo feísimo y de mal genio. No encontraba pareja para el truco porque al pasar la seña hacía reír al compañero y de yapa se enojaba.

—Pero de muerto, eso sí que no había visto… ¡Ni había pensado ver siquiera!


* * *


El Flaco no había querido disfrazarse nunca. Le parecía una estupidez. Él no estaba de acuerdo en hacer reír a los demás. Pero allí, frente a aquella careta, sintió el deseo de disfrazarse. Le había gustado quién sabe por qué. Entró y la compró. El comerciante se la vendió muy barata, eso sí, le fue franco. Le dijo que no la había tirado a la basura porque el deber de él, como comerciante, era venderla y no tirarla.

—Lo que uno compra es porque vale y el deber es hacerlo valer más.

Él lo entendía así, al menos. Sin embargo, se la dio por poco más de nada.

—Bueno –dijo el Flaco— ¿y esto qué traje lleva?

—¿Cómo qué traje?

—¡Pues! ¿O es que la muerte no tiene cuerpo?...

El asunto comenzó a conversarse.

—Mire, si quiere se pone un camisón blanco que vaya hasta el suelo. O uno negro.

Y agregó:

—Tiene que llevar guadaña, también…

Si quería, podía llevar bajo el camisón un tarro con gusanos. Él había visto, siendo niño, en España, de donde era, un hombre disfrazado de Muerte, que hacía esto.


* * *


En la comisaría, cuando fue a pedir el permiso, le previnieron:

—Mire que no se puede disfrazar de general, ni de cura… ¿Oyó?


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 22 visitas.

Publicado el 14 de junio de 2025 por Edu Robsy.

El Novelista

Juan José Morosoli


Cuento


Faustinito centraba la atención de todos, que anhelantes escuchaban el relato.

—Cuando la víbora estuvo cerca de la ubre de la vaca, salí de atrás y la agarré de la nuca. Se la llevé a mi padre y pregunté:

—Estas no son venenosas, ¿verdad?

—No son —me dijo.

—Fue entonces que la tiré.

Hizo una pausa, dejó respirar al auditorio y terminó:

—A mí me enseñaron los carboneros a distinguir las venenosas de las otras... En la sierra, donde trabajan meses y meses sin ver gente, hay muchas cosas que ustedes no verán nunca... ¡Los del pueblo no saben nada!

Faustinito, el paisanito que aún no sabía escribir su nombre, se cobraba en aquellos relatos de su ignorancia del abecedario. Había descubierto que las narraciones de víboras y cuatreros, ejercían una rara atracción sobre los oyentes.

Contaba aquel día una nueva historia:

—Eran los últimos tigres que quedaban en la República Oriental. Hacían muchos estragos y mi padre y yo salimos tras ellos. Noches y días seguimos las huellas de sus fechorías.

Faustinito describía las marchas en las noches. Las batidas en los pajonales. Explicaba costumbres de pájaros, imitaba gritos raros que se oían en las noches.

La cosa terminó cuando los cazadores se dieron cuenta que habían salido fuera del país tras los tigres, y regresaron al pago. Así vino el maestro y se quedó tras el grupo de oyentes pendientes del relato.

Cuando Faustinito terminó, dijo un compañero de clase:

—Todo es mentira... Usted es un mentiroso.

El maestro fue quien replicó:

—No. No es mentira. Faustinito no es un mentiroso. Es un novelista. Un creador. Ustedes saben ahora cómo se cazan tigres y han oído los ruidos que la noche hace vagar por el monte... Cuando Faustinito sea un hombre, será un gran artista y ustedes se sentirán felices de recordar estos relatos... Porque éstos son de los que no se olvidan.


Leer / Descargar texto

Dominio público
1 pág. / 1 minuto / 10 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2025 por Edu Robsy.

Las Cañadas

Juan José Morosoli


Cuento


El agua que corría por la calzada se llenaba de pequeños barcos de papel, que arrojábamos uno detrás de otro. Luego los seguíamos con la imaginación en su viaje por las calles del pueblo. Mi padre nos reprendía. Aquel continuo ir y venir bajo la lluvia, terminaría por mojarnos la ropa.

–Déjalos –decía abuelo. –No son los botes, son ellos que viajan...

Siempre el agua en nuestra alegría. El agua corriendo como nosotros.

Tras los ríos de la calzada, las cañadas llenas de saltos y con enaguas de espuma como las niñas.

Las cañadas llenas de encanto, con la juguetería de sus piedras de colores, redondas y sonantes como monedas.

Quisimos hacer una colección pero comprendimos que era imposible. Era tan difícil como coleccionar nubes.

–¿No ves que todas, todas, son de colores distintos?...

Había de colores que sólo se podían definir por comparación. Colores que sólo tenían las frutas, los pájaros y las nubes.

Las golondrinas volaban sobre su cauce sonoro flechando la mañana. Peces como hojitas iban en la corriente.

Junto con los pantalones largos conquistamos el arroyo que ya era cosa de muchachos y no de niños.

Y luego las noches del arroyo.

Íbamos a pescar con los amigos.

La noche se escondía en el monte. Algunos pájaros cantaban las horas como relojes. La corriente se cargaba de estrellas. Las lagunas le tiraban de la cabellera a los sauces.

Nos reuníamos en torno de los fogones donde llameaban azules y amarillos los leños del pago.

La noche se iba corriendo hacia los bordes del campo y el arroyo se guardaba monte adentro...

Siempre había una corriente de agua en nuestras horas mejores.

Pero las cañadas eran las más queridas. Las cañadas son la niñez.


Leer / Descargar texto

Dominio público
1 pág. / 1 minuto / 10 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2025 por Edu Robsy.

Los Carboneros

Juan José Morosoli


Cuento


Por la noche veíamos el resplandor rojizo de las hornallas y el humo liviano y azulino de la “quema”, subir suavemente a las estrellas.

Adivinábamos las figuras negras y apresuradas como hormigas de los cuidadores de “las bocas”.

Algunas noches la música de un acordeón, lejano y leve como el humo, parecía salir del horno mismo y quedarse vagando por el monte.

Los carboneros eran los dueños del humo de la noche, de las bocas con fuego de las hornallas, de la música del acordeón vagabundo. Del monte entero donde de hora en hora cantaban algún pájaro sin sueño.

Deseábamos ser carboneros como aquellos hombres.

Un atardecer sin luz, cruzado de garúas, nos acercamos a ellos.

Sus chozas estaban mojadas. En el piso de barro hacían equilibrio míseros catres de guascas.

Vestían ropas absurdas y calzaban tamangos de lona. En sus caras erizadas de barba ardían los ojos febriles.

–Hace noches que vigilan, defendiendo su tesoro de vientos y lluvias –dijo mi padre...

Fogones abandonados rodeados de huesos iban señalando su camino de conquistadores de la selva...

Pensamos en las noches de sus chozas con barro y sin luz. En sus catres sin calor. En la vigilia entre garúas y vientos.

El calor de los viejos troncos que ardían bajo el retobo de barro de los hornos no sería para ellos.

Desde ese día dejamos de envidiarlos.

Empezamos a quererlos.


Leer / Descargar texto

Dominio público
1 pág. / 1 minuto / 9 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2025 por Edu Robsy.

El Burro

Juan José Morosoli


Cuento


Umpiérrez se levantaba, empezaba el mate, encendía el fuego y ponía un churrasquito en las brasas. Después desayunaba y se iba al horno de ladrillos donde trabajaba. Al mediodía se apartaba del grupo de "cortadores" que hacían fuego común, encendía su propio fuego, tomaba mate, ponía un churrasquito y almorzaba. De tarde, al regresar del horno, pasaba por el matadero, levantaba unas achuras, las asaba, tomaba mate y cenaba. Luego se sentaba frente a la noche, fumando. Por el camino ciego que moría en el horno, no pasaba nadie. A sus espaldas las tunas y cina-cinas, borroneaban la noche. Después se iba a dormir.

Al otro día hacía lo mismo ... al otro día igual. La única excepción era el domingo, porque ese día no trabajaba y hacía comida de olla: puchero o guiso.


* * *


Una vez Anchordoqui le preguntó:

—¿Pero vos no vas nunca al boliche?

—¿Pa qué?

—A jugar un truco ... A tomar una caña...

—¿Para salir peliando después?

—¿Y las mujeres no te gustan?

—¿Pa qué? ¿Para llenarte de hijos?

Anchordoqui seguía preguntando. Esperaba dejarlo sin respuesta.

—¿Y perro no tenés?

—¿Pa qué?

—¿Cómo pa qué? —dijo Anchordoqui malhumorado—. ¿Pa qué?... ¡Para tenerlos nomás, para lo que se tienen los perros!

—Para tenerlos nomás, mejor no tenerlos...

—Pero alguna diversión tenés que tener —dijo Anchordoqui en retirada.

—¿Querés mejor diversión que vivir como yo vivo?

Esta vez fue Anchordoqui el que no contestó.


* * *


Con los vecinos se llevaba bien. A Nemesia la lavandera, vecina de metros más allá, la veía cuando se levantaba. Ella le daba los buenos días, arrimaba el carrito de manos, en el que llevaba las bolsas de ropa al arroyo y al fin las cargaba. Alguna vez Umpiérrez le ayudaba a levantar las bolsas.


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 62 visitas.

Publicado el 15 de marzo de 2025 por Edu Robsy.

El Cumpleaños

Juan José Morosoli


Cuento


Arce, el dueño de la fiesta, era un hombre "bárbaro para la plata". Todo el año explotaba a aquellos pobres infelices que le vendían huesos, papeles, botellas y chatarra. Todo el año, menos el día de su cumpleaños. Ese día los convidaba a comer y tomar y se conmovía por cualquier cosa. Una fraternidad y una generosidad sin límites lo desbordaba. Era un día en que se sentía bueno y le tenía lástima a todo el mundo.

Ya habían dado cuenta —él y los miserables proveedores de su negocio— de dos botellas de caña y habían acercado el cordero a las brasas, cuando llegaron con la noticia: Juancito, el hijo de Doña Rosa la lavandera, que vivía del otro lado del cerco de tunas, había muerto.

La noticia los llenó de tristeza. El niño era amigo de todos ellos. Siempre andaba por allí y los días de la celebración del cumpleaños de Arce, solía quedarse largo rato, hasta que éste le regalaba un buen pedazo de asado.

Eran momentos en que algo angélico les ponía discreción en lo que decían, obligándoles a medir las palabras, para no herir la inocencia del niño. Se sentían todos ellos un poco padres de él.


* * *


Un silencio largo les alejó de la fiesta, hasta que el ciego dejó caer estas palabras:

—Mire usted, tantos que estamos de más en el mundo, y muere este angelito...

Arce se paró entonces y dijo:

—Vamos a dejar la fiesta por un rato. Tenemos que acompañar a la madre...

Ordenó después a Luis Pedro que cortara un costillarcito con riñón y todo y se lo llevara a doña Rosa.

Luis Pedro cortó la carne, desparramó las brasas, levantó el resto del asado que quedaba, lo guardó en el galpón, y luego partieron todos para el velorio.


* * *


Aldama, que según don Pedro Correa "estaba medio borracho desde el año que salió el cometa", trataba de consolar a la madre:


Leer / Descargar texto

Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 37 visitas.

Publicado el 17 de abril de 2025 por Edu Robsy.

Mateíto

Juan José Morosoli


Cuento


Mateito llegó a la conclusión de que a un hombre como Saavedra, “que había sido hasta comisario”, no se le podía sepultar así, en un cajón sin pintar, de esos que daba el municipio a los pobres de solemnidad. Y sin velorio además, porque velas no daban.

—Los que no tienen parientes son parientes de todos, pensó, y resolvió iniciar una colecta de dinero para dar a Saavedra una sepultura como la gente.

Reunió así el dinero necesario para comprar el cajón y prender un velorio de ocho velas.

Machado trajo una botella de caña y medio kilogramo de café para la concurrencia.

Casi al amanecer un camionero que se acercó a peguntar donde estaba la boca de la carretera, dejó cinco pesos.

—No conocía al finado — dijo. Y agregó: —Soy solo y en el camino ando. ..

Mateíto compró una corona y le puso una tarjeta. Un camionero sin familia, decía.


* * *


Lo sepultaron en “el campamento”. Le decían así al espacio que ocupaban las tumbas en tierra. Y le pusieron la corona sobre el lomo de tierra que cubría el cajón. Sobre el pecho más o menos.

Al ascender la escalera que separaba el campamento de la zona de los panteones, allí donde la tierra valía más que frente a la plaza, Mateíto se volvió para mirar la tumba solitaria. El sol hacía arder las hojas doradas de la corona.

Miren —les dijo Mateíto a los otros —señalando el lugar— y digan si no hemos hecho una obra de caridad.

Me gustaría que el del camión viera la corona, respondió Machado.


* * *


Mateito era delgado, atildado, amigo de expresarse bien. Calzaba siempre zapatillas de terciopelo bordadas. Andaba siempre como deslizándose, “pisando en el aire”. Le decían “el livianito”.

Alegando su poca salud trabajaba poco. Lo menos que podía. Y eso en trabajos “livianitos”.

—Venta de números de lotería. Repartos de invitaciones para bodas o funerales. Cosas así.


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 26 visitas.

Publicado el 30 de julio de 2025 por Edu Robsy.

12345