Textos más vistos de Juan José Morosoli etiquetados como Cuento | pág. 2

Mostrando 11 a 20 de 68 textos encontrados.


Buscador de títulos

autor: Juan José Morosoli etiqueta: Cuento


12345

El Asistente

Juan José Morosoli


Cuento


Cuando su mujer murió, el pago se quedó sin partera. En el mismo momento de morir ella, él heredó la profesión.

Alguien se horrorizaba:

—Mire usted que un hombre en eso...

—Pero si es como una mujer el pobre. ¿Usted ha estado en su casa?

Y contaba que Almada se remendaba y lavaba la ropa, cocinaba y zurcía sus trapitos. Que andaba siempre limpio y bien afeitado.

Era verdad. Usaba unos pantalones negros, estrechos y lustrosos y un saco blanco. De pecho angosto y pie chiquito, como de mujer, calzado siempre en zapatillas de cuero puntiagudas y lustradas. Caminando livianito como un peluquero.


* * *


A él dándole golosinas ya lo tenían contento. Lo que menos apreciaba era la plata. Si acaso algún regalo para la casa: floreros, estatuas de santos.

—Por eso Rodríguez se había hecho nombrar con un regalo de estos.

—¿Algún juego de vidrio?

—No. Un busto.

—¿Santo o general tal vez...?

—No. Un busto de los Treinta y Tres Orientales. Parados. Completo. Ni uno más ni uno menos. Y un monte atrás.

Cuando llegaba a las casas, lo recibían con un surtido de especialidades de boliche: anís, pasas de higo, cocoa, café... Era hombre de buena prosa y de buena atención para la prosa de los demás.


* * *


Su mujer era muy gruesa y se cansaba de todo menos de comer y tomar mate dulce. Almada hacía la tarea de la casa.

—A tu patrona la has puesto de patrón...

—¿Y qué querés? ¿Que yo parteree y ella cocine?


* * *


Así hasta aquel día que ella se quedó muerta tomando mate.

Estaba al lado de la cama donde una infeliz se retorcía de dolor en trance de alumbrar.

Cuando Almada entró a buscar el mate, la encontró en el suelo. La pobre se había "quedado" sin moverse del asiento.


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 36 visitas.

Publicado el 15 de marzo de 2025 por Edu Robsy.

El Casero

Juan José Morosoli


Cuento


—La visita que le hicieron sus inquilinos a Don Elías, el comprador de chatarra, huesos y trapos viejos, fue como la que le hicieron los animales al gato montés cuando se descaderó...

—¿Y cómo fue?

—Cuando estuvieron seguros que el gato no podía moverse fueron a visitarlo... ¡Hasta la paloma que nunca pudo ver volar un hijo por culpa de él!...

Álvarez, —el propio narrador, que le debía al enfermo nada menos que tres meses de alquiler, encabezó el grupo.

—Venimos a ofrecernos... Estamos a la orden...

—Don Elías estaba en la cama —puro armazón y poca ropa— con la boca torcida y medio cuerpo inmóvil. Lo tendió "un bruto ataque".

—Lo agarró almorzando, porque el hombre era tacaño que daba asco pero comía que daba miedo.

El pobre tras el ofrecimiento de Álvarez hace un esfuerzo para mover la boca. Quiere contestar. Pero no puede.

—Uno se va a quedar con usted —dice Álvarez. Y luego, a gritos como si el enfermo estuviera a tres cuadras:

—¡Ya fueron a buscar el doctor!

Y dirigiéndose a los otros:

—Vamos a retirarnos si no capaz que cree que se va a morir...

Doña Rosaura le hace una seña poniéndose el índice en los labios.

Y Álvarez tranquilo responde:

—¿Usted cree que oye?... ¡Va a ver que el doctor dice que no oye!...


* * *


Don Elías es propietario de diez casillas de tablas de cajón y chapas viejas negras de orín. Cobra por estos refugios unos alquileres brutales. Además se pasa el mes murmurando:

—El mes termina el último día... El primero es otro mes...

Y el primero anda ya con los recibos reclamando su pago.

—Antes que el sol, entra el viejo con el recibo, dicen los inquilinos.

—Un desgraciado que vive peor que nosotros, dice Álvarez.

—Eso es. Tiene rentas... ¿pero le sirven para algo?

—Para hacerse odiar...


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 5 minutos / 17 visitas.

Publicado el 10 de junio de 2025 por Edu Robsy.

La Señora

Juan José Morosoli


Cuento


Llegaron, colocaron la corona de flores artificiales, prendieron algunas velas y empezaron a rezar.

Una vez al año hacían esta visita. Así, rezando, parándose, hincándose, estaban allí hasta que las velas se consumían.

Cedrés iba hasta el portón de entrada, fumaba, volvía.

No podía comprender cómo aguantaban tanto tiempo en aquella situación.

—Porque —pensaba— ¡mire que una vela cuando uno está esperando que se apague dura tiempo prendida!...

Esta vez se puso a hablar con el camposantero. Miraban los dos a aquellas cuatro figuras negras, de cabeza caída sobre el pecho, con una rigidez de madera.

—Mire que ha sido gente fiel con el finado...

—¡Déjeme! —respondió Cedrés—. Gente de ésa ya no queda. ¿Usté sabe lo que son seis años de luto cerrado?

—¡Seis años!

—¡Seis! Pero éste es el último... Ella dice que ya cumplió con él... Les va a repartir el campo.

Y siguió contándole:

—"La Señora" quiere que ellos se arreglen por su cuenta...

—¡Y está bien nomás!

—Dice que no van a ser güérfanos toda la vida ... Y que ella ya fue doliente seis años...

—¡Ha cumplido hasta demás!...


* * *


Siempre fue ella la que llevó la dirección de la familia y de los negocios. El finado fue un hombre muy blando.

—¿Ve el más grande de ellos? Así era el padre... Pero capaz que lo envolvía un chiquilín... Todo marchó bien porque ella era un general para disponer.

Él andaba siempre como sorbido por ella, que es una mujer alta, medio gruesa, amiga de apretarse la ropa lisa sobre el cuerpo, con una cara donde la piel parece querer reventar por no poder contener la sangre, con un bozo azul sobre el labio grueso.

De tarde, cuando él llegaba del campo, andaba tras ella como arrastrado por aquellas formas, que la ropa lisa torturaba, y aquella voz medio borrada que parecía una voz con fiebre.


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 26 visitas.

Publicado el 28 de marzo de 2025 por Edu Robsy.

La Vuelta

Juan José Morosoli


Cuento


El viejo Hernández le llevó el pedido de "la patrona" —su tía— de que volviera. Y él volvía, pues "no tenía nada que agradecerle" a la ciudad.

Al llegar se encontró con el velorio del tío. Llegó pues a acompañarlo por última vez. A su tía —la viuda— no entró a verla.

Cuando se fue tenía diez y seis años. Era menor de edad, pues. Y podían haberlo detenido si él —o ella— lo hubieran ordenado. Porque el tío era el tutor.

Pero no. No pasó nada. Es decir "pasó" que se encontró con veinte pesos en el bolsillo.

—Estuve por darme vuelta —le contaba a Hernández— porque a lo mejor mi tía me los había puesto para hacerme prender por ladrón...

Pero las cosas pasaron de otro modo según Hernández se lo aclaró. Ella misma le había informado de esto, cuando le pidió que lo fuera a buscar.

—Ella vio cuando escondiste la muda de ropa y los botines ... Te puso la plata para que no pasaras hambre.

Era un niño cuando lo llevaron allí. Fue cuando murió su madre. Y fue la primera noche que le oyó decir a la mujer:

—Acostalo en el rancho largo... Aquí puede ver cosas que no le convienen...

Y se quedó solo —solito— en aquel rancho ladero del de la pareja, mitad granero y mitad cocina, llorando hasta que se durmió, acunado por el ruido que hacían los chanchos, rascándose en los palos del chiquero que estaba tras la pared.

Después, mañanas con heladas. Y veranos con los pies ardiendo, entamangado hasta el mediodía, cuidando que los bueyes no se fueran a los sembrados, o días y días de otoño desgranando maíz, marlo con marlo. O cosechando porotos de manteca, caminando sobre las rodillas de no poderse parar luego del trabajo.

El tío, como un buey, obedeciendo. Era hombre porque tenía pantalones y bigotes. Siempre mirando el suelo. Flaco, que parecía estarse secando por dentro.


Leer / Descargar texto


3 págs. / 6 minutos / 25 visitas.

Publicado el 2 de marzo de 2025 por Edu Robsy.

Mateíto

Juan José Morosoli


Cuento


Mateito llegó a la conclusión de que a un hombre como Saavedra, “que había sido hasta comisario”, no se le podía sepultar así, en un cajón sin pintar, de esos que daba el municipio a los pobres de solemnidad. Y sin velorio además, porque velas no daban.

—Los que no tienen parientes son parientes de todos, pensó, y resolvió iniciar una colecta de dinero para dar a Saavedra una sepultura como la gente.

Reunió así el dinero necesario para comprar el cajón y prender un velorio de ocho velas.

Machado trajo una botella de caña y medio kilogramo de café para la concurrencia.

Casi al amanecer un camionero que se acercó a peguntar donde estaba la boca de la carretera, dejó cinco pesos.

—No conocía al finado — dijo. Y agregó: —Soy solo y en el camino ando. ..

Mateíto compró una corona y le puso una tarjeta. Un camionero sin familia, decía.


* * *


Lo sepultaron en “el campamento”. Le decían así al espacio que ocupaban las tumbas en tierra. Y le pusieron la corona sobre el lomo de tierra que cubría el cajón. Sobre el pecho más o menos.

Al ascender la escalera que separaba el campamento de la zona de los panteones, allí donde la tierra valía más que frente a la plaza, Mateíto se volvió para mirar la tumba solitaria. El sol hacía arder las hojas doradas de la corona.

Miren —les dijo Mateíto a los otros —señalando el lugar— y digan si no hemos hecho una obra de caridad.

Me gustaría que el del camión viera la corona, respondió Machado.


* * *


Mateito era delgado, atildado, amigo de expresarse bien. Calzaba siempre zapatillas de terciopelo bordadas. Andaba siempre como deslizándose, “pisando en el aire”. Le decían “el livianito”.

Alegando su poca salud trabajaba poco. Lo menos que podía. Y eso en trabajos “livianitos”.

—Venta de números de lotería. Repartos de invitaciones para bodas o funerales. Cosas así.


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 25 visitas.

Publicado el 30 de julio de 2025 por Edu Robsy.

Un Velatorio

Juan José Morosoli


Cuento


Bentos había terminado la jornada. Tomaba unos mates, tranquilo, sentado sobre un tronco cuando llegó la policía. Venía a mata caballo con el aviso del comisario. Mandaba decir éste que fuera al pueblo enseguida.

—¿Qué pasa? —preguntó Bentos.

—Parece que un hijo suyo "es" muerto.

Bentos ensilló en seguida y partió.


* * *


Cuatro leguas lo separan del pueblo. A veces pone el caballo al trote para pensar mejor. O al paso. Arma un cigarro.

—...Vaya a saber cuál es el muertito. A lo mejor Justino, el mayor, un muchachito que va a ser flor de hombre. Es un gurí que si llora por algo es porque él no lo lleva al monte.

Tiene una escalera de hijos, Bentos. Una escalera a la que le faltan algunos escalones. Porque es raro el año que él no cristiane un hijo y entierre otro. El pueblo es un pueblo muy castigado por los andancios. Nada más. Trabaja en el monte, de carbonero. Corta leña, la para. Embarra el horno. Quema.

Vende cuando comienza el otoño. Entonces ya no va más al monte. Hasta la primavera se lo pasa "en las casas", haciéndole el gusto al cuerpo. Duerme en cama, truquea en el boliche. Tres meses lindos se pasa Bentos así.

Cuando se va no vuelve hasta el final del verano. A menos que lo vayan a buscar por alguna desgracia. Por nacimientos, gracias a Dios, no lo molesta la patrona.


* * *


Trote y galope. Paso y cigarro. Cuando quiere acordar está en la boca del pueblo. Son dos hileras de ranchos que tropezando y levantándose bordean el callejón con colchón de polvo bayo.

Un tajo de luz, una luz bárbara de fuerte, se tiene en la calleja, mordiendo la tierra, revelando el yuyal y el hormigueo de perros y mujeres.

Sale del rancho de Bentos la luz.

Bentos paró el caballo y sintió entonces un ronquido parejo y seguro, de motor, que vencía la noche sin ruidos.

—¡Güe! ¿Y ésto?...


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 25 visitas.

Publicado el 24 de febrero de 2025 por Edu Robsy.

El Burro

Juan José Morosoli


Cuento


Umpiérrez se levantaba, empezaba el mate, encendía el fuego y ponía un churrasquito en las brasas. Después desayunaba y se iba al horno de ladrillos donde trabajaba. Al mediodía se apartaba del grupo de "cortadores" que hacían fuego común, encendía su propio fuego, tomaba mate, ponía un churrasquito y almorzaba. De tarde, al regresar del horno, pasaba por el matadero, levantaba unas achuras, las asaba, tomaba mate y cenaba. Luego se sentaba frente a la noche, fumando. Por el camino ciego que moría en el horno, no pasaba nadie. A sus espaldas las tunas y cina-cinas, borroneaban la noche. Después se iba a dormir.

Al otro día hacía lo mismo ... al otro día igual. La única excepción era el domingo, porque ese día no trabajaba y hacía comida de olla: puchero o guiso.


* * *


Una vez Anchordoqui le preguntó:

—¿Pero vos no vas nunca al boliche?

—¿Pa qué?

—A jugar un truco ... A tomar una caña...

—¿Para salir peliando después?

—¿Y las mujeres no te gustan?

—¿Pa qué? ¿Para llenarte de hijos?

Anchordoqui seguía preguntando. Esperaba dejarlo sin respuesta.

—¿Y perro no tenés?

—¿Pa qué?

—¿Cómo pa qué? —dijo Anchordoqui malhumorado—. ¿Pa qué?... ¡Para tenerlos nomás, para lo que se tienen los perros!

—Para tenerlos nomás, mejor no tenerlos...

—Pero alguna diversión tenés que tener —dijo Anchordoqui en retirada.

—¿Querés mejor diversión que vivir como yo vivo?

Esta vez fue Anchordoqui el que no contestó.


* * *


Con los vecinos se llevaba bien. A Nemesia la lavandera, vecina de metros más allá, la veía cuando se levantaba. Ella le daba los buenos días, arrimaba el carrito de manos, en el que llevaba las bolsas de ropa al arroyo y al fin las cargaba. Alguna vez Umpiérrez le ayudaba a levantar las bolsas.


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 60 visitas.

Publicado el 15 de marzo de 2025 por Edu Robsy.

El Carrero

Juan José Morosoli


Cuento


Cuando yo era un niño, Don Domingo venía al mercado con su carreta llena de sandías.

Nosotros íbamos a los almacenes a comprarle algunos objetos que no se hallaban en las pulperías de su pago. A veces le leía algunos diarios. El no sabía leer y me escuchaba asombrado.

Por aquellas lecturas se daba cuenta que el mundo era muy grande. Yo iba también a casa del zapatero, a pedirle revistas. Eran éstas de pocas hojas y muy grandes. Traían algunas figuras de colores vivos, con ejércitos y generales, pues aquellos eran tiempos de guerra.

Cuando empedraron las calles, ya no dejaron llegar más carretas hasta el mercado.

Entonces Don Domingo se quedaba en los suburbios y sólo vendía sus sandías a los revendedores, que después pregonaban por el pueblo.

Don Domingo me contaba cosas del campo.

Era un hombre que sentía mucho cariño por los niños.

Tenía un hijo, pero se fue a la guerra y lo mataron.

Entonces le cambió el nombre a la carreta, que se llamaba “La Compañera”, y le puso “Pronto Voy”.

Como el viaje era muy largo y él estaba muy viejo y su mujer también, comenzó a viajar con ella.

Entonces la carreta era un hogar.

Un día no vino más, ni la carreta ni Don Domingo.

Y yo ya dejé de ver carretas y carreros.


Leer / Descargar texto

Dominio público
1 pág. / 1 minuto / 10 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2025 por Edu Robsy.

La Chacra

Juan José Morosoli


Cuento


La chacra está en el campo abierto.

Entre la estancia y la ciudad.

Ya han segado y trillado el trigo.

Por eso se ven al fondo del rastrojo varias parvas de paja dorada.

En el rastrojo se siembra maíz aprovechando los tallos del trigo cortado, como abono.

Cuando el maíz está maduro las hojas tienen color y sonido de metal.

La cosecha se hace cortando las plantas y emparvándolas para que sazonen bien las mazorcas.

El campo queda entonces pinchado de parvas y parece una toldería de indios.

La arada para el trigo comienza en abril.

Es lindo ver en el alba la marcha lenta del arado. El arador y los bueyes a contraluz parecen esculturas.

Los pájaros, en vuelos cortos, siguen el arado picoteando los terrones.

En la chacra es donde la familia tiene una organización perfecta.

En ella trabajan todos.

Los hombres aran, siembran y cortan el trigo y el maíz.

Las mujeres aporcan el maizal, plantan boniatos a estaca y siembran y carpen la huerta de zapallos y sandías.

Los niños pastorean cerdos y bueyes o recorren los bacales buscando nidales de gallinas y recogiendo huevos.

El chacarero es hábil en muchos oficios.

Hace su vivienda y su pan. Es herrero y carpintero.

Los chacareros suelen trabajar toda su vida en tierras arrendadas.

No siempre comen pan de trigo, sustituyéndolo con boniatos cocidos o galleta dura.

Si trabajaran en sus propias tierras vivirían en habitaciones más saludables y cómodas.

El arrendador alquila sus tierras sin vivienda, debiendo el chacarero construir su rancho.

Como los arrendamientos son por plazos breves, la vivienda tiene algo de improvisada y andariega.

En algunos departamentos del país las chacras son muy escasas.

El día que las estancias de miles de cuadras dejen su lugar a las chacras y granjas, el país será mas próspero.


Leer / Descargar texto

Dominio público
1 pág. / 1 minuto / 10 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2025 por Edu Robsy.

Romance

Juan José Morosoli


Cuento


Velásquez golpeó y se corrió hacia el costado de la puerta, como si temiera ser visto al abrir.

Se asomó apenas una mujer.

—Pase —dijo.

Él se acercó al cuadro de luz, que al abrirse la puerta se había tirado sobre la noche. Fue cuando ella advirtió el traje de soldado.

—¡Ah!… —dijo—. Disculpe… no va poder entrar…

—¿Eh?

—Sí. Soldados y negros… no son órdenes mías…

—Yo creo que mi plata es igual a la de los otros…

—Será, sí…

—Será, no. ¡Es!

La mujer frente a la aparente energía del hombre se ablandó.

—Sí, es… ¡Claro!… Pero yo no puedo…

Como él no decía nada, y para consolarlo un poco, agregó:

—Más abajo hay casas generales… para todos…

El pobre Velásquez, después que alegó aquello de que su plata era igual a la de los otros, se había quedado entristecido y estaba allí, frente a aquella luz tan caliente que venía de adentro de la pieza, llena de olor a mujer y jabones olorosos.

Afilado el rostro medio indio, menudo, abrumado bajo el peso del capote militar que le había puesto una barrera entre la calle y la casa.

La mujer también, tras lo que dijo, se quedó allí, sin resolución.

—Bueno —terminó—, ¿que estamo haciendo?… pa usté

es igual una que otra. ¿Noverdá?

—La vide pasar cuando estaba de guardia… No es igual, no…

Una desolación terrible le venía desde el fondo. Una desolación para ella más linda que las risas que venían de adentro.

—Bueno, adiós…

—¡Adiós!… —Y cerró la puerta. ¡Tras!

Se asomó un poco después, a luz apagada. Él iba entrando despacio en la calle negra, empujado por la luz del farol colgado en la cruz de las calles. Sus zapatos de brega iban goteando pasos en la calzada empedrada primero, y, después, apagados y planos en el secante del polvo.


Leer / Descargar texto

Dominio público
5 págs. / 9 minutos / 10 visitas.

Publicado el 26 de julio de 2025 por Edu Robsy.

12345