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autor: Julia de Asensi editor: Edu Robsy textos disponibles


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La Casa Donde Murió

Julia de Asensi


Cuento


I

Camino del pueblo de B… , situado cerca de la capital de una provincia cuyo nombre no hace al caso, íbamos en un carruaje, tirado por dos mulas, Cristina, su madre, Fernando el prometido de la joven, y yo.

Eran las cinco de la tarde, el calor nos sofocaba porque empezaba el mes de Agosto, y los cuatro guardábamos silencio. La señora de López rezaba mentalmente para que Dios nos llevase con bien al término de nuestro viaje; Cristina fijaba sus hermosos ojos en Fernando que no reparaba en ello, y yo contemplaba la deliciosa campiña por la que rodaba nuestro coche.

Serían las seis cuando el carruaje se detuvo a la entrada del pueblo; bajamos y nos dirigimos a una capilla donde se veneraba a Nuestra Señora de las Mercedes, a la que la madre de Cristina tenía particular devoción. Mientras esta señora y su hija recitaban algunas oraciones, Fernando me rogó que le siguiera al cementerio, situado muy cerca de allí, donde estaba su padre enterrado. Le complací y penetramos en un patio cuadrado, con las tapias blanqueadas, y en el que se observaban algunas cruces de piedra o de madera, leyéndose sobre lápidas mortuorias varias inscripciones un tanto confusas. En un rincón vi a una mujer arrodillada, en la que mi compañero no pareció fijarse al pronto.

Me enseñó la tumba de su padre, que era sencilla, de mármol blanco, y comprendí que no era únicamente por verla por lo que el joven había llegado hasta allí. Observé que buscaba alguna cosa que no encontraba, hasta que vio a la mujer, que era una vieja mal vestida y desgreñada, que le estaba mirando atentamente. Fernando bajó los ojos, y ya iba a alejarse, cuando la anciana se levantó y le llamó por su nombre, obligándole a detenerse.

—¿Qué desea V., madre María? —la preguntó en un tono que quería parecer sereno.


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Dominio público
11 págs. / 19 minutos / 882 visitas.

Publicado el 28 de marzo de 2020 por Edu Robsy.

La Vocación

Julia de Asensi


Cuento


I

El cura del pueblo de C… vivía con su hermano, militar retirado, con la mujer de este, virtuosa señora sin más deseo que el de agradar a su marido, y con los tres hijos de aquel matrimonio, de los que el mayor, Miguel, contaba apenas diez y seis años.

El sacerdote D. Antonino tenía gran influencia sobre la familia, que nada hacía sin consultarle y al que miraba como a un oráculo; a él estaba encomendada la educación de los niños, él debía decidir la carrera que habían de seguir, tuviesen vocación o no, y en cambio de esta obediencia pasiva, D. Antonino se comprometía a costear la enseñanza de sus sobrinos y abrirles un hermoso y lisonjero porvenir.

Una noche se hallaba reunida la familia en una sala pequeña que tenía dos ventanas con vistas a la plaza; el militar leía en voz baja un periódico, su mujer hacía calceta; el cura limpiaba los cristales de sus gafas y Javier y Mateo, los dos hijos menores, trataban en vano de descifrar un problema difícil, mientras Miguel, con una gramática latina en la mano, a la que miraba distraído, soñaba despierto escuchando una música lejana, que tal vez ninguno más que él lograba percibir.

—¡Qué aplicación! —exclamó de repente don Antonino.

Los tres muchachos se sobresaltaron. Javier echó un borrón de tinta en el cuaderno que tenía delante, Mateo dio con el codo a su hermano para advertirle que prestase más atención, y Miguel leyó algunas líneas de gramática conteniendo a duras penas un bostezo.

—Tengo unos sobrinos que son tres alhajas —prosiguió el buen sacerdote.

Juan, el militar retirado, suspendió la lectura, miró a su prole, cuya actitud debió dejarle satisfecho, y esperó a que su hermano continuase hablando.

—Es preciso pensar en dar carrera a estos chicos, dijo D. Antonino; veamos, Mateo, ¿qué desearías tú ser?


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Dominio público
9 págs. / 16 minutos / 453 visitas.

Publicado el 28 de marzo de 2020 por Edu Robsy.

Brisas de Primavera

Julia de Asensi


Cuentos infantiles, Colección


El retrato vivo

¡Pobres mujeres y pobres niños! Ancianos y jóvenes habían formado un valeroso ejército para combatir al enemigo que había venido a sitiarlos a los mejores de sus pueblos y, no habiendo logrado vencer, habían perecido casi todos. Los pocos que vivían, hechos prisioneros, no podían ser ya el sostén de la madre, de la esposa y de los tiernos hijos. El vencedor, no contento con este triunfo, había dado orden de salir de aquella tierra a tan débiles seres.

Recogieron sus ropas y todo cuanto era fácil llevar sobre sí y que no tenía valor material alguno, y llorando los unos, suspirando los otros, y sin comprender lo que perdían los más, se alejaron despacio de sus hogares, en los que meses antes fueran tan felices.

Ya a larga distancia de su patria, los tristes emigrantes se detuvieron para descansar y también para tomar una resolución para lo porvenir.

Los que tenían familia en otras poblaciones pensaban buscar su protección; los que no, decidían, las jóvenes madres trabajar para sus hijos, las muchachas servir en casas acomodadas, los niños aprender cualquier oficio fácil, las viejas mendigar.

Pero había entre aquellos seres un niño de nueve años, que no tenía madre ni hermanos, que antes vivía solo con su padre y, después de muerto este en la pelea, quedaba abandonado en el mundo.

Se acercó a una antigua vecina suya implorando su protección.

—Nada puedo hacer por ti, Gustavo, le dijo ella, harto tendré que pensar para buscar los medios de mantener a mis dos niñas.

—Cada cual se arregle como pueda, repuso otra; no faltará en cualquier país quien te tome a su servicio, aunque sólo sea para guardar el ganado.

—Para eso llevo yo tres hijos —añadió otra mujer—; primero son ellos que Gustavo.


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Dominio público
77 págs. / 2 horas, 15 minutos / 319 visitas.

Publicado el 28 de marzo de 2020 por Edu Robsy.

Cocos y Hadas

Julia de Asensi


Cuentos infantiles, Colección


El coco azul

Teresa era mucho menor que sus hermanos Eugenio y Sofía y sin duda por eso la mimaban tanto sus padres. Había nacido cuando Víctor y Enriqueta no esperaban tener ya más hijos y, aunque no la quisieran mas que a los otros, la habían educado mucho peor. No era la niña mala, pero sí voluntariosa y abusaba de aquellas ventajas que tenía el ser la primera en su casa cuando debía de ser la última.

A causa de eso Eugenio no la quería tanto como a Sofía; ésta, en cambio, repartía por igual su afecto entre sus dos hermanos.

Cuando Teresa hacía alguna cosa que no era del agrado de Eugenio, él la amenazaba con el coco y pintaba muñecos que ponía en la alcoba de su hermana menor para asustarla.

Teresa tenía miedo de todo y sólo Eugenio era el que procuraba vencer su frecuente e incomprensible terror.

No se le podía contar ningún cuento de duendes ni de hadas, ni hablarle de ningún peligro de esos que son continuos e inevitables en la vida. Los padres se disgustaban con que tal hiciera, y sólo su hermano procuraba corregirla por el bien de ella y el de todos, esperando aprovechar la primera ocasión que se presentase para lograrlo.

Rompía los juguetes de su hermana sin que nadie la riñese y Sofía había guardado los que le quedaban, que aun eran muchos y muy bonitos, donde Teresa no los pudiera coger.

—El día que seas buena te los daré todos, le decía.

—Y cuando seas valiente yo te compraré otros, añadía Eugenio.

Teresa se quedaba meditabunda durante largo rato, sin hallar el medio de complacerles.


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Dominio público
38 págs. / 1 hora, 6 minutos / 373 visitas.

Publicado el 27 de marzo de 2020 por Edu Robsy.

Victoria

Julia de Asensi


Cuento


I

El buque mercante, Juan-Antonio, que iba de España a América con una numerosa tripulación y pasajeros no escasos, se perdió durante la travesía sin que nadie lograse saber su paradero. ¿Habían muerto todos los hombres que llevaba a bordo? No quedó sobre esto la menor duda cuando transcurrieron algunos meses y se vio que ni uno parecía.

El capitán era una persona muy estimada y conocida por su experiencia y su valor; ¿qué habría ocurrido para que tuviese su viaje tan mala fortuna?

Se habló de una horrible tormenta, se imaginó un incendio, se inventaron cien historias a cual más absurdas; que había caído en poder de un pirata… en fin, lo cierto es que no pocas familias vistieron luto a consecuencia de aquella espantosa desdicha.

Entre los pasajeros iba un joven que por vez primera se separaba de sus padres y hermanos, que había acabado con lucimiento dos carreras y que no llevaba al nuevo mundo más objeto que el de estudiar aquella tierra desconocida para él.

Llamábase Gerardo Ávalos, y se había captado las simpatías de cuantos le trataban, por su ameno trato y excelente carácter.

Convencidos los padres de que el mar había servido de tumba a su hijo, elevaron a la memoria de este un sencillo mausoleo que rodearon de plantas, y la tristeza reinó para siempre en su hogar.

Mucho tiempo después, cuando ya se habían casado los otros hijos y vivían solos los dos ancianos, un hombre solicitó con empeño verlos y logró ser al cabo recibido. Parecía un pescador por su traje y por su traza, y se mostró muy turbado al hallarse en presencia de los dos señores. Instado por ellos a hablar se expresó de este modo:


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10 págs. / 18 minutos / 324 visitas.

Publicado el 28 de marzo de 2020 por Edu Robsy.

El Perro del Ciego

Julia de Asensi


Cuento infantil


—¡Las seis de la mañana! Ya es hora de salir: estamos en Junio y hace gran rato que debe de ser de día. ¡Luisa! ¡Luisa! ¿Te has levantado o estás todavía durmiendo?

El que esto decía era un anciano se setenta años, con el cabello blanco, de mediana estatura, que se apoyaba en un palo grueso con una mano, mientras con la otra buscaba la puerta que daba salida a su humilde habitación. El viejo Teodoro era ciego. La persona a quien se dirigía era su nieta, hermosa niña de doce años, que dormía profundamente en el cuarto inmediato al de su abuelo.

Teodoro era un pobre que pedía limosna por el camino que conducía desde el pueblo a la ciudad, y la niña cuidaba la casa, entregándose al mismo tiempo a alguna labor propia de su sexo.

Al escuchar la voz del anciano, Luisa se despertó sobresaltada, se vistió apresuradamente y corrió a buscar a su abuelo, al que abrazó y besó con la mayor ternura.

—Me marcho, hija mía —le dijo—, y hoy te repito como siempre que no abras a nadie la puerta mientras estés sola. Me alejaría mucho más tranquilo si te dejase a Miro.

—¡Bah! se iría a la calle y no lograría V. que me acompañara.

Miro era un gran perro negro que estaba desde que nació en poder de Teodoro.

Apenas se oyó nombrar, acudió presuroso dando saltos de alegría, saludando así a sus queridos amos.

—Puesto que no consientes que Miro esté contigo, me lo llevaré —murmuró el viejo—. Hasta luego, Luisita.

—Hasta luego —repitió la niña.

Teodoro y el perro se alejaron.

Luisa barrió la casa, arregló el cuarto de su abuelo y el suyo, encendió el fuego del hogar, preparó el frugal almuerzo y luego se sentó junto a la ventana y se puso a coser. Transcurrieron tres horas sin que el abuelo volviese, y la niña empezó a estar inquieta.

—Vecina —preguntó a una vieja que pasaba por la calle—, ¿ha visto V. al padre Teodoro?


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Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 202 visitas.

Publicado el 7 de enero de 2021 por Edu Robsy.

La Noche-Buena

Julia de Asensi


Cuento


I

Eran las ocho de la noche del 24 de Diciembre de 1867. Las calles de Madrid llenas de gente alegre y bulliciosa, con sus tiendas iluminadas, asombro de los lugareños que vienen a pasar las Pascuas en la capital, presentaban un aspecto bello y animado. En muchas casas se empezaban a encender las luces de los nacimientos, que habían de ser el encanto de una gran parte de los niños de la corte, y en casi todas se esperaba con impaciencia la cena, compuesta, entre otras cosas, de la sabrosa sopa de almendra y del indispensable besugo.

En una de las principales calles, dos pobres seres tristes, desgraciados, dos niños de diferentes sexos, pálidos y andrajosos, vendían cajas de cerillas a la entrada de un café. Mal se presentaba la venta aquella noche para Víctor y Josefina; solo un borracho se había acercado a ellos, les había pedido dos cajas a cada uno y se había marchado sin pagar, a pesar de las ardientes súplicas de los niños.

Víctor y Josefina eran hijos de dos infelices lavanderas, ambas viudas, que habitaban una misma boardilla. Víctor vendía arena por la mañana y fósforos por la noche. Josefina, durante el día ayudaba a su madre, si no a lavar, porque no se lo permitían sus escasas fuerzas, a vigilar para que nadie se acercase a la ropa ni se perdiese alguna prenda arrebatada por el viento. Las dos lavanderas eran hermanas, y Víctor, que tenía doce años, había tomado bajo su protección a su prima, que contaba escasamente nueve.

Nunca había estado Josefina más triste que el día de Noche-Buena, sin que Víctor, que la quería tiernamente, pudiera explicarse la causa de aquella melancolía. Si le preguntaba, la niña se contentaba con suspirar y nada respondía. Llegada la noche, la tristeza de Josefina había aumentado y la pobre criatura no había cesado de llorar, sin que Víctor lograse consolarla.


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Dominio público
6 págs. / 10 minutos / 1.374 visitas.

Publicado el 28 de marzo de 2020 por Edu Robsy.

El Coche Misterioso

Julia de Asensi


Cuento infantil


A la niña Casilda del Río y de Capua.
 

José y Teresa tenían dos hijos, el mayor, Miguel, que contaba ya doce años y la menor Carolina que acababa de cumplir seis. Como los padres se dedicaban a los trabajos del campo, pues la mujer ayudaba al marido en aquellas faenas, la niña quedaba siempre al cuidado de su hermano, encargando a este que no la perdiera de vista porque Carolina era tan traviesa como pacífico Miguel.

El pobre muchacho era esclavo de sus deberes y a veces se veía burlado por la niña que salía a la calle para jugar con otras criaturas de su edad. Estas escapatorias causaban serios disgustos a Miguel, que antes de encontrar a su hermana ya imaginaba si se había caído al pozo, si la había atropellado algún caballo, o si la había robado un gitano de aquellos que solían pasar por el pueblo, para vender una cabalgadura en la ciudad próxima procurando engañar al más cándido de sus habitantes.

Una tarde, Miguel se entretenía leyendo un libro de cuentos que le había prestado el hijo del maestro de escuela, y cuando echó de ver que había faltado a su obligación no vigilando a Carolina halló, no sin espanto, que la silla donde había visto sentada por última vez a la niña estaba vacía, quedando junto a ella la muñeca de cartón que aquella había vestido con uno de sus trajes viejos.

Miguel soltó precipitadamente el libro, entró en la sala, en la cocina, en los dormitorios, registró los muebles, llamó con angustia a su hermana y salió luego al patio donde encontró la puerta entornada.

—Por allí se ha escapado —exclamó.

Daba a una calle estrecha con escasos edificios. Vio a dos chiquillos que jugaban y les preguntó si habían visto a Carolina.

—Se ha ido en coche —le contestó uno—, en un coche negro que acaba de pasar por aquí.


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4 págs. / 8 minutos / 181 visitas.

Publicado el 7 de enero de 2021 por Edu Robsy.

La Rosa Blanca

Julia de Asensi


Cuento infantil


Una hermosa mañana de Junio salió la niña Margarita a pasear con su aya. Era hija única y sus padres le otorgaban hasta los caprichos más raros y más costosos. De esto resultaba que era muy voluntariosa y no podía soportar la menor contradicción.

Habían estado primero en una frondosa alameda y luego penetraron en una calle a cuyos dos lados se veían preciosos jardines. La institutriz, que conocía de nombre o de trato a los propietarios de la mayor parte de ellos, iba diciendo a la niña quiénes eran, y esta la escuchaba con indiferencia exclamando a cada momento cuando se paraba delante de una verja:

—¡Hermosos claveles! pero los de mi jardín son más dobles.

—Mira qué dalias, pero las mías tienen colores más variados.

—Repara qué jazmines y qué heliotropos, pero me agradan más los que cultiva mi jardinero.

Al llegar a la última de aquellas posesiones, Margarita se detuvo y el aya le dijo:

—Esta ignoro de quién es, aunque se ha vendido hace ya algunos años.

Por la puerta de hierro se veía una espaciosa plazoleta con una bella fuente en el centro, las estatuas a los lados de las cuatro estaciones, árboles seculares por cuyos troncos trepaba verde hiedra y una infinidad de flores de puros matices, admirablemente combinados, entre las que descollaba un hermoso rosal cuajado de capullos y con una sola rosa completamente abierta.

Aquella rosa blanca, de un tamaño extraordinario, era de una belleza tal que jamás recordaba Margarita haber visto nada semejante.

—Dámela —dijo la niña al aya señalando con su mano la flor.

—¿Pero cómo puedo cogerla? —preguntó la institutriz alarmada por aquel extraño capricho.

—Llama y pídela al que abra.

Bien comprendía la pobre mujer que aquello era imposible, pero sabía que contrariar a Margarita era perder la plaza que desempeñaba y tiró de la campanilla.


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Dominio público
5 págs. / 9 minutos / 127 visitas.

Publicado el 7 de enero de 2021 por Edu Robsy.

La Fuga

Julia de Asensi


Cuento


La casa era espaciosa, con la fachada pintada de azul; se componía de tres pisos, tenía dos puertas y muchas ventanas, algunas con reja. Una torre con una cruz indicaba dónde se hallaba la capilla. Rodeaba el edificio un extenso jardín, no muy bien cuidado, con elevados árboles, cuyas ramas se enlazaban entre sí formando caprichosos arcos, algunas flores de fácil cultivo y una fuente con una estatua mutilada.

Una puerta de hierro daba a una calle de regular apariencia; otra pequeña, bastante vieja y que no se abría casi nunca, al campo. Este presentaba en aquella estación, a mediados de la primavera, un bello aspecto con sus verdes espigas, sus encendidas amapolas y sus Poéticas margaritas.

¿Se celebraba alguna fiesta en aquella morada? Un gallardo joven tocaba la guitarra con bastante gracia y de vez en cuando entonaba una dulce canción. Al compás de la música bailaban dos alegres parejas, mientras un caballero las contemplaba sonriendo, como recordando alguna época no muy lejana en que se hubiera entregado a esas gratas expansiones.

Un anciano de venerable aspecto, el jefe sin duda de aquella numerosa familia, se paseaba melancólicamente en compañía de un hombre de menos edad, y algunos otros se encontraban sentados en bancos de piedra o sillas rústicas, hablando animadamente.

Lejos del bullicio, sola, triste, contemplando las flores de un rosal, se veía a una joven de incomparable hermosura, vestida de blanco. Era tal su inmovilidad, que de lejos parecía una estatua de mármol.

Tenía el cabello rubio, los ojos negros; era blanca, pálida, con perfectas facciones, manos delicadas, pies de niña.

¿Estaba contando sus penas a las rosas? ¿Vivía tan aislada que no tenía a quién referir la causa de su dolor?

Más de un cuarto de hora permaneció en el mismo sitio y en la misma postura, hasta que la sacó de su ensimismamiento un bello joven que se aproximó cautelosamente a ella.


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Dominio público
5 págs. / 10 minutos / 703 visitas.

Publicado el 28 de marzo de 2020 por Edu Robsy.

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