Textos más cortos de Katherine Mansfield publicados por Edu Robsy

Mostrando 1 a 10 de 46 textos encontrados.


Buscador de títulos

autor: Katherine Mansfield editor: Edu Robsy


12345

Esta Flor

Katherine Mansfield


Cuento


Ya le conté a usted, mi querido y necio señor,
cómo de aquella ortiga peligrosa recogimos esta flor de seguridad.
 

¡Cuánto había esperado aquel momento! Lo que ahora sentía no tenía ningún punto de contacto con nada de lo que había sentido anteriormente: era algo único, maravilloso. Algo así como una perla perfecta puesta junto a otra de notoria imperfección... ¿Cómo podría ella describir su felicidad? Imposible. Era como un sueño del que aún no había despertado del todo. Había tenido valor para luchar contra los acontecimientos y ahora, de repente, se daba cuenta de que su lucha había terminado. Y no era sólo esto, sino que ahora sabía que aquella lucha le iba a producir unos frutos inmediatos, que había alcanzado la meta que se había fijado hacía mucho tiempo. Sentía que formaba parte de aquella habitación, de «su» habitación, del gran ramo de anémonas que la adornaba, de la blanca cortina que se agitaba a impulsos de la ligera brisa, de los espejos, de las mullidas alfombras. Que formaba parte del glorioso tañido de campanas que era la vida, que ella misma era una partícula de la vida, de la luz...

El doctor volvió a entrar. Su pequeña figura resultaba ridícula con el estetoscopio colgado al cuello —ella le había pedido que examinara su corazón—, frotándose una contra otra sus manos recién lavadas...

Había cumplido eficientemente con lo que Roy le había pedido. Ni siquiera había sido doloroso. No podían permitirse el tener un hijo. Roy había obtenido, no sabía cómo, las señas de aquel sospechoso doctorcillo.


Información texto

Protegido por copyright
3 págs. / 5 minutos / 109 visitas.

Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

En las Altas Horas de la Noche

Katherine Mansfield


Cuento, Monólogo


Virginia está sentada junto al fuego. Sus ropas de calle han quedado tiradas sobre una silla, y las botinas humean levemente junto a la encendida chimenea.
 

VIRGINIA (dejando la carta). — No me gusta nada esta carta; pero nada. No sé si ha tenido el propósito de mostrarse grosero o si es éste su modo de expresarse. (Leyendo.) «Muchas gracias por los calcetines. Como últimamente he recibido cinco pares, estoy seguro de que no le parecerá mal que se los haya dado a otro de la compañía.» No, no es que a mí se me figure; es que ha querido serlo. Es un terrible grosero.

Ah, cómo me gustaría no haberle enviado aquella carta donde le aconsejaba que se cuidara. Daría cualquier cosa por recoger aquella carta. La escribí también en una noche de domingo. No escribiré más cartas los domingos por la noche. Siempre me expansiono demasiado. No sé por qué me producen ese efecto las noches de los domingos. Y es que me perezco por tener a alguien a quien escribir, a alguien a quien amar. Sí, es eso: hacen que me sienta tristona y henchida de ternura. Es curioso, ¿verdad?


Información texto

Protegido por copyright
3 págs. / 5 minutos / 93 visitas.

Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Dos de Dos Peniques, Haga el Favor

Katherine Mansfield


Teatro


La señora: Sí, querida, hay mucho sitio. Bastaría con que la señora que está a mi lado quisiera levantarse y sentarse enfrente... ¿No le molesta? Así mi amiga podría sentarse junto a mí... Muchísimas gracias. Pues sí querida; los dos coches prestando servicio para guerra. Ya me he habituado a los autobuses. Claro, si queremos ir al teatro le telefoneo a Cynthia. Ella tiene aún un coche. Al chófer lo llamaron a filas... hace la mar de tiempo... Creo que ya lo mataron. No recuerdo bien. El nuevo no me gusta nada. Y no es que me importe afrontar el peligro cuando se hace con prudencia, pero es tan testarudo... Arremete contra todo lo que se le pone por delante. Sólo Dios sabe lo que va a ocurrir cuando embista contra algo que no quiera apartarse. Pero el pobre hombre tiene un brazo inútil y le pasa no sé que en un pie también; creo que me lo ha contado. Debe de ser por eso, por lo que es tan temerario. Quiero decir... bueno. ¿No lo sabías?

La amiga: ¿...?

La señora: Sí, la vendió. Era pequeñísima. Sólo tenía diez alcobas, ¿comprendes? Sólo diez alcobas en toda la casa. Es extraordinario, ¿verdad? Nadie lo diría viéndola desde fuera. Y con las institutrices y las nodrizas y lo demás... Toda la servidumbre masculina tenía que dormir fuera, y ya comprendes lo que esto supone.

La amiga: ¡¡...!!

El cobrador: Hagan el favor. Vayan pagando.

La señora: ¿Cuánto es? Dos peniques, ¿no? Dos de dos peniques, haga el favor. No te molestes. Yo tengo calderilla por aquí, no sé dónde.

La amiga: ¡...!

La señora: No, no hace falta. Si tengo... El caso es encontrarla.

El cobrador: Paguen, hagan el favor.

La amiga:¡...!


Información texto

Protegido por copyright
3 págs. / 5 minutos / 75 visitas.

Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Estampas Primaverales

Katherine Mansfield


Cuento


1

Llueve. Grandes gotas que salpican blandamente las manos y las mejillas. Goterones cálidos como estrellas derretidas. «¡Rosas! ¡Lirios! ¡Violetas!», grazna la vieja bruja en el arroyo. Pero los manojos de lirios, entre verdores escarolados, se asemejan a coliflores mustias, y de ellos se desprende un olor desagradable y enfermizo. Va y viene arrastrando el rechinante carretillo. Nadie quiere comprar aquello. Es necesario andar por en medio de la calle; no hay sitio en las aceras. Todas las tiendas están de bote en bote. Todas exhiben volantes andrajosos, encajes manchados, cintajos sucios; algo con que atraerle a uno. Han instalado fuera mesas con cañones de juguete, soldados y Zeppelines, o marcos para fotografías completados con bellezas que miran de soslayo. Hay enormes montones de amarillentos sombreros de paja, formando en pirámides de confitería, y ristras de botas de color y de zapatos, tan pequeños, que no le sirven a nadie. Hay una tienda repleta de saldos de pequeños impermeables, con un letrero —«Bebé»— en medio de ellos. Los azules para las niñas, los rosas para los chicos.

—¡Lirios, rosas, bonitas violetas! —gorjeaba la vieja bruja en el momento de tropezar con otro carretillo.

Pero éste no se mueve. Está abarrotado de lechugas, y su propietaria, una vieja gorda, duerme profundamente, tirada en él, todo a lo largo, con la nariz en las raíces de las hortalizas.

¿Quién va a comprar aquí nada? Las vendedoras son mujeres. Están sentadas en sus banquillos de tijera, pensativas, con la mirada perdida. De vez en cuando una de ellas se levanta, coge un plumero, como una antorcha humeante, y sacude esto o aquello. Luego vuelve a sentarse. Hasta el viejo con gafas color naranja, que tiene un balón por barriga y está dando vueltas al soporte de las postales cómicas, lo hace girar y girar sin decidirse.


Información texto

Protegido por copyright
3 págs. / 6 minutos / 49 visitas.

Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

El Clavel

Katherine Mansfield


Cuento


En aquellos días tan calurosos, Eve —la singular Eve— llevaba siempre una flor. La olfateaba y olfateaba, la hacía girar entre los dedos, se la llevaba a la mejilla, la sostenía entre los labios, cosquilleaba con ella a Katie en el cuello, y terminaba haciéndola pedazos y comiéndola pétalo a pétalo.

—Las rosas son deliciosas, querida Katie —solía decir, de pie en el lóbrego guardarropa, extrañamente decorado con los floridos sombreros que pendían de las perchas a su espalda—, pero los claveles son sencillamente divinos. Saben como, como a... bueno.

Y echaba a volar su risita delgada que se iba revoloteando entre aquellas gigantescas y extrañas corolas de la pared de detrás. (Pero qué cruel aquella risita tan fina; Katie se la imaginaba con pico largo y afilado, garras y ojos como cuentas.)

Hoy era un clavel. Había llevado un clavel a la clase de francés. Un clavel de un rojo tan obscuro, que parecía haber sido inmerso en vino y puesto luego a secar en la obscuridad. Lo sostenía ante ella en su pupitre con los ojos entornados y sonriendo.

—¿Verdad que es encantador? —decía—. Pero...

—Un peu de silencie, s'il vous plait —se oyó decir a Monsieur Hugo.

¡Uf, qué calor más molesto! Era algo excesivo; algo espantoso. Un calor como para asarse una viva.

Las dos ventanas cuadradas de la sala de francés estaban abiertas de par en par, y las cortinas medio bajadas. No entraba aire, las cuerdas se balanceaban hacia atrás y hacia delante, y la cortina se movía. Pero lo cierto era que del exterior deslumbrante no venía ni un soplo de viento.

Hasta las chicas, en aquella estancia en penumbra, con sus pálidas blusas y las tiesas mariposas de sus lazos posadas sobre sus cabezas, parecían exhalar una claridad cálida y enfermiza, mientras que el blanco chaleco de Monsieur Hugo relucía como el vientre de un escualo.


Información texto

Protegido por copyright
3 págs. / 6 minutos / 75 visitas.

Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

La Casa que No Era

Katherine Mansfield


Cuento


«Dos al revés, dos al derecho, el-hilo-por-delante-de-la-aguja y coger dos puntos a un tiempo.» Como una vieja canción, como una canción que hubiera repetido tantas veces, que no tuviera sino que exhalar la voz para cantarla, iba musitando las rutinas del ganchillo. Otra camiseta casi terminada para el paquete de las misiones.

—Sus camisetas, señora Bean, son algo que tiene tan buena acogida. Mire a estos pobrecillos bichejos sin un trapo —y la esposa del pastor le había mostrado la foto de unas repulsivas cosillas negras con vientres abultados como limones...

«Dos al revés, dos al derecho.» Dejó caer el tejido en el regazo, dio un gran suspiro y se quedó mirando ante sí un momento. Luego volvió a cogerlo y empezó de nuevo. ¿En qué pensaba cuando suspiraba así? En nada. Era su costumbre. Siempre estaba suspirando. Cuando iba por la escalera, sobre todo. Ya bajara o subiera, solía detenerse, y, alzándose el vestido con una mano, la otra en el barandal, se quedaba mirando los escalones y suspiraba.

«Elhilopordelantedelaaguja...» Se sentó junto a la ventana del comedor que daba a la calle. Era un desagradable día de otoño. El viento corría por la calle como un perro flaco. Las casas de enfrente parecían haber sido recortadas con unas malvadas tijeras de acero, y pegadas sobre el papel gris del cielo. No se veía un alma.


Información texto

Protegido por copyright
4 págs. / 7 minutos / 86 visitas.

Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Día Festivo

Katherine Mansfield


Cuento


Un hombre corpulento, de rostro colorado, va vestido con unos sucios pantalones blancos de hilo, una chaqueta azul de la que sobresale un pañuelo rosa, y un sombrero canotier demasiado pequeño, caído hacia atrás. Toca la guitarra. Un individuo pequeñito con zapatos blancos de gimnasia, con el rostro oculto por un sombrero de fieltro que parece un ala rota, sopla en la flauta; y un sujeto alto y delgado con botines despanzurrados, hace filigranas —filigranas de complicada lacería— con un violín. Permanecen a pleno sol, sin sonreír, pero tampoco serios, frente a la frutería; la rosada araña de una mano rasguea la guitarra, la mano rechoncha, con un anillo de cobre incrustado con una turquesa, fuerza la perezosa flauta, y el brazo del violinista intenta serrar el violín en dos.

Se forma un grupito, gente que come naranjas y plátanos, arrancando las pieles, cortándolos, repartiéndoselos. Una muchacha lleva incluso un cestito de fresas, pero no las come.

—¡Qué hermosas son!

Contempla los diminutos y puntiagudos frutos como si les tuviese miedo. El soldado australiano se echa a reír.

—Anda, vamos, si de un bocado te las acabas.

Pero él tampoco las quiere comer. Le gusta contemplar su carita asustada, sus ojos confusos buscando los suyos.

—¡Con lo caras que son!


Información texto

Protegido por copyright
4 págs. / 7 minutos / 82 visitas.

Publicado el 8 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Juegos Infantiles

Katherine Mansfield


Cuento


Es primavera. Cuando las gentes dejan las carreteras para adentrarse por los campos, sus ojos se tornan inmóviles y soñadores, como los de aquellos que se mecen en las aguas de mares cálidos. No hay margaritas todavía, pero el suave olor de la hierba se va alzando en tenues oleadas a medida que avanza uno. Los árboles ya tienen hoja, y, hasta donde la vista alcanza, todo es verde en diferentes formas y matices, abanicos, manojos, altos penachos verdes que un vientecillo agita, haciéndolos juntarse unos con otros para volver luego a dejarlos en libertad. En el firmamento azul flota un puñado de tenues nubéculas, semejantes a una bandada de patitos. Las gentes deambulan sobre la hierba; los mayores resoplando y renqueando como ánades, tras del largo sopor invernal; los jóvenes, dándose la mano unos a otros de repente y dirigiéndose presurosos tras aquella cortina de árboles en lo más profundo, o buscando el abrigo de aquel grupo de sombríos arbustos espinosos salpicados de flores amarillentas. Andando de prisa, casi corriendo, como si alguna amable criatura presa en la maleza les estuviese pidiendo auxilio.

En lo más alto de un pequeño y verde montículo hay un banco muy buscado. A su lado crece un castaño joven, que tiene la forma de un hongo gigantesco. Bajo él, la tierra se ha hundido, se ha desmoronado, dejando tres o cuatro cavidades arcillosas, cuevas o cavernas, en una de las cuales una pareja menuda ha instalado su domicilio sin más mobiliario que una azada de juguete, una caja de fósforos vacía, un clavo romo y una pala. El pelo rojizo de él forma un gran flequillo, tiene los ojos azul claro, lleva un blusón rosa descolorido y botas negras de botones. Las floridas ondas del pelo de ella están recogidas hacia arriba con una cinta amarilla, y viste dos vestidos; el de esta semana debajo y el de la anterior encima, lo que le da cierto aire de corpulencia.


Información texto

Protegido por copyright
4 págs. / 7 minutos / 62 visitas.

Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Cuento de Hadas Suburbano

Katherine Mansfield


Cuento


El señor y la señora B. estaban almorzando en el confortable comedor decorado en rojo de su «cómoda chocita a sólo media hora de la City».

Había un buen fuego en la chimenea —ya que el comedor era también cuarto de estar—, las dos ventanas que daban al trozo de jardín, frío y desmantelado, estaban cerradas y olía gratamente a huevos con tocino, a tostadas y a café. Ahora que aquello del racionamiento quedaba prácticamente liquidado, el señor B. había hecho cuestión de honor el comer hasta hartarse antes de afrontar los manifiestos azares de cada día. Y no le importaba que se supiera; en cuanto al almuerzo, era un auténtico inglés. Había de almorzar, pues de no hacerlo se derrumbaba. Y no fuera usted a decirle que aquellos muchachos del continente tenían que realizar hasta media mañana un trabajo como el suyo con sólo un bollo y una taza de café; resultaría que usted no sabía lo que se decía.

El señor B. era un hombre robusto y juvenil que no había podido —mala suerte— mandar a paseo su trabajo e ingresar en el ejército. Durante cuatro años estuvo buscando algún otro que ocupara su puesto, pero no pudo ser. Estaba sentado en la cabecera leyendo el Daily Mail. La señora B. —un cuerpecillo juvenil, pequeño y regordete, algo así como una paloma— se atusaba el plumaje sentada enfrente tras la cafetera y vigilaba con ojos cariñosos al pequeño B., que, fajado en la servilleta, ocupaba su sitio en el comedero entre los dos y en aquel momento golpeaba el extremo de un huevo pasado por agua.


Información texto

Protegido por copyright
4 págs. / 8 minutos / 87 visitas.

Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

El Canario

Katherine Mansfield


Cuento


¿Ves aquel clavo grande a la derecha de la puerta de entrada? Todavía me da tristeza mirarlo, y, sin embargo, por nada del mundo lo quitaría. Me complazco en pensar que allí estará siempre, aun después de mi muerte. A veces oigo a los vecinos que dicen: «Antes allí debía de colgar una jaula». Y eso me consuela: así siento que no se le olvida del todo.

…No te puedes figurar cómo cantaba. Su canto no era como el de los otros canarios, y lo que te cuento no es sólo imaginación mía. A menudo, desde la ventana, acostumbraba observar a la gente que se detenía en el portal a escuchar, se quedaban absortos, apoyados largo rato en la verja, junto a la planta de celinda. Supongo que eso te parecerá absurdo, pero si lo hubieses oído no te lo parecería. A mí me hacía el efecto que cantaba canciones enteras que tenían un principio y un final. Por ejemplo, cuando por la tarde había terminado el trabajo de la casa, y después de haberme cambiado la blusa, me sentaba aquí en la varanda a coser: él solía saltar de una percha a otra, dar golpecitos en los barrotes para llamarme la atención, beber un sorbo de agua como suelen hacer los cantantes profesionales, y luego, de repente, se ponía a cantar de un modo tan extraordinario, que yo tenía que dejar la aguja y escucharlo. No puedo darte idea de su canto, y a fe que me gustaría poderlo describir. Todas las tardes pasaba lo mismo, y yo sentía que comprendía cada nota de sus modulaciones.


Información texto

Protegido por copyright
4 págs. / 8 minutos / 113 visitas.

Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

12345