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autor: Leónidas Andréiev editor: Edu Robsy etiqueta: Cuento


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La Nada

Leónidas Andréiev


Cuento


Se estaba muriendo un alto dignatario, viejo, importante; un gran señor que tenía mucho apego a la vida. Era para él muy penoso morir; no creía en Dios ni comprendía por qué moría y dominábale el terror. Era horrible ver cómo sufría.

Su vida era grande, rica y llena de interés; su corazón y su cerebro estaban siempre preocupados y satisfechos. Pero estaban cansados, agotados, casi como todo su cuerpo por otra parte, que se iba enfriando poco a poco. Sus ojos y sus oídos, acostumbrados a ver y oír siempre lo bello, estaban igualmente cansados, y la alegría misma pesaba demasiado sobre su pobre corazón, harto trabajado. Cuando todavía no se estaba muriendo pensaba en la muerte; algunas veces con cierto placer. Se decía que le daría el reposo, que le libraría de todos aquellos abrazos, muestras de estimación y relaciones que tanto le fastidiaban. Sí, lo pensaba con placer; pero ahora, estando a punto de morir, sentía que un horror indescriptible penetraba en su alma.

Quisiera vivir todavía un poco, aunque no fuera mas que hasta el lunes próximo, mejor aún hasta el miércoles o el jueves. Pero no sabía con precisión el verdadero día de su muerte, ya que en la semana hay solamente siete.

Y precisamente aquel día desconocido se presentó ante él un diablo muy ordinario, como muchos. Se introdujo en la casa disfrazado de cura; pero el alto dignatario comprendió en seguida que el diablo no había ido allí por ir, y se puso alegre. «Una vez que el diablo existe la muerte no es realidad; por el contrario, la inmortalidad es algo real. En rigor, si la inmortalidad no existe se puede prolongar la vida vendiendo el alma en condiciones ventajosas.» Esto era evidente, casi claro.


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6 págs. / 12 minutos / 246 visitas.

Publicado el 31 de julio de 2016 por Edu Robsy.

A Fuego

Leónidas Andréiev


Cuento


I

Durante aquel verano caluroso y terrible, todo ardía. Ardían ciudades enteras, aldeas, haciendas. El bosque y los campos no servían ya de defensa; el bosque mismo era fácilmente presa de las llamas, y el fuego se extendía, como una gran sábana roja, por la superficie de las praderas secas.

Durante el día, el sol estaba medio oculto por el espeso humo; durante la noche, reflejos rojizos y silenciosos aparecían en distintos puntos del cielo, giraban en una danza fantástica y muda, y las sombras vagas de los hombres y de los árboles se arrastraban por tierra como animales de una especie desconocida. Los perros no turbaban la paz de la noche con su ladrido alegre, llamando desde lejos a los viajeros y prometiéndoles abrigo y buena acogida; lanzaban largos aullidos quejumbrosos o callaban sombríamente, ocultándose en las cuevas.

Los hombres, igual que los perros, se miraban unos a otros con ojos hoscos y espantados, hablaban de criminales misteriosos que prendían fuego en todas partes. En una aldea asesinaron a un anciano que no supo decir adonde caminaba. Después, los campesinos lloraban sobre su cadáver, apiadados al contemplar su barba blanca manchada de sangre.


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6 págs. / 12 minutos / 338 visitas.

Publicado el 20 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.

Había una Vez

Leónidas Andréiev


Cuento


I

Un rico comerciante que no tenía familia, Lorenzo Petrovich Koscheverov, llegó a Moscú para consultar con los médicos. En vista de que su enfermedad presentaba cierto interés científico se le admitió en la clínica universitaria. Dejó su maleta y su pelliza abajo, en el vestíbulo. Arriba, donde estaba la sala de enfermos, le recogieron su traje negro y su ropa interior, dándole en cambio una larga blusa gris, ropa interior limpia, que llevaba el sello «Sala número 8», y unas pantuflas. La camisa era demasiado pequeña y la asistenta fué a buscar otra.

—¡Es que sois tan grandes!—dijo al salir del cuarto de baño, donde los enfermos cambiaban de ropa.

Lorenzo Petrovich, medio desnudo, esperó con paciencia su regreso. Bajando su gran cabeza calva examinó su alto pecho minuciosamente, colgante como el de una vieja, y su vientre un poco inflado, que caía hasta las rodillas. Todos los sábados tomaba un baño y examinaba su cuerpo; pero ahora le parecía muy otro, débil y enfermizo a pesar de su vigor aparente. Desde el momento que le quitaron su ropa llegó a creer que no se pertenecía ya y estaba dispuesto a hacer todo lo que se le dijera.

La asistenta volvió con otra camisa, y aunque Lorenzo Petrovich tenía aún bastantes fuerzas para aplastar a la buena mujer con solo un dedo, permitió dócilmente que lo vistiera, y pasó torpemente la cabeza por la camisa. Con la misma obediente torpeza esperó a que le anudara las cintas de la camisa alrededor del cuello y la siguió a la sala. Andaba muy suavemente con sus pies de oso, como andan los niños cuando las personas mayores los conducen a donde no saben, quizá a castigarlos. La nueva camisa era también estrecha y le molestaba, pero no tenía valor para decírselo a la asistenta, no obstante que en su casa de Saratov docenas de hombres temblaban ante su mirada.


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21 págs. / 37 minutos / 245 visitas.

Publicado el 25 de diciembre de 2016 por Edu Robsy.

Lázaro

Leónidas Andréiev


Cuento


I

Cuando Lázaro salió de la tumba, donde la muerte, por espacio de tres días y tres noches, le había tenido bajo su enigmático poder; cuando volvió, vivo, a su casa, pasaron durante algún tiempo inadvertidas las singularidades siniestras que habían de hacer, más adelante, terrible hasta su nombre. Radiantes de júbilo porque había vuelto a la vida, sus amigos y su familia le mimaban como a un niño, saciaban su ávida ternura cuidando, solícitos, de todo cuanto le concernía: su comida, su bebida, sus ropas. Le vistieron con suntuosidad: un traje color de esperanza y de risa le envolvió, como a un novio, y cuando se sentó de nuevo a la mesa, en medio de los convidados, cuando bebió y comió de nuevo, los circunstantes lloraron de alegría e invitaron a los vecinos a ir a ver al resucitado. Los vecinos acudieron y se regocijaron, enternecidos también, hasta derramar lágrimas; numerosos desconocidos llegaron de ciudades y aldeas lejanas, y su asombro y su entusiasmo ante el milagro se manifestaron en ruidosas exclamaciones. Se hubiera dicho que un enjambrede abejas zumbaba en tomo de la casa de Marta y María.


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22 págs. / 39 minutos / 244 visitas.

Publicado el 22 de abril de 2020 por Edu Robsy.

El Gigante

Leónidas Andréiev


Cuento


—... Ha venido el gigante, el gigante grande, grande. ¡Tan grande, tan grande! ¡Y tan tonto ese gigante! Tiene manos enormes con dedos muy gruesos, y sus pies son tan enormes y gordos como árboles. ¡Muy gordos, muy gordos! Ha venido y... se ha caído. ¿Sabes? ¡Se cayó! ¡Tropezó contra un escalón y se cayó! Es tan bruto el gigante, tan tonto... De repente va y se cayó. Abrió la boca... y se quedó en el suelo, tonto como un deshollinador. ¿A qué has venido aquí, gigante? ¡Vete, vete de aquí, gigante! ¡Mi Pepín es tan dulce y tan gentil!... ¡Se abraza tan lindamente a su mamá, contra el corazón de su mamá! ¡Es tan bueno y tan dulce! Sus ojos son tan dulces y tan claros que le quiere todo el mundo. Tiene una naricita muy mona y no hace tonterías. Antes corría, gritaba, montaba a caballo, un bonito caballo grande con su cola. Pepín monta a caballo y se va lejos, lejos, al bosque, al río. Y en el río, ¿no lo sabes, gigante?, hay pececitos. No, tú no lo sabes porque eres un bruto, pero Pepín lo sabe. ¡Pececitos bellos! El Sol ilumina el agua y los pececitos juegan, ¡tan bellos, tan listos y ligeros! Sí, gigante, bruto, que no sabes nada...


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2 págs. / 4 minutos / 184 visitas.

Publicado el 22 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Un Sueño

Leónidas Andréiev


Cuento


...Hablamos luego de los sueños, en los que hay tanto de maravilloso. Y he aquí lo que me contó Sergio Sergueyevich cuando nos quedamos solos en la gran sala semiobscura:

—No sé lo que fué aquello. Desde luego, fué un sueño; dudarlo sería un delito de leso sentido común; pero hubo en aquel sueño algo demasiado parecido a la realidad. Yo no estaba acostado, sino de pie y paseándome por mi celda, y tenía los ojos abiertos. Y lo que soñé—si lo soñé—se quedó grabado en mi memoria como si en efecto me hubiera sucedido.

Llevaba dos años en la cárcel de Petersburgo, por revolucionario. Estaba incomunicado y no sabía nada de mis amigos; una negra melancolía iba apoderándose de mi corazón; todo me parecía muerto, y ni siquiera contaba los días.

Leía muy poco y me pasaba buena parte del día y de la noche paseándome a lo largo de mi celda, que tenía tres metros de longitud; andaba lentamente para no marearme, y recordaba, recordaba... Las imágenes iban poco a poco borrándose, desvaneciéndose en mi memoria.

Sólo una permanecía fresca, viva, aunque su realidad era entonces la más lejana, la más inaccesible para mí: la de María Nicolayevna, mi novia, una muchacha encantadora. Sólo sabía de ella que no había sido detenida, y la suponía sana y salva.

Aquel atardecer de otoño, lleno de tristeza, su recuerdo ocupaba por entero mi pensamiento. En mi ir y venir lento a lo largo de la celda, sobre el suelo de asfalto, en medio del silencio tétrico de la cárcel, veía deslizarse a mi derecha y a mi izquierda, desnudos, monótonos, los muros... Y de pronto me pareció que yo estaba inmóvil y que los muros seguían deslizándose.


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6 págs. / 10 minutos / 177 visitas.

Publicado el 22 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Valia

Leónidas Andréiev


Cuento


Valia, sentado a la mesa, leía. El libro era muy grande, la mitad de grande que el propio Valia, con enormes líneas negras y dibujos que ocupaban páginas enteras. Para ver la línea superior Valia tenía que estirar el cuello casi al ancho total de la mesa, ponerse de rodillas en la silla y con su dedito retener las letras porque se perdía fácilmente entre tantas otras y era muy difícil encontrarlas después. Gracias a estas circunstancias no previstas por los editores la lectura, no obstante el agudo interés de lo que se relataba en el libro, avanzaba muy lentamente. Se contaba allí la historia de un muchacho muy fuerte que se llamaba Bova y que cogía a los otros muchachos por los brazos y las piernas y se los separaba inmediatamente del cuerpo. Esto era terrible y al mismo tiempo chusco, y Valia, viajando con todo su cuerpecito a través del libro, estaba muy emocionado e impaciente por saber en qué pararía aquello. Pero se le había prohibido leer: mamá entró con otra mujer.

—¡Aquí está!—dijo la mamá, cuyos ojos estaban enrojecidos por las lágrimas vertidas según toda evidencia muy recientemente; al menos, entre sus manos apretaba nerviosamente un pañuelo blanco de encaje.

—¡Valia, hijo mío!—exclamó la otra mujer, y después de abrazarle empezó a cubrirle de besos las mejillas y los ojos, apretándole muy fuerte contra sus labios menudos y duros. No sabía acariciar como mamá: los besos de mamá eran siempre dulces, efusivos, mientras que aquella mujer le incomodaba con sus caricias.

Valia las aceptaba con disgusto. Estaba descontento de que se le hubiera interrumpido en su lectura, tan interesante; por otra parte, aquella mujer desconocida, alta y delgada, de dedos secos en los que no había ni una sortija, no le acababa de complacer. Se desprendía de ella un olor desagradable, un olor de humedad o de algo podrido, mientras que mamá olía siempre a perfumes muy finos.


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14 págs. / 25 minutos / 130 visitas.

Publicado el 12 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

La Risa

Leónidas Andréiev


Cuento


I

A las seis y media yo tenía la seguridad de que ella iría, y estaba locamente alegre. Mi gabán no estaba abotonado sino con el botón superior, de manera que el viento podía sacudirlo a su gusto; pero yo no sentía frío ninguno. Mi cabeza hallábase orgullosamente echada atrás, y mi gorra de estudiante sólo me cubría la nuca. Miraba a los hombres a quienes encontraba al paso con cierto sentimiento de superioridad, y a las mujeres, con un aire ligeramente provocativo y acariciador; pues aunque no la amaba, hacía cuatro días, más que a ella sola, era yo todavía tan joven y de un corazón tan sensible que no podía permanecer del todo indiferente ante las demás hijas de Eva. Mis pasos eran rápidos, vivos, andaba como deslizándome.

A las siete menos cuarto, mi gabán estaba ya abotonado con dos botones; mis ojos no miraban ya sino a las mujeres, pero sin provocación ni cariño, más bien con disgusto. Yo sólo necesitaba una; las demás podían irse al diablo. Sólo me interesaban por su superficial semejanza con la mía.

A las siete menos cinco tenía calor.

A las siete menos dos tenía frío.

A las siete en punto comprendí que mi amada no iría.

A las ocho y media era el ser más desgraciado del mundo. Mi gabán estaba abotonado con todos los botones; la gorra casi me tapaba la nariz, enrojecida por el frío; los cabellos de las sienes, el bigote y las pestañas los tenía blancos de escarcha, y los dientes me castañeteaban. Apenanspodía arrastrar las piernas, andaba encorvado y parecía un viejo que volvía al asilo de inválidos.

¡Ella era la causa de todo esto! ¡Diablo de mujer!... Pero no, no había que insultarla: quizá no la hubieran dejado salir, quizá estuviera enferma, acaso hubiera muerto... Acaso hubiera muerto, y yo la insultaba...


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5 págs. / 10 minutos / 53 visitas.

Publicado el 20 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.

Dies Irae

Leónidas Andréiev


Cuento


Canto primero

I

Esta canción libre, consagrada a los días terribles de justicia y castigo, ha sido compuesta por mí, Jerónimo Pascaña, bandido siciliano, asesino, ladrón, facineroso.

La he compuesto como Dios me ha dado a entender, y he querido cantarla a voz en cuello, como se cantan las buenas canciones. Pero mi carcelero no me lo ha permitido. Mi carcelero tiene las orejas peludas, demasiado estrechas, y sólo las palabras injustas, pérfidas, que saben escurrirse como serpientes, pueden entrar en ellas. Y las palabras de mi canción marchan erguidas, tienen el pecho sólido, la espalda ancha, y, ¡voto a sanes!, desgarran las orejas peludas de mi carcelero.

—¡Si están cerradas sus orejas, busca otra entrada para tu canción, Jerónimo!—me he dicho amistosamente.

He meditado, he cavilado y he dado, a la postre, can una solución, pues Jerónimo no es tonto del todo. Y he aquí lo que he hecho: he tallado mi canción en una piedra, y he prendido fuego en su corazón yerto con mis arranques de cólera. Y cuando la piedra se ha animado y me ha mirado con ojos coléricos, la he cogido suavemente y la he colocado en el borde del muro de mi prisión.

¿Con qué objeto he hecho esto?... Lo he hecho en la esperanza de que no tardará otro temblor de tierra en derribar vuestra ciudad, no dejan de en pie ningún muro, y entonces mi piedra caerá en la cabeza a mi carcelero, y grabará, en sus sesos blandos como la cera, mi canción, como el sello del rey, como un nuevo y colérico mandamiento. Así, con mi canción grabada en los sesos, descenderá mi carcelero a la tumba.

¡Eh, carcelero! No me importa que cierres las orejas: ¡pasaré por tu cráneo!

II

Si para entonces vivo aún, ¡cómo me reiré!; si ya me he muerto, mis huesos danzarán en la sepultura. ¡Será una hermosa tarantela!


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13 págs. / 23 minutos / 42 visitas.

Publicado el 20 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.

Las Tinieblas

Leónidas Andréiev


Cuento


I

Hasta entonces habı́a tenido suerte en todo lo que habı́a hecho; pero aquellos últimos dı́as le habı́an sido más que desfavorables, hostiles. Como hombre cuya vida entera parecı́a un juego de azar muy peligroso, conocı́a bien estos bruscos cambios de la fortuna y sabı́a aceptarlos con calma: la puesta en este juego era la vida, su propia vida y la de los demás, y gracias a esto habı́a aprendido a estar siempre alerta, a darse cuenta rápidamente de la situación y a calcular con sangre fría.

Esta vez tenı́a también que obrar con astucia. Un azar cualquiera, una de esas casualidades pequeñas, que no se pueden prever siempre, habı́a puesto la policı́a sobre su pista. Hacı́a dos dı́as que él, terrorista y lanzador de bombas tan conocido, se veı́a perseguido incesantemente por espı́as que le encerraban en un cerco estrecho y apretado. No podı́a hallar un asilo en los cı́rculos donde se conspiraba porque serı́a descubierto por los espı́as.

No podı́a andar más que por determinadas calles y avenidas; pero las cuarenta y ocho horas que llevaba sin dormir, constantemente en guardia, le habı́an fatigado de tal modo que temı́a otro peligro:

podı́a quedarse dormido en cualquier parte, sobre un banco, en una calle, hasta en un coche y ser conducido a un puesto de policı́a de la manera más estúpida, como un simple borracho. Era martes. A los dos dı́as, el jueves, tenı́a que realizar un acto terrorista muy importante. Todo el comité venı́a haciendo desde largo tiempo preparativos para el asesinato y se le habı́a conferido precisamente a él el «honor» de arrojar aquella última bomba. Ası́, pues, era preciso, costara lo que costase, no dejarse detener hasta aquel día.


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54 págs. / 1 hora, 35 minutos / 326 visitas.

Publicado el 1 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

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