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autor: Juan José Morosoli etiqueta: Cuento


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Los Juguetes

Juan José Morosoli


Cuento


Cuando mi madre estuvo grave, nosotros salimos de nuestro hogar. Mi abuela se llevó a mis hermanos más chicos y yo fui a la casa que era la más lujosa del pueblo. Mi compañero de banca vivía allí.

La casa no me gustó desde que llegué a ella.

La madre de mi compañero era una señora que andaba siempre recomendando silencio. Los criados eran serios y tristes. Hablaban como en secreto y se deslizaban por las piezas enormes como sombras. Las alfombras atenuaban los ruidos y las paredes tenían retratos de hombres graves, de caras apretadas por largas patillas.

Los niños jugaban en la sala de los juguetes sin hacer ruido. Fuera de aquella sala no se podía jugar. Estaba prohibido. Los juguetes estaban alineados cada uno en su lugar, como los frascos en las boticas.

Parecía que con aquellos juguetes no hubiera jugado nadie. Yo hasta entonces había jugado siempre con piedras, con tierra, con perros y con niños. Pero nunca con juguetes como aquellos. Como no podía vivir allí, mi padrino don Bernardo me llevó a su casa.

En lo de mi padrino había vacas, mulas, caballos, gallinas, un horno de cocer pan y un cobertizo para guardar el maíz y alfalfa. La cocina era grande como un barco. En el centro tenía un picadero de leña enterrado en el suelo. Cerca de la chimenea una llanta de carreta reunía pavas, parrillas y hombres. Pájaros y gallinas entraban y salían.

Mi padrino se levantaba a las cinco de la mañana, y comenzaba a partir la leña. Los golpes que daba con el hacha resonaban por toda la casa. Una vaca mimosa venía hasta la puerta y mugía apenas lo veía. Luego un concierto de golpes, balidos, gritos, cacarear y batir de las alas, conmovían la casa. A veces al entrar en las piezas, el vuelo asustado de un pájaro que se sorprendía nos paraba indecisos. Era una casa viva y trepidante.

La leche espumosa y el pan casero, suave y dorado, nos acercaba a todos a la mesa como a un altar.


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Publicado el 14 de junio de 2025 por Edu Robsy.

El Viaje Hacia el Mar

Juan José Morosoli


Cuento


A pesar de que habían resuelto partir a las cuatro, Rataplán llegó a las tres. Era el primero en llegar.

En el café había un solo hombre, sentado al lado de la puerta, desconocido para Rataplán, lo que quiere decir que no era del pueblo.

—Buen Día —dijo aquél al entrar.

—Bueno —respondió el otro, y acercó una silla al recién llegado como si le conociera o estuviera esperándole y, tras un silencio, agregó:

—¿Madrugó, eh?

—Sí —respondió Rataplán—, estamos de viaje a la playa.

—¿A qué playa?

—¿Hay más de una?

—¡Uf!... Muchísimas. ¿No conoce el mapa?

—No señor, no lo conozco...

—Pues playas hay muchísimas...

—Habrá. A nosotros nos lleva Rodríguez. ¿No ve que nunca hemos visto el mar?

En ese momento llegaron el rengo "Siete y tres diez" con su perro, y "Leche con fideos", un hombre flaco, pálido, con una barba negrísima, de ocho días, peón de un horno de ladrillos.

Se sentaron junto a Rataplán y el desconocido. Pidieron una caña y al minuto ya estaban participando familiarmente de la conversación.

El desconocido hacía cuentos de tartamudos con los que ellos se destornillaban de risa. Fue Rataplán el que tuvo que pedirle al fin:

—No haga más, por favor... Guarde alguno para la playa...

"Siete y tres diez" se asomaba de rato en rato a la puerta, nervioso por la tardanza de los otros excusionistas.

Rodríguez y el vasco Arriola llegaron cuando ya era día claro.

Aquél —que era el dueño y el conductor del camión— descendió de éste, dejó el motor en marcha y se sumó a la rueda.

El desconocido, que advirtió la presencia de Arriola, se acercó a la puerta e invitó:

—Baje, tome una caña y nos vamos.

—El día va a ser bárbaro e'calor —dijo "Leche con fideos".

—Sí, nos a sacar lonjas —respondió Rodríguez.


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Publicado el 23 de febrero de 2025 por Edu Robsy.

El Aguatero

Juan José Morosoli


Cuento


Don Felipe debió hacerse aguatero por el amor que le tenía al arroyo y al agua. Hablaba de cauces, árboles, camalotes y lamas, haciendo gustar la sensación de frescura de lo que evocaba. Las palabras entraban por la boca. Además era un poeta.

–Esta agua la espero donde se peinan las rubias...

La recogía al término de un cauce encerrado entre sauces cuyas cabelleras, de raíces rosadas y rubias, peinaban las aguas clarísimas.

–Este barril se lo pedí de favor al berral y la menta mota, porque la cañada se ha dejado de saltos, y sólo se pasa durmiendo entre las plantas...

–Está fresquita, y se la saca despacio todavía va a encontrar la sombra de los camalotes.

Cuando el verano comenzaba a sorber los arroyos cercanos, el se iba a buscar las vertientes saltarinas de los cerros.

Decía que ser aguatero no consistía en traer agua en un barril, sino en “levantar” el agua del arroyo y traerla hasta la copa, sin que ella se diera cuenta, descansada y fresca.

Desviaba cauces, llevando la corriente hasta las tazas de piedra rosada donde el sol inventaba arañas de oro.

Llevaba tras de sí las cañadas, como si llevara a un animal amigo.

Se indignaba cuando alguien arrojaba un terrón en la corriente limpia.

De los aguateros que conocí, ninguno amaba el agua y el arroyo como él.

La forma en que vería el agua en las tinajas, era una bella fiesta, que no olvidaré nunca.


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Publicado el 27 de julio de 2025 por Edu Robsy.

Soledad

Juan José Morosoli


Cuento


Domínguez llegaba recién de las lagunas cortadas, con la ración para el caballo. Era su única tarea. Iba allá todos los días a recoger gramilla de superficie, y hojas de parietaria de los troncos podridos de los sauces, para darle a su viejo caballo. Era éste un animal sin dientes, bichoco y con los ojos opacos de nubes lechosas. Pero era también la única cosa viva que tenía Domínguez, para ocuparse de algo en la vida. Después de alimentarse él, no tenía nada, absolutamente nada de qué ocuparse. Estas hierbas que Domínguez traía a su caballo, eran el único alimento que el pobre animal podía comer. Enflaquecía a ojos vistas y era seguro que no salvaría con vida el invierno que comenzaba.

Ahora que había terminado con la tarea de racionar el caballo, Domínguez acercó la silla petisa, de asiento de cuero de vaca, hasta las tunas, se sentó y empezó el mate dulce. Era el desayuno.

Pero no tenía azúcar. Hacía dos días que desayunaba, almorzaba y cenaba con mate dulce y el azúcar se había terminado.

Pensó si iría a lo de un sobrino que tenía del otro lado del pueblo a procurarse algún alimento.

No tenía deseos de ir, porque el sobrino, junto con algún trozo de carne, gustaba darle consejos. Siempre le decía que parecía mentira que siendo tan viejo no hubiera aprendido a vivir. Y Domínguez se tenía "que olvidar sus canas y sujetarse las manos para que no se le estrellaran en los cachetes del mocoso".

Sí. No deseaba ir. Pero dos días sin comer ablandan el cogote... Tal vez podía pedir fiado en el boliche nuevo. Pero a lo mejor el bolichero nuevo estaba avisado por los bolicheros viejos ... a los que Domínguez tenía "marcados y contramarcados". Y no es que fuera mal pagador. Lo que pasaba es que la pensión era muy chica. Y que cuando él cobraba se olvidaba que debía y se iba a comprar al centro con la plata en la mano.


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Publicado el 20 de abril de 2025 por Edu Robsy.

Los Boyeros

Juan José Morosoli


Cuento


Al caer la tarde, Pololo, el negrito, y yo íbamos al arroyo. Marchábamos monte adentro siguiendo los senderos trazados por el ganado que iba a abrevar. Hasta el borde de la laguna llegaban las vacas, tranquilas y lentas, y hundían el belfo en el agua. Parecían beber las ramas de los molles que el poniente acostaba en la laguna.

Allí arrojábamos migajas a las mojarras para ver el juego de sus cuchillitos y sus fugas eléctricas.

El monte se iba durmiendo con la canción del agua y el canto, cada vez más lento y espaciado, de los pájaros que regresaban del campo.

Cuando las estrellas bajaban a la laguna, los boyeros acunaban la tarde con su silbo y ésta se dormía.

Camino de vuelta veíamos salir de sus nidos, en la tierra profunda, como avisadas de nuestro paso, a las lechucitas de ojos redondos y dorados.

Un día llegaron los monteadores.

Sentíamos los golpes de sus hachas, las quejas de los troncos heridos y la caída brutal de los árboles.

Por el aire vagaba el olor a savia muerta.

Vimos caer los últimos árboles de la jornada. Tras el derrumbe se precipitaban sobre el horror de la pichonada deshecha y el desorden de plumas de los nidos, los perros hambrientos.

Fue entonces que Pololo vio partir los boyeros.

Con ellos se iba la canción de cuna de la tarde.

Fue la última vez que vimos boyeros.


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Publicado el 27 de julio de 2025 por Edu Robsy.

El Carrero

Juan José Morosoli


Cuento


Cuando yo era un niño, Don Domingo venía al mercado con su carreta llena de sandías.

Nosotros íbamos a los almacenes a comprarle algunos objetos que no se hallaban en las pulperías de su pago. A veces le leía algunos diarios. El no sabía leer y me escuchaba asombrado.

Por aquellas lecturas se daba cuenta que el mundo era muy grande. Yo iba también a casa del zapatero, a pedirle revistas. Eran éstas de pocas hojas y muy grandes. Traían algunas figuras de colores vivos, con ejércitos y generales, pues aquellos eran tiempos de guerra.

Cuando empedraron las calles, ya no dejaron llegar más carretas hasta el mercado.

Entonces Don Domingo se quedaba en los suburbios y sólo vendía sus sandías a los revendedores, que después pregonaban por el pueblo.

Don Domingo me contaba cosas del campo.

Era un hombre que sentía mucho cariño por los niños.

Tenía un hijo, pero se fue a la guerra y lo mataron.

Entonces le cambió el nombre a la carreta, que se llamaba “La Compañera”, y le puso “Pronto Voy”.

Como el viaje era muy largo y él estaba muy viejo y su mujer también, comenzó a viajar con ella.

Entonces la carreta era un hogar.

Un día no vino más, ni la carreta ni Don Domingo.

Y yo ya dejé de ver carretas y carreros.


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Publicado el 27 de julio de 2025 por Edu Robsy.

La Lluvia

Juan José Morosoli


Cuento


Ver llover allí, en aquella chacra, era una cosa que causaba placer. Un placer tranquilo que aún me alegra.

No olvidaré nunca aquella mañana. Hasta aquel día no había sentido la emoción de la lluvia. Me parecía que el campo y el árbol y yo éramos felices de la misma manera: quedándonos quietos y dejándonos penetrar por aquella música mansa y aquella lluvia lenta que caía sin interrupción.

A mi hermana le gustaba mucho jugar a las casitas. Con cuatro palos, algunos cueros y unos mazos de paja mansa, había construido la suya. Era una vivienda como la de los indios.

El agua vino despacio. La sentimos llegar. La vimos venir, borrando cerros, y dejando todo detrás de su vidrio esmerilado. Las gallinas corrían apresuradas y ganaban hornos y graneros. Lejanos cantos de aguateros y alborozados gritos de teru-teru confirmaron la presencia lejana de la lluvia. Unos horneros vinieron hasta donde nosotros. Los vimos volar y luego detenerse en la horqueta de un árbol. Habían elegido hogar. Cuando llegaron las primeras gotas picotearon la tierra y trajeron una mota en el pico, Colocaban la piedra fundamental de su casa.

Las gentes del pago comenzaron a llegar a los ranchos. Venían a jugar a las cartas. La lluvia creaba una sociedad candorosa, sencilla y feliz. Desde los cerros comenzaban a bajar pequeñas corrientes. En las quebradas nacían cañadas. Al campo le nacía un sistema de venas. Mirando éste, recién comprendí el mapa con los azules nervios de sus ríos dibujados.

Sobre los cueros llovía lentamente. Aquel asordinado tambor nos iba invadiendo. De tarde mi hermana volvió a la casita. Quería pasar la tarde con las niñas de la chacra jugando a las abuelas.

Quería hacer cuentos de su juventud y me pedía a mí que me portara mal así podía decir a cada rato que los hijos daban mucho trabajo.

Mi hermana –la abuela– tenía doce años.

Aquella tarde fue una de las más felices de mi vida.


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Publicado el 27 de julio de 2025 por Edu Robsy.

Clorinda

Juan José Morosoli


Cuento


I

Ni parecía que en aquella casa viviera una mujer “así”, como Clorinda.

Con la tina al fondo y la ropa colgada en los alambres, parecía la casa de un vecino como los demás. Eso sí, cortada de las otras. Como Clorinda de las gentes. Natural: podría vivir en el barrio donde están las mujeres que se dedican a lo que se dedica ella. Pero no quería porque era gustadora de la soledad.

—Cuanto menos bulto más claridá… —decía.

Y también:

—No porque una sea lo que es, le va a gustar el bochinche… ¿no le parece?…

Agregaba, al fin, para estar contenta con su presente:

—Yo soy así, pero me puedo enderezar… ¿Quién le dice q’alguna derecha no se tuerza?…

Además había gente a la que le gustaba la seriedad en estas cosas. ¡Gente que va allí por lo que va y se acabó!…

—Tu casa es como una escuela o com‘un asilo e viejos…

Eso le dijo Zenona Pérez, una vecina vieja, única que le sacaba prosa. Clorinda le respondió:

—¡Tan siquiera esos respetan!…


* * *


Temprano nomás Clorinda cerraba la casa. A las doce, cuando el guardia civil terminaba la ronda con una pitada doble, ella despedía el último visitante. El guardia civil se iba. Aquella casa no había por qué cuidarla. No peligraba la tranquilidad allí.


* * *


Clientela tranquila. Esa era la que ella quería. Y los que iban allí gustaban también la tranquilidad.

—Clorinda es una mujer que no alegra a nadie, pero tampoco entristece...

—Seguro… ¡dejesé con esas qu’están quejándose siempre!… ¡Como si uno las hubiera echao a perder!…

Natural. Que se quejaran a “el primero”…

En Clorinda habían comenzado a ser hombres muchos “picolisos”. En ella se habían despedido de la mujer muchos hombres... Podía hacer una colección si quería.


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Publicado el 27 de julio de 2025 por Edu Robsy.

Las Caballadas

Juan José Morosoli


Cuento


Venían los ejércitos. Pasaban por las calles del pueblo y acampaban en los campos de Lavalleja o del Campanero.

Tras ellos venían grandes caballadas. Muchos animales iban quedando por los caminos, agotados, con los lomos deshechos, o quebrados. Los arreadores, de chiripá, barbudos y bien montados, nos saludaban con los rebenques de zotera chata, de cuero crudo. Al fin de la arreada venían las yeguas, con potrillos de patas largas y cabezas finas y nerviosas, con cascos claros que parecían romperse en las piedras.

Nosotros llevábamos ropa vieja a los hombres y éstos nos regalaban potrillos. Pero en casa nos obligaban a devolverlos para que no se murieran lejos de las madres.

Tras muchos ruegos solían darnos algún petiso maceta, sillón o chapinudo.

Eramos felices con ellos, hasta que venía otro ejército escaso de caballos y se los llevaba.

En la guerra lo que un ejército regalaba se lo llevaba el otro. Porque siempre eran dos ejércitos.


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Publicado el 27 de julio de 2025 por Edu Robsy.

La Industria

Juan José Morosoli


Cuento


Mojarra se crió solo. El campo y los cerros con su almanaque de plantas le enseñaron las cuatro estaciones. Sabe caminar fuera de los caminos sin perderse. Aprendió cosmografía buscando la huella más corta, cuando se hallaba lejos del pueblo, pues es arriba y no abajo que hay que mirar para encontrar el rumbo seguro. Supo cuándo la lluvia estaba cerca, viendo el trajín de las hormigas y oyendo cantar a los horneros. Observando la marcha del ganado llanero que busca el abrigo de las quebradas, conoció el rumbo del viento antes de que éste llegara. Tiene un valor sereno que le ha nacido en los silencios de la sierra, creciéndole pecho adentro.

Ahora es calagualero. El fue el que creó la profesión, porque ser calagualero es una profesión.

Caminaba por el pueblo vendiendo plantas, cuando encontró un hombre que buscaba comprarlas.

—¿Usted puede venderme muchas plantas como ésa?—. Era una calaguala gigante, de ancha hoja verdinegra.

—Miles.

Mojarra ya no recogió sino calagualas. Hacía mazos que enviaba a la ciudad. Allí las ponían en los grandes ramos que las gentes ricas pagaban muy caros. Recogiéndolas de distintos lugares las lograba de distintos tonos.

Del abra soleada, las verdes luz. De la musguera en sombras, las verdes hondos. Es un pintor que pinta con ramas.

Los yuyeros se asombraron al principio. Luego supieron el destino de aquellos miles de mazos que Mojarra traía de la sierra.

Al fin fueron muchos los que comenzaron a cruzar quebradas y torrentes y volvían con los carritos pertigueros llenos de plantas. Mojarra había inventado la industria.

Familias enteras vivían de aquellas plantas que la ciudad compraba para adornarse.

—Ahora todos son calagualeros, pero yo fui el que descubrió el negocio… —Y termina—: Como me dijo el maestro, yo soy un industrial que ha hecho mucho bien al pueblo...

Y se queda contento porque un industrial es una cosa muy importante...


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Publicado el 27 de julio de 2025 por Edu Robsy.

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