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autor: Katherine Mansfield etiqueta: Cuento


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El Desconocido

Katherine Mansfield


Cuento


A la pequeña muchedumbre congregada en el muelle le pareció que no iba a volver a moverse. Estaba allí, inmenso, inmóvil, sobre las ondulaciones de las grises aguas, con un anillo de humo sobre la chimenea, y una inmensa bandada de gaviotas chillonas precipitándose al agua en pos de los desperdicios que arrojaban desde popa. Apenas se divisaban las parejas paseando arriba y abajo —pequeñas moscas paseando arriba y abajo por el plato colocado sobre el mantel gris y arrugado—. Otras moscas se arracimaban y apretujaban a babor. De pronto un destello blanco en el puente inferior: el mandil del cocinero o la chaqueta de un camarero. Luego una diminuta araña encaramándose por una escalerilla hacia el puente superior.

Enfrente de la muchedumbre un hombre robusto, de mediana edad, muy elegantemente vestido, muy atildado con su abrigo gris, bufanda de seda gris, guantes gruesos y oscuro sombrero de fieltro, caminaba arriba y abajo. Parecía ser el director de aquel grupo de gente que esperaba en el muelle y al mismo tiempo el encargado de mantenerlos juntos. Era algo entre un perro pastor y un pastor.

¡Qué insensato, qué insensato había sido dejándose los anteojos! Entre toda aquella gente no había ni uno solo que tuviese anteojos.

—Es curioso, señor Scott —dijo—, que nadie pensase en traer unos anteojos. Al menos les hubiésemos podido animar un poco. Quizá hubiéramos logrado hacernos algunas señales. No tengan miedo en desembarcar. Los nativos son inofensivos. O quizá: Os espera un gran recibimiento. Todo está perdonado. Qué le parece, ¿eh?


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16 págs. / 28 minutos / 137 visitas.

Publicado el 8 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Felicidad

Katherine Mansfield


Cuento


A pesar de sus treinta años, Berta Young tenía momentos como éste de ahora, en los que hubiera deseado correr en vez de andar; deslizarse por los suelos relucientes de su casa, marcando pasos de danza; rodar un aro; tirar alguna cosa al aire para volverla a coger, o quedarse quieta y reír… simplemente por nada.

¿Qué puede hacer uno si, aún contando treinta años, al volver la esquina de su calle le domina de repente una sensación de felicidad…, de felicidad plena…, como si de repente se hubiese tragado un trozo brillante del sol crepuscular y éste le abrasara el pecho, lanzando una lluvia de chispas por todo su cuerpo?

¿Es que no puede haber una forma de manifestarlo sin parecer “beodo o trastornado”? La civilización es una estupidez. ¿Para qué se nos ha dado un cuerpo, si hemos de mantenerlo encerrado en un estuche como si fuera algún valioso Stradivarius?

“No, la comparación con el violín no expresa exactamente lo que quiero decir—pensó mientras subía corriendo la escalera, y, después de buscar la llave en su bolso y ver que la había olvidado como de costumbre, repiqueteaba con los dedos en el buzón—. Y no lo expresa porque…”

—¡Gracias, Mary! —Entró en el vestíbulo—. ¿Ha vuelto la niñera?

—Sí, señora.

—¿Han traído la fruta?

—Sí, señora; ya está aquí.

—Haga el favor de llevarla al comedor; la arreglaré antes de vestirme.

El comedor estaba ya en penumbra y en él se sentía algo de frío; pero, a pesar de ello, Berta se quitó el abrigo: no podía soportarlo abrochado ni un momento más. El aire frío bañó sus brazos.


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16 págs. / 29 minutos / 115 visitas.

Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Sopla el Viento

Katherine Mansfield


Cuento


Repentinamente… horriblemente… ella se despierta. ¿Qué ha ocurrido? Ha ocurrido algo horrible. No, no ha ocurrido nada. Es sólo el viento que estremece la casa, sacudiendo las ventanas, golpeando un hierro del techo y haciendo temblar su cama. Las hojas pasan aleteando frente a su ventana, alejándose hacia arriba; en la avenida un periódico completo se agita en el aire como una cometa perdida y cae clavándose en un pino. Hace frío. El verano ha terminado… es otoño, todo es feo. Los carros pasan ruidosamente, balanceándose de lado a lado; dos chinos avanzan a pasitos cargados con un balancín de madera del que penden los cestos cargados de verduras… sus coletas y sus blusas azules volando al viento. Un perro blanco de tres patas pasa aullando frente a la cerca. ¡Todo ha terminado! ¿Qué ha terminado? ¡Oh, todo! Y ella empieza a recogerse el pelo con dedos temblorosos, sin atreverse a mirar en el espejo. En el vestíbulo, mamá habla con la abuela.

—¡Una perfecta idiota! Imagínate, dejar todo en la cuerda con un tiempo como éste… Ahora mi mejor mantel de Tenerife está hecho jirones. ¿Qué es ese olor tan raro? ¡Se quema el guisado! ¡Oh, cielos, este viento!

A las diez tiene lección de música. Ante esta idea, empieza a sonar en su cabeza el movimiento en tono menor de Beethoven, con sus trinos largos y terribles como el redoble de pequeños tambores… Marie Swanson corre por el jardín de la casa de al lado para recoger los crisantemos antes de que se destrocen. La falda se le vuela por encima de la cintura, ella trata de bajársela, de metérsela entre las piernas mientras se agacha, pero de nada sirve… el viento se la levanta. Todos los árboles y arbustos se agitan a su alrededor. Ella arranca las flores tan rápido como puede, pero está muy aturdida. No sabe lo que hace: arranca las plantas de raíz y dobla y retuerce los tallos, patalea y maldice.


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5 págs. / 9 minutos / 114 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Viaje

Katherine Mansfield


Cuento


El barco de Picton salía a las once y media. Hacía una noche muy hermosa, templada, estrellada, y sólo cuando se apearon del taxi y empezaron a bajar por el muelle viejo que se adentraba en el puerto, una débil brisa que soplaba del mar jugueteó con el sombrero de Fenella, y tuvo que sostenerlo con la mano para que no le volase. En el muelle viejo todo estaba oscuro, muy oscuro; los cobertizos de la lana, los carromatos para el transporte del ganado, las grúas que se erguían muy alto, la locomotora bajita y rechoncha, todo parecía tallado en la solidez de la oscuridad. Acá y acullá un hato redondo de madera parecía el tallo de una enorme seta negra; más lejos una linterna, amedrentada de lanzar su luz tímida y zozobrante por toda aquella oscuridad, quemaba apaciblemente, como si sólo se diese luz a sí misma.

El padre de Fenella les llevaba con pasos rápidos y nerviosos. Tras él, su abuela se afanaba bajo el crujiente capote negro; iban tan aprisa que de vez en cuando tenía que dar unos saltitos absolutamente ridículos para seguirles el paso. Además del equipaje atado como una salchicha, Fenella también llevaba, cogido con fuerza, el paraguas de la abuela, cuya empuñadura, que era una cabeza de cisne, le iba dando unos agudos golpecitos en el hombro, como si también quisiera que se apresurase… Hombres con gorras caladas hasta las cejas y el cuello de los chaquetones vuelto hacia arriba pasaban con paso vacilante; unas pocas mujeres muy tapadas se escabullían presurosas; y un niñito muy pequeño, que sólo mostraba las piernecitas y los bracitos negros saliendo de una manta blanca de lana, mientras iba pasando violentamente de los brazos de su padre a los de su madre; parecía una mosca diminuta caída en la nata.


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10 págs. / 19 minutos / 945 visitas.

Publicado el 8 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Algo Infantil, Pero muy Natural

Katherine Mansfield


Cuento


1

Henry no sabía qué opinar; o no se acordaba ya de cómo le sentaba el verano anterior, o de entonces ahora le había crecido la cabeza. Porque aquel sombrero de paja le hacía daño, oprimiéndole la frente y produciéndole un dolor sordo en los huesos que hay sobre las sienes. Así que, optando por un asiento en el rincón de una tercera para fumadores, se lo quitó y lo dejó en la rejilla, juntamente con la gran carpeta negra de cartón y los guantes que su tía B. le había regalado aquellas Navidades. El compartimiento olía terriblemente a goma mojada y a hollín. Tenía diez minutos disponibles antes de que saliera el tren, y Henry decidió ir a echar un vistazo al puesto de libros. Por el techo encristalado de la estación penetraba la luz del sol en haces azules y dorados. Un chicuelo corría de aquí para allá con una batea de primaveras. Había en la gente, sobre todo en las mujeres, algo de dejadez y al mismo tiempo de ansiedad. El primer día verdaderamente primaveral, el día más encantador de todo el año desplegaba sus esplendores deliciosamente templados, incluso ante los ojos de los londinenses. Haciendo relumbrar todos los colores, infundía un tono nuevo a todas las voces, así que la muchedumbre urbana iba de aquí para allá, sintiendo que bajo sus ropas llevaban un cuerpo viviente de verdad y que un corazón realmente vivido hacía circular su sangre aletargada.


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24 págs. / 42 minutos / 320 visitas.

Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Las Hijas del Coronel Difunto

Katherine Mansfield


Cuento


I

La semana siguiente fue una de las más atareadas de su vida. Incluso cuando se acostaban, lo único que permanecía tendido y descansaba eran sus cuerpos; porque sus mentes continuaban pensando, buscando soluciones, hablando de las cosas, interrogándose, decidiendo, intentando recordar dónde…

Constantia permanecía yerta como una estatua, con las manos estiradas junto al cuerpo, los pies apenas cruzados y la sábana hasta la barbilla. Miraba al techo.

—¿Crees que a papá le molestaría si diésemos su sombrero de copa al portero?

—¿Al portero? —saltó Josephine—. ¿Y por qué tenemos que dárselo al portero? ¡A veces tienes cada idea…!

—Porque seguramente —replicó lentamente Constantia— debe tener que ir bastante a menudo a entierros. Y en…, en el cementerio vi que llevaba un sombrero hongo. —Hizo una pausa—. Entonces se me ocurrió que estaría muy agradecido si pudiese tener un sombrero de copa. Además tendríamos que hacerle algún regalo. Siempre se portó muy bien con papá.

—¡Por favor! —sollozó Josephine, incorporándose en la almohada y mirando hacia Constantia a través de la oscuridad—. ¡Piensa en la cabeza que tenía papá!

E, inesperadamente, durante un horrendo segundo, estuvo a punto de echarse a reír. Aunque, por supuesto, no tenía las menores ganas de reír. Debió haber sido la costumbre. En otros tiempos, cuando se pasaban la noche despiertas charlando, sus camas no cesaban de crujir bajo sus risas. Y ahora, al imaginarse la cabeza del portero tragada, como por ensalmo, por el sombrero de copa de su padre, como una vela apagada de un soplido… Las ganas de reír aumentaban, le subían por el pecho; apretó con fuerza las manos; luchó por vencerla; frunció severamente el ceño en la oscuridad y se dijo con voz terriblemente adusta: «Recuerda».

—Podemos decidirlo mañana —añadió, dirigiéndose a su hermana.


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24 págs. / 43 minutos / 305 visitas.

Publicado el 8 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

En la Bahía

Katherine Mansfield


Cuento


I

Por la mañana, muy temprano. Aún no había salido el sol y toda la bahía de Crescent estaba oculta bajo la neblina blancuzca del mar. Las colinas cubiertas de maleza, en la parte de atrás, quedaban difuminadas. No se podía ver dónde terminaban y dónde empezaban los campos y los bungalows. La arenosa carretera había desaparecido y con ella los campos y bungalows del otro lado; a sus espaldas no se veían las blancas dunas cubiertas de matojos rojizos; no había nada que sirviese para distinguir lo que era la playa y dónde empezaba el mar. Había caído un fuerte rocío. La hierba era azulada. Gruesas gotas colgaban de la maleza, sin acabar de caer: el toi-toi, esponjoso y plateado, colgaba fláccido de sus largos tallos, y las caléndulas y claveles de los jardines de los bungalows se doblaban hacia el suelo rezumando humedad. Las frías fuscias estaban empapadas, y redondas perlas de rocío moteaban las llanas hojas de los berros, Parecía como si el mar hubiera subido pacíficamente durante la noche, como si una inmensa ola hubiera roto avanzando, avanzando… ¿hasta dónde? Tal vez si alguien se hubiese despertado en plena noche hubiera podido atisbar un gran pez coleteando junto a la ventana y volviendo a desaparecer…

¡Ah, aaah!, susurraba el adormecido océano. Y desde los matojos llegaba el rumor de pequeños arroyuelos que discurrían veloces, ligeros, culebreando entre los pulidos guijarros, borboteando en las charcas de los helechos y volviendo a manar; y se oían las grandes gotas salpicando entre las hojas anchas, y algo más —¿qué era?—, un débil temblor y una sacudida, el golpe de una ramita y luego un silencio tan profundo que parecía que alguien estuviese escuchando.


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45 págs. / 1 hora, 20 minutos / 179 visitas.

Publicado el 8 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Una Familia Ideal

Katherine Mansfield


Cuento


Aquella tarde, por primera vez en su vida, al apretar los batientes de la puerta y descender los tres peldaños que llevaban a la acera, el anciano señor Neave sintió que era demasiado viejo para la primavera. La primavera —cálida, vivaracha, inquieta— había llegado y le esperaba en aquella luz dorada, dispuesta a correr delante de todo el mundo, a acariciarle la blanca barba, a tirarle amablemente del brazo. Pero él no podía seguirla, no; ya no podía alcanzarla y salir corriendo con ella, ágil como un jovenzuelo. Estaba cansado y, aunque todavía lucían los últimos rayos del sol, sentía frío y tenía una curiosa sensación de atontamiento. De pronto había descubierto que ya no tenía energía, ánimos suficientes para continuar soportando aquella alegría y aquel brillante movimiento; todo aquello le confundía. Quería permanecer quieto, apartarlo todo con su bastón, exclamar: «¡Anda, lárgate!» Inesperadamente le costaba un esfuerzo enorme tener que saludar como cada día —levantando levemente el sombrero de fieltro con el bastón— a toda la gente que conocía, amigos, conocidos, tenderos, carteros, cocheros. Pero la mirada alegre que acompañaba aquel gesto, aquella amable chispita que parecía decir: «Valgo tanto como cualquiera de vosotros, si no más», aquella mirada, el viejo señor Neave, va no podía lograrla. Continuó avanzando torpemente, levantando las rodillas como si estuviese caminando por una atmósfera que de algún modo misterioso se hubiese ido espesando y solidificando, como convirtiéndose en agua. La gente que regresaba a sus casas cruzó apresuradamente junto a él, los tranvías tintinearon, traquetearon las carretas, y los grandes coches de alquiler se deslizaban por las calles con la indiferencia desafiante y temeraria que encontramos en los sueños…


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8 págs. / 15 minutos / 172 visitas.

Publicado el 8 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Su Primer Baile

Katherine Mansfield


Cuento


Leila hubiera sido incapaz de decir exactamente cuándo empezó el baile. Quizá en rigor su primera pareja ya hubiese sido el coche de alquiler. Y no importaba que lo hubiese compartido con las chicas de Sheridan y su hermano. Se sentó en un rinconcito, un poco apartada, y el brazo en el que apoyó la mano se le antojó la manga del smoking de algún joven desconocido; y así fueron avanzando, mientras casas, farolas, verjas y árboles pasaban bailando por la ventanilla.

—¿Es cierto que no has ido nunca a un baile, Leila? —exclamaron las chicas Sheridan—. Pero, hijita, qué cosa tan sorprendente.

—Nuestro vecino más cercano vivía a quince millas —replicó gentilmente Leila, abriendo y cerrando el abanico.

¡Dios mío, qué difícil era ser distinta a las demás muchachas! Intentó no sonreír demasiado; no preocuparse. Pero todas las cosas resultaban tan nuevas y excitantes… Los nardos de Meg, el largo collar de ámbar de José, la cabecita morena de Maura sobresaliendo por encima de las pieles blancas como una flor que brotase en la nieve. E incluso la impresionó ver a su primo Laurie sacando el papel de seda que cubría el puño de sus guantes nuevos. Le hubiera gustado guardar aquellas tirillas como recuerdo. Laurie se inclinó hacia adelante y apoyó la mano en la rodilla de Laura.

—Presta atención, hermanita —dijo—. El tercero y el noveno, como siempre. ¿De acuerdo?

¡Oh, qué delicia tener un hermano! En su excitación, Leila sintió que, de haber tenido tiempo, si no hubiese sido completamente imposible, no hubiera podido por menos de llorar por ser hija única y no tener un hermano que pudiese decirle: «Presta atención, hermanita»; ni una hermana que le dijese, como en aquel momento decía Meg a José:

—Nunca te había visto con el pelo tan bien peinado como esta noche.


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8 págs. / 15 minutos / 168 visitas.

Publicado el 8 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Veneno

Katherine Mansfield


Cuento


Se había retrasado mucho el cartero. Cuando volvimos de nuestro paseo de la mañana aún no había llegado.

—Pas encore, Madame —dijo Annette con voz cantarína, y escapó corriendo al fogón.

Llevamos nuestros paquetes al comedor. La mesa estaba puesta. Al ver los dos cubiertos sólo dos, y sin embargo tan bien dispuestos, tan perfectos que no había posibilidad de que cupiera un tercero, experimenté, igual que siempre, un extraño y fugaz escalofrío, como si hubiera sido herido por los rayos argentados que se desprendían de los blancos manteles, de la cristalería centelleante, del obscuro tazón de las fresas.

—¡Dichoso cartero! ¿Qué le habrá ocurrido? —dijo Beatrice—. Pon eso allí, querido.

—¿Dónde quieres que lo ponga?

Alzó la cabeza para sonreírme con aquella amable y burlona sonrisa.

—Donde quieras, tontín.

Pero yo sabía de sobra que allí no había sitio para aquello y hubiera seguido sosteniendo en vilo la panzuda botella de licor y los dulces durante meses, durante años antes que correr el riesgo de contrariar, aunque sólo fuera ligeramente, su exquisito sentido del orden.

—Vamos, trae —y los plantó sobre la mesa, juntamente con sus largos guantes y la canastilla de los higos—. «La mesa para la comida», novela corta por, por... —me cogió del brazo—. Vamos a la terraza —y al decirlo noté que se estremecía—. Ca sent la cuisine —concluyó con voz desmayada.

En los últimos días, había observado —hacía un par de meses que vivíamos en la Costa Azul— que cuando quería hablar de la comida, del clima o, en tono retozón, de su amor hacia mí, siempre recurría al francés.


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7 págs. / 12 minutos / 149 visitas.

Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

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