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El Viaje

Katherine Mansfield


Cuento


El barco de Picton salía a las once y media. Hacía una noche muy hermosa, templada, estrellada, y sólo cuando se apearon del taxi y empezaron a bajar por el muelle viejo que se adentraba en el puerto, una débil brisa que soplaba del mar jugueteó con el sombrero de Fenella, y tuvo que sostenerlo con la mano para que no le volase. En el muelle viejo todo estaba oscuro, muy oscuro; los cobertizos de la lana, los carromatos para el transporte del ganado, las grúas que se erguían muy alto, la locomotora bajita y rechoncha, todo parecía tallado en la solidez de la oscuridad. Acá y acullá un hato redondo de madera parecía el tallo de una enorme seta negra; más lejos una linterna, amedrentada de lanzar su luz tímida y zozobrante por toda aquella oscuridad, quemaba apaciblemente, como si sólo se diese luz a sí misma.

El padre de Fenella les llevaba con pasos rápidos y nerviosos. Tras él, su abuela se afanaba bajo el crujiente capote negro; iban tan aprisa que de vez en cuando tenía que dar unos saltitos absolutamente ridículos para seguirles el paso. Además del equipaje atado como una salchicha, Fenella también llevaba, cogido con fuerza, el paraguas de la abuela, cuya empuñadura, que era una cabeza de cisne, le iba dando unos agudos golpecitos en el hombro, como si también quisiera que se apresurase… Hombres con gorras caladas hasta las cejas y el cuello de los chaquetones vuelto hacia arriba pasaban con paso vacilante; unas pocas mujeres muy tapadas se escabullían presurosas; y un niñito muy pequeño, que sólo mostraba las piernecitas y los bracitos negros saliendo de una manta blanca de lana, mientras iba pasando violentamente de los brazos de su padre a los de su madre; parecía una mosca diminuta caída en la nata.


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10 págs. / 19 minutos / 941 visitas.

Publicado el 8 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Algo Infantil, Pero muy Natural

Katherine Mansfield


Cuento


1

Henry no sabía qué opinar; o no se acordaba ya de cómo le sentaba el verano anterior, o de entonces ahora le había crecido la cabeza. Porque aquel sombrero de paja le hacía daño, oprimiéndole la frente y produciéndole un dolor sordo en los huesos que hay sobre las sienes. Así que, optando por un asiento en el rincón de una tercera para fumadores, se lo quitó y lo dejó en la rejilla, juntamente con la gran carpeta negra de cartón y los guantes que su tía B. le había regalado aquellas Navidades. El compartimiento olía terriblemente a goma mojada y a hollín. Tenía diez minutos disponibles antes de que saliera el tren, y Henry decidió ir a echar un vistazo al puesto de libros. Por el techo encristalado de la estación penetraba la luz del sol en haces azules y dorados. Un chicuelo corría de aquí para allá con una batea de primaveras. Había en la gente, sobre todo en las mujeres, algo de dejadez y al mismo tiempo de ansiedad. El primer día verdaderamente primaveral, el día más encantador de todo el año desplegaba sus esplendores deliciosamente templados, incluso ante los ojos de los londinenses. Haciendo relumbrar todos los colores, infundía un tono nuevo a todas las voces, así que la muchedumbre urbana iba de aquí para allá, sintiendo que bajo sus ropas llevaban un cuerpo viviente de verdad y que un corazón realmente vivido hacía circular su sangre aletargada.


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Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

El Canario

Katherine Mansfield


Cuento


¿Ves aquel clavo grande a la derecha de la puerta de entrada? Todavía me da tristeza mirarlo, y, sin embargo, por nada del mundo lo quitaría. Me complazco en pensar que allí estará siempre, aun después de mi muerte. A veces oigo a los vecinos que dicen: «Antes allí debía de colgar una jaula». Y eso me consuela: así siento que no se le olvida del todo.

…No te puedes figurar cómo cantaba. Su canto no era como el de los otros canarios, y lo que te cuento no es sólo imaginación mía. A menudo, desde la ventana, acostumbraba observar a la gente que se detenía en el portal a escuchar, se quedaban absortos, apoyados largo rato en la verja, junto a la planta de celinda. Supongo que eso te parecerá absurdo, pero si lo hubieses oído no te lo parecería. A mí me hacía el efecto que cantaba canciones enteras que tenían un principio y un final. Por ejemplo, cuando por la tarde había terminado el trabajo de la casa, y después de haberme cambiado la blusa, me sentaba aquí en la varanda a coser: él solía saltar de una percha a otra, dar golpecitos en los barrotes para llamarme la atención, beber un sorbo de agua como suelen hacer los cantantes profesionales, y luego, de repente, se ponía a cantar de un modo tan extraordinario, que yo tenía que dejar la aguja y escucharlo. No puedo darte idea de su canto, y a fe que me gustaría poderlo describir. Todas las tardes pasaba lo mismo, y yo sentía que comprendía cada nota de sus modulaciones.


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4 págs. / 8 minutos / 135 visitas.

Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Mosca

Katherine Mansfield


Cuento


—Pues sí que está usted cómodo aquí —dijo el viejo señor Woodifield con su voz de flauta. Miraba desde el fondo del gran butacón de cuero verde, junto a la mesa de su amigo el jefe, como lo haría un bebé desde su cochecito. Su conversación había terminado; ya era hora de marchar. Pero no quería irse. Desde que se había retirado, desde su… apoplejía, la mujer y las chicas lo tenían encerrado en casa todos los días de la semana excepto los martes. El martes lo vestían y lo cepillaban, y lo dejaban volver a la ciudad a pasar el día. Aunque, la verdad, la mujer y las hijas no podían imaginarse qué hacía allí. Suponían que incordiar a los amigos… Bueno, es posible. Sin embargo, nos aferramos a nuestros últimos placeres como se aferra el árbol a sus últimas hojas. De manera que ahí estaba el viejo Woodifield, fumándose un puro y observando casi con avidez al jefe, que se arrellanaba en su sillón, corpulento, rosado, cinco años mayor que él y todavía en plena forma, todavía llevando el timón. Daba gusto verlo.

Con melancolía, con admiración, la vieja voz añadió:

—Se está cómodo aquí, ¡palabra que sí!

—Sí, es bastante cómodo —asintió el jefe mientras pasaba las hojas del Financial Times con un abrecartas. De hecho estaba orgulloso de su despacho; le gustaba que se lo admiraran, sobre todo si el admirador era el viejo Woodifield. Le infundía un sentimiento de satisfacción sólida y profunda estar plantado ahí en medio, bien a la vista de aquella figura frágil, de aquel anciano envuelto en una bufanda.


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7 págs. / 12 minutos / 115 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Clavel

Katherine Mansfield


Cuento


En aquellos días tan calurosos, Eve —la singular Eve— llevaba siempre una flor. La olfateaba y olfateaba, la hacía girar entre los dedos, se la llevaba a la mejilla, la sostenía entre los labios, cosquilleaba con ella a Katie en el cuello, y terminaba haciéndola pedazos y comiéndola pétalo a pétalo.

—Las rosas son deliciosas, querida Katie —solía decir, de pie en el lóbrego guardarropa, extrañamente decorado con los floridos sombreros que pendían de las perchas a su espalda—, pero los claveles son sencillamente divinos. Saben como, como a... bueno.

Y echaba a volar su risita delgada que se iba revoloteando entre aquellas gigantescas y extrañas corolas de la pared de detrás. (Pero qué cruel aquella risita tan fina; Katie se la imaginaba con pico largo y afilado, garras y ojos como cuentas.)

Hoy era un clavel. Había llevado un clavel a la clase de francés. Un clavel de un rojo tan obscuro, que parecía haber sido inmerso en vino y puesto luego a secar en la obscuridad. Lo sostenía ante ella en su pupitre con los ojos entornados y sonriendo.

—¿Verdad que es encantador? —decía—. Pero...

—Un peu de silencie, s'il vous plait —se oyó decir a Monsieur Hugo.

¡Uf, qué calor más molesto! Era algo excesivo; algo espantoso. Un calor como para asarse una viva.

Las dos ventanas cuadradas de la sala de francés estaban abiertas de par en par, y las cortinas medio bajadas. No entraba aire, las cuerdas se balanceaban hacia atrás y hacia delante, y la cortina se movía. Pero lo cierto era que del exterior deslumbrante no venía ni un soplo de viento.

Hasta las chicas, en aquella estancia en penumbra, con sus pálidas blusas y las tiesas mariposas de sus lazos posadas sobre sus cabezas, parecían exhalar una claridad cálida y enfermiza, mientras que el blanco chaleco de Monsieur Hugo relucía como el vientre de un escualo.


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3 págs. / 6 minutos / 79 visitas.

Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Baños Turcos

Katherine Mansfield


Cuento


—Tercer piso izquierda, Madame —dijo la cajera tendiéndome un ticket sonrosado—. Un momento, voy a llamar para que le preparen el ascensor.

Su falda de raso negro se fue zarandeando por el vestíbulo oro y escarlata, y se detuvo junto a las palmeras artificiales. La cajera con su blanco cuello y empolvado rostro rematados por una masa de llameantes cabellos anaranjados, semejaba un hongo amarillento de puro maduro, brotando de un grueso y negro tallo. Llamó al timbre una y otra vez.

—Mil perdones, Madame. Es una vergüenza. Se trata de un nuevo ascensorista. Será despedido esta semana.

Con el dedo en el botón, miraba dentro del ascensor, como si esperara verlo tendido en el suelo de la jaula igual que un pájaro muerto.

—Es vergonzoso.

Salió de no sé dónde un minúsculo personaje disfrazado con una gorra de visera y unos sucios guantes de algodón.

—Por fin aparece usted —le riñó—. ¿Dónde estaba? ¿Qué ha estado haciendo?

Por toda respuesta el personaje ocultó su rostro tras un guante y estornudó dos veces.

—¡Uf! ¡Repugnante! Suba a Madame al tercero.

El enanito se hizo a un lado, se inclinó, y entró tras de mí, cerrando las puertas. Ascendimos muy lentamente con el acompañamiento de estornudos prolongados y entre silbantes sorbetones. Me dirigí a la parte superior de la gorra de visera:

—¿Está usted resfriado?

—Son las corrientes, Madame —replicó hablando por la nariz con tono de reprimido contento. Aquí no está uno seco nunca. Tercer piso, si hace el favor —concluyó, estornudando sobre mis diez céntimos de propina.


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6 págs. / 11 minutos / 120 visitas.

Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Cómo Secuestraron a Pearl Button

Katherine Mansfield


Cuento


Pearl Button se estaba meciendo subida en la puertecilla que había ante la casa de cuartitos chiquitos como cajones. Era poco después del mediodía y hacía sol. Unos vientecillos revoltosos, que jugaban al escondite, aupaban el delantal a Pearl, queriendo taparle la boca con los volantes, y alzaban el polvo de la calle por encima de la casa de cuartitos chiquitos como cajones. Y al mirar aquella nube de polvo, se acordó de su mamá cuando iba a sazonar el pescado y se le caía la tapa del bote de la mostaza. Se mecía sólita en el portillo cantando una cancioncilla, cuando pasaron por la calle dos mujeres gordas. Una vestida de rojo y la otra de verde y amarillo. Ambas llevaban pañuelos color rosa en la cabeza y en el brazo sendos canastos de helechos. No tenían zapatos ni medias, y, como estaban tan gruesas, caminaban muy despacito, riéndose y charlando. Al verlas, Pearl dejó de mecerse y las mujeres también se detuvieron a mirarla y hablaron entre sí, agitando los brazos y palmoteando. Lo que a Pearl le hizo reír.

Entonces las dos mujeres se acercaron hasta el mismo seto, junto a la puertecilla, lanzando miradas temerosas hacia la casa de cuartitos chiquitos como cajones.

—Hola, pequeña —dijo una.

—Hola —respondió Pearl.

—¿Estás sólita?

Y ella dijo que sí con la cabeza.

—¿Dónde está tu mamá?

—En la cocina-planchando-porque-es-maar-tes.

Las dos mujeres se rieron y ella rió también.

—Hum —les dijo—, me parece que no tenéis muy limpios los dientes. Reíros otra vez.

Y las dos mujeres morenas de nuevo rieron y otra vez se pusieron a hablar entre ellas con palabras muy raras y muy raros movimientos de brazos.

—¿Cómo te llamas? —le preguntaron.

—Pearl Button.

—¿Quieres venir con nosotras, Pearl Button? Tenemos cosas muy bonitas que enseñarte —le dijo en voz baja una de las mujeres.


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Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

En las Altas Horas de la Noche

Katherine Mansfield


Cuento, Monólogo


Virginia está sentada junto al fuego. Sus ropas de calle han quedado tiradas sobre una silla, y las botinas humean levemente junto a la encendida chimenea.
 

VIRGINIA (dejando la carta). — No me gusta nada esta carta; pero nada. No sé si ha tenido el propósito de mostrarse grosero o si es éste su modo de expresarse. (Leyendo.) «Muchas gracias por los calcetines. Como últimamente he recibido cinco pares, estoy seguro de que no le parecerá mal que se los haya dado a otro de la compañía.» No, no es que a mí se me figure; es que ha querido serlo. Es un terrible grosero.

Ah, cómo me gustaría no haberle enviado aquella carta donde le aconsejaba que se cuidara. Daría cualquier cosa por recoger aquella carta. La escribí también en una noche de domingo. No escribiré más cartas los domingos por la noche. Siempre me expansiono demasiado. No sé por qué me producen ese efecto las noches de los domingos. Y es que me perezco por tener a alguien a quien escribir, a alguien a quien amar. Sí, es eso: hacen que me sienta tristona y henchida de ternura. Es curioso, ¿verdad?


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Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

En una Pensión Alemana

Katherine Mansfield


Cuento


Los alemanes a la mesa

La sopa de pan había sido servida.

—¡Ah! —dijo Herr Rat , inclinándose sobre la mesa para mirar dentro de la sopera—. Esto es lo que yo necesito. Hace varios días que mi magen no está en regla. Sopa de pan en su punto justo de densidad.

Se volvió hacia mí y añadió:

—Soy un cocinero excelente.

—Qué interesante —exclamé, intentando infundir a mi voz el suficiente entusiasmo.

—Sí, es preciso cuando uno no está casado. Por mi parte he obtenido de las mujeres todo cuanto quise sin casarme —se sujetó en el cuello la servilleta y sopló la sopa, sin dejar de hablar—. Ahora a las nueve hago un almuerzo a la inglesa, pero no tan fuerte como ustedes. Cuatro rebanadas de pan, un par de huevos, don lonchas de jamón frito, un plato de sopa, dos tazas de té... Para ustedes, nada.

Lo afirmó con tal vehemencia, que me faltó valor para refutarlo.

Todas las miradas convergieron en mí, y me pareció estar soportando el peso de todos los almuerzos disparatados de la nación. Yo que de mañana tomo una taza de café al tiempo de abrocharme la blusa.

—Nada —proclamó Herr Hoffmann de Berlín—. Ach! Cuando estuve en Inglaterra solía comer por la mañana.

Levantó la vista y el mostacho, y se puso a enjugar las escurriduras de sopa sobre la chaqueta y el chaleco.

—¿De veras comen ustedes tanto? —preguntó Fräulein Stiegelauer—. ¿Sopa, pan tostado, carne de cerdo, té y café, frutas en confitura, miel, huevos, pescado frío, riñones, hígado y pescado caliente? ¿Y las señoras comen tanto también?

—Exacto —exclamó Herr Rat—. He podido observarlo por mí mismo cuando viví en un hotel de Leicester Square. Era un buen hotel, pero no sabían hacer té. Ahora que...


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103 págs. / 3 horas, 1 minuto / 89 visitas.

Publicado el 8 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Felicidad

Katherine Mansfield


Cuento


A pesar de sus treinta años, Berta Young tenía momentos como éste de ahora, en los que hubiera deseado correr en vez de andar; deslizarse por los suelos relucientes de su casa, marcando pasos de danza; rodar un aro; tirar alguna cosa al aire para volverla a coger, o quedarse quieta y reír… simplemente por nada.

¿Qué puede hacer uno si, aún contando treinta años, al volver la esquina de su calle le domina de repente una sensación de felicidad…, de felicidad plena…, como si de repente se hubiese tragado un trozo brillante del sol crepuscular y éste le abrasara el pecho, lanzando una lluvia de chispas por todo su cuerpo?

¿Es que no puede haber una forma de manifestarlo sin parecer “beodo o trastornado”? La civilización es una estupidez. ¿Para qué se nos ha dado un cuerpo, si hemos de mantenerlo encerrado en un estuche como si fuera algún valioso Stradivarius?

“No, la comparación con el violín no expresa exactamente lo que quiero decir—pensó mientras subía corriendo la escalera, y, después de buscar la llave en su bolso y ver que la había olvidado como de costumbre, repiqueteaba con los dedos en el buzón—. Y no lo expresa porque…”

—¡Gracias, Mary! —Entró en el vestíbulo—. ¿Ha vuelto la niñera?

—Sí, señora.

—¿Han traído la fruta?

—Sí, señora; ya está aquí.

—Haga el favor de llevarla al comedor; la arreglaré antes de vestirme.

El comedor estaba ya en penumbra y en él se sentía algo de frío; pero, a pesar de ello, Berta se quitó el abrigo: no podía soportarlo abrochado ni un momento más. El aire frío bañó sus brazos.


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16 págs. / 29 minutos / 112 visitas.

Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

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