Textos por orden alfabético inverso de Leónidas Andréiev etiquetados como Cuento

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autor: Leónidas Andréiev etiqueta: Cuento


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Valia

Leónidas Andréiev


Cuento


Valia, sentado a la mesa, leía. El libro era muy grande, la mitad de grande que el propio Valia, con enormes líneas negras y dibujos que ocupaban páginas enteras. Para ver la línea superior Valia tenía que estirar el cuello casi al ancho total de la mesa, ponerse de rodillas en la silla y con su dedito retener las letras porque se perdía fácilmente entre tantas otras y era muy difícil encontrarlas después. Gracias a estas circunstancias no previstas por los editores la lectura, no obstante el agudo interés de lo que se relataba en el libro, avanzaba muy lentamente. Se contaba allí la historia de un muchacho muy fuerte que se llamaba Bova y que cogía a los otros muchachos por los brazos y las piernas y se los separaba inmediatamente del cuerpo. Esto era terrible y al mismo tiempo chusco, y Valia, viajando con todo su cuerpecito a través del libro, estaba muy emocionado e impaciente por saber en qué pararía aquello. Pero se le había prohibido leer: mamá entró con otra mujer.

—¡Aquí está!—dijo la mamá, cuyos ojos estaban enrojecidos por las lágrimas vertidas según toda evidencia muy recientemente; al menos, entre sus manos apretaba nerviosamente un pañuelo blanco de encaje.

—¡Valia, hijo mío!—exclamó la otra mujer, y después de abrazarle empezó a cubrirle de besos las mejillas y los ojos, apretándole muy fuerte contra sus labios menudos y duros. No sabía acariciar como mamá: los besos de mamá eran siempre dulces, efusivos, mientras que aquella mujer le incomodaba con sus caricias.

Valia las aceptaba con disgusto. Estaba descontento de que se le hubiera interrumpido en su lectura, tan interesante; por otra parte, aquella mujer desconocida, alta y delgada, de dedos secos en los que no había ni una sortija, no le acababa de complacer. Se desprendía de ella un olor desagradable, un olor de humedad o de algo podrido, mientras que mamá olía siempre a perfumes muy finos.


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Dominio público
14 págs. / 25 minutos / 124 visitas.

Publicado el 12 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

Un Sueño

Leónidas Andréiev


Cuento


...Hablamos luego de los sueños, en los que hay tanto de maravilloso. Y he aquí lo que me contó Sergio Sergueyevich cuando nos quedamos solos en la gran sala semiobscura:

—No sé lo que fué aquello. Desde luego, fué un sueño; dudarlo sería un delito de leso sentido común; pero hubo en aquel sueño algo demasiado parecido a la realidad. Yo no estaba acostado, sino de pie y paseándome por mi celda, y tenía los ojos abiertos. Y lo que soñé—si lo soñé—se quedó grabado en mi memoria como si en efecto me hubiera sucedido.

Llevaba dos años en la cárcel de Petersburgo, por revolucionario. Estaba incomunicado y no sabía nada de mis amigos; una negra melancolía iba apoderándose de mi corazón; todo me parecía muerto, y ni siquiera contaba los días.

Leía muy poco y me pasaba buena parte del día y de la noche paseándome a lo largo de mi celda, que tenía tres metros de longitud; andaba lentamente para no marearme, y recordaba, recordaba... Las imágenes iban poco a poco borrándose, desvaneciéndose en mi memoria.

Sólo una permanecía fresca, viva, aunque su realidad era entonces la más lejana, la más inaccesible para mí: la de María Nicolayevna, mi novia, una muchacha encantadora. Sólo sabía de ella que no había sido detenida, y la suponía sana y salva.

Aquel atardecer de otoño, lleno de tristeza, su recuerdo ocupaba por entero mi pensamiento. En mi ir y venir lento a lo largo de la celda, sobre el suelo de asfalto, en medio del silencio tétrico de la cárcel, veía deslizarse a mi derecha y a mi izquierda, desnudos, monótonos, los muros... Y de pronto me pareció que yo estaba inmóvil y que los muros seguían deslizándose.


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Dominio público
6 págs. / 10 minutos / 164 visitas.

Publicado el 22 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Un Hombre Original

Leónidas Andréiev


Cuento


Un corto silencio reinó entre los comensales, y en medio del murmullo de las conversaciones, alrededor de las mesas lejanas y del ruido ahogado de los pasos de los criados, que traían y llevaban los platos, alguien declaró con voz dulce y tranquila:

—¡A mi me encantan las negras!

Antón Ivanich, el subjefe de la oficina, por poco si deja caer la copa de vodka que se llevaba a los labios; un criado dirigió al que había pronunciado tales palabras una mirada de asombro; todos volvieron la cabeza para ver quién había dicho aquella cosa extraña. Y todo el mundo vio la carita con bigotito rojo, los ojillos opacos y la cabecita cuidadosamente peinada de Semen Vasilievich Kotelnikov.

Durante cinco años habían trabajado con él en la oficina; todos los días le daban la mano al llegar y al marcharse; todos los días le hablaban; todos los meses, después de cobrar, comían con él, como aquel día, en un restorán, y, no obstante, se les antojaba que aquel día lo veían por primera vez. Lo vieron y se llenaron de extrañeza. Observaron que no era feo del todo, a pesar de su absurdo bigote y sus pecas, semejantes a las salpicaduras de barro lanzadas por un automóvil. Observaron también que no vestía mal y que llevaba un cuello muy limpio.

El subjefe, después de fijar largamente su mirada de asombro en Kotelnikov, dijo:

—Pero Semen...

—¡Semen Vasilievich!—pronunció con cierta dignidad, Kotelnikov.

—Pero Semen Vasilievich, ¿le gustan a usted las negras?

—Sí, me gustan mucho.

El subjefe miró con ojos de pasmo a todos los empleados sentados a la mesa, y soltó la carcajada:

—¡Ja, ja, ja! ¡Le gustan las negras! ¡Ja, ja, ja!

Y todos se echaron a reír, incluso el grueso y enfermizo Polsikov, que no se reía nunca. El mismo Kotelnikov se rió, un poco confuso, y enrojeció de gusto; pero al mismo tiempo le asaltó un ligero temor: el de que aquello le causase disgustos.


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Dominio público
9 págs. / 16 minutos / 64 visitas.

Publicado el 8 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Un Extranjero

Leónidas Andréiev


Cuento


I

Desde las once de la mañana hasta las ocho de la noche, el estudiante Chistiakov daba lecciones a domicilio. Sólo un día a la semana, el miércoles, retrasaba un poco el principio de su primera lección y hacia un breve acto de presencia en la Universidad, a fin de que le viesen los inspectores.

No iba nunca a clase ni sabía siquiera dónde estaban las aulas del primer año de Derecho, pues las explicaciones de los profesores no le interesaban y estaba decidido a irse la primavera próxima al extranjero. Por eso trabajaba tanto y ahorraba todo el dinero que podía. Por la noche, al volver a casa, se ponía a estudiar alemán. Pensaba irse a Berlín, donde se encontraba, desde hacía un año, un antiguo amigo suyo, que le escribía largas cartas entusiásticas, y en todas ellas le llamaba.

Pero con frecuencia Chistiakov, inclinado sobre su gramática alemana, sentía en la cabeza un ruido semejante al de un salto de agua y unas punzadas dolorosas en el costado izquierdo. Parecíale ver desfilar ante sus ojos fatigados las caras antipáticas de susdiscípulos. No pudiendo seguir estudiando, se tendía en la cama y se distraía en contar mentalmente sus ahorros o en planear su próxima vida en Berlín. Algunas noches bajaba un rato al número 64 del «Polo Norte»—que tal era el nombre de su hospedería—y echaba un párrafo con los estudiantes que después de cenar se reunían allí.

Los estudiantes no le inspiraban ningún afecto, como no se lo inspiraba nada de lo que le rodeaba: las calles por donde pasaba, la habitación donde vivía, toda aquella vida caótica, inculta, grosera y estúpida. La gente le parecía peor que la de un país bárbaro; los bárbaros, al menos, eran audaces, y aquella gente—capaz de las violencias y las crueldades más insensatas—era pusilánime y mezquina.


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Dominio público
16 págs. / 28 minutos / 109 visitas.

Publicado el 22 de abril de 2020 por Edu Robsy.

Sobremortal

Leónidas Andréiev


Cuento


I

El día del vuelo comenzó bajo los mejores presagios: un rayo de sol naciente que acababa de penetrar en la obscura alcoba conyugal y un sueño matutino extraordinario, luminoso, lleno de alusiones misteriosas y alegres, un sueño conmovedor.

Yury Mijailovich Puchkarev era un piloto aviador experimentado: en año y medio había volado veintiocho veces (el número de años que llevaba en el mundo) y estaba aún vivo y no se había quedado, como tantos otros, manco o cojo. El sabía mejor que nadie, mejor que su misma mujer, cuán menguada era aquella experiencia y cuán engañadora aquella calma que, después de cada descenso feliz a la tierra, parecía borrar de la memoria las desgracias de otros aviadores y llenaba al público de una tranquilidad, por lo excesiva, un poco cruel. Pero era un hombre valeroso y no quería, pensando en eso, debilitar su voluntad, ni quitarle a la vida—breve de suyo—su sentido. «Puedo caer y matarme—decíase—. Demasiado lo sé. Pero ¿qué voy a hacerle...? Quizá se invente antes algo que evite las caídas. Entonces podréllegar a viejo, como cualquier otro mortal. No hay que preocuparse.»

La noche anterior, después de cenar, había dado, con su mujer, un paseo dulce y poético por las calles apartadas—obscuras y verdes—de la pequeña ciudad donde vivían hacía algún tiempo. A cosa de las once y media se había acostado, y se había dormido en seguida. Había oído, entre sueños, entrar, desnudarse y acostarse a su mujer. Un rato después le había parecido que algo como un pájaro inmenso aleteaba sobre la casa, llenaba la estancia de un ruido monótono y diríase que la ensanchaba. Sin despertarse del todo, había comprendido que era una tempestad. Pesadas gotas de lluvia tamborileaban en el tejado. Al amanecer, cuando los gorriones empezaban a cantar tras los cristales, había tenido aquel sueño, que ya había sido dos veces para él un augurio feliz.


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Dominio público
17 págs. / 30 minutos / 67 visitas.

Publicado el 22 de abril de 2020 por Edu Robsy.

Petka en el Campo

Leónidas Andréiev


Cuento


Osip Abramovich el peluquero colocó la sucia toalla sobre el pecho de su cliente, metiendo las puntas por detrás del cuello de éste, y gritó con voz imperiosa e impaciente:

—¡Chico, el agua!

El cliente, que se miraba en el espejo con mucha atención e interés, como se hace siempre en la peluquería, advirtió en su mentón una verruga más. Esto le afligió un poco; volvió su mirada y vió un delgado bracito de niño que ponía sobre la mesita una pequeña taza con agua caliente. Al mirar hacia arriba vió en el espejo la imagen del peluquero, grotesca y un poco oblicua; notó la mirada dura y amenazadora que echó hacia abajo, sobre alguna cabeza, así como los movimientos de sus labios, que murmuraban por lo bajo algo sin duda muy expresivo. Cuando le ocurría que el que le afeitaba no era el mismo patrón, sino su aprendiz Procopio o Miguel, este murmullo se hacía aún más expresivo, más amenazador.

—¡Aguarda! ¡Ya verás!...

Esto quería decir que el chico no había traído el agua bastante aprisa y que le esperaba un castigo.

—Tanto peor para ellos—pensó el cliente inclinando la cabeza a un lado y observando, arrimada a su nariz, la gran mano llena de sudor, con tres dedos separados y los otros dos tocándole suavemente la mejilla y el mentón, hasta que la mal afilada navaja se llevó con un rechinamiento desagradable la espuma jabonosa y los pelos tiernos de la barba.

Los clientes no eran muy exigentes en aquel establecimiento sucio, lleno de moscas molestas y perfumes baratos. Era frecuentado especialmente por porteros, dependientes, obreros, pequeños empleados; muchas veces por tipos torvos de una belleza sospechosa, con mejillas sonrosadas, finos bigotes y ojillos apasionados. En la vecindad había muchas casas de vecinos, populares, que dominaban el barrio y le daban un aspecto muy sucio, inquietante y desordenado.


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Dominio público
11 págs. / 20 minutos / 125 visitas.

Publicado el 13 de noviembre de 2016 por Edu Robsy.

¡No Hay Perdón!

Leónidas Andréiev


Cuento


Una estudianta. Muy joven, casi una niña. La nariz fina, linda, no formada aún completamente, como la de los niños, un poco arremangada; los labios también son infantiles, y parece que exhalan olor a bombones de chocolate. Los cabellos son tan abundantes y sedosos, cubren su cabeza de una manera tan graciosa, que al mirarlos se piensa sin querer en mil cosas amables: en el cielo azul sin nubes, en las canciones primaverales de los pajarillos, en el florecer de las lilas. Se piensa también, al admirar esta bella cabeza de muchacha, en los manzanos florecientes, bajo los que se busca sombra en un medio día de verano, y que dejan caer sobre el sombrero, sobre los hombros y sobre los brazos pétalos delicados color de nieve y rosa.


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Dominio público
21 págs. / 37 minutos / 50 visitas.

Publicado el 8 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Los Espectros

Leónidas Andréiev


Cuento


I

Cuando ya no cupo duda de que Egor Timofeievich Pomerantzev, el subjefe de la oficina de Administración local, había perdido definitivamente la razón, se hizo en su favor una colecta, que produjo una suma bastante importante, y se le recluyó en una clínica psiquiátrica privada.

Aunque no tenía aún derecho al retiro, se le concedió, en atención a sus veinticinco años de servicios irreprochables y a su enfermedad. Gracias a esto, tenía con que pagar su estancia en la clínica hasta su muerte: no había la menor esperanza de curarle.

Al comienzo de la enfermedad de Pomerantzev su mujer, de quien se había separado hacía quince años, pretendió tener derecho a su pensión; para conseguirla, hasta hizo que un abogado litigara en su nombre; pero perdió la causa, y el dinero quedó a la disposición del enfermo.

La clínica se hallaba fuera de la ciudad. Al lado del camino, su aspecto exterior era el de una simple casa de campo, construida a la entrada de un bosquecillo. Como en la mayoría de las casas de campo, su segundo un bosquecillo. Como en la mayoría de las casas de campo, su segundo piso era mucho más pequeño que el primero. El tejado era muy alto, y tenía la forma de un hacha invertida. Los días de fiesta, para alegrar a los enfermos, se izaba en él una bandera nacional.


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Dominio público
36 págs. / 1 hora, 3 minutos / 164 visitas.

Publicado el 30 de abril de 2016 por Edu Robsy.

Los Cristianos

Leónidas Andréiev


Cuento


La nieve caía tras los cristales; pero en el gran edificio del tribunal hacía calor. Había mucha gente, y los que frecuentaban el tribunal en cumplimiento de su deber—como, por ejemplo, los reporteros judiciales—se hallaban allí muy a gusto. Encontrábanse con sus desconocidos; como en el teatro, asistían diariamente a la representación de dramas—llamados por los reporteros «dramas judiciales»—. Era agradable ver al público, oír el ruido de las voces en los corredores, mezclarse con aquella multitud agitada.

El buffet estaba muy animado. Lo alumbraba ya la luz eléctrica, y sobre el mostrador veíanse cosas muy apetitosas. El público se agolpaba junto al mostrador, y charlaba, comiendo y bebiendo. Los rostros melancólicos que se veían a veces no turbaban la alegría general: al contrario, son precisos con harta frecuencia para hacer más pintorescos el cuadro, sobre todo en lugares donde se representan dramas. Todos contaban que en una de las salas del tribunal acababa de suicidarse un acusado; se oía ruido de cadenas y de fusiles. Un dulce calor reinaba en todo el edificio, y se estaba allí divinamente.

En una de las salas, la animación era grandísima: un proceso pintoresco atraía mucha gente. Los jueces, los jurados, los abogados estaban ya en sus puestos. Un reportero, mientras llegaban sus demás colegas, disponía ante él las cuartillas y examinaba muy contento la sala. El presidente del tribunal, un hombre grueso, de rostro vulgar y bigotes blancos, pasaba revista presuroso y con voz monótona, a los testigos.

—¡Efimov! ¿Cuál es el patronímico de usted?

—Efim Petrovich.

—¿Quiere usted prestar juramento?

—Sí.

—Colóquese entonces a la izquierda... ¡Karasev! ¿El patronímico de usted?

—Andrey Egorich.

—¿Quiere usted prestar juramento?

—Sí.

—A la izquierda. ¡Blumental!


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Dominio público
16 págs. / 28 minutos / 47 visitas.

Publicado el 8 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Lázaro

Leónidas Andréiev


Cuento


I

Cuando Lázaro salió de la tumba, donde la muerte, por espacio de tres días y tres noches, le había tenido bajo su enigmático poder; cuando volvió, vivo, a su casa, pasaron durante algún tiempo inadvertidas las singularidades siniestras que habían de hacer, más adelante, terrible hasta su nombre. Radiantes de júbilo porque había vuelto a la vida, sus amigos y su familia le mimaban como a un niño, saciaban su ávida ternura cuidando, solícitos, de todo cuanto le concernía: su comida, su bebida, sus ropas. Le vistieron con suntuosidad: un traje color de esperanza y de risa le envolvió, como a un novio, y cuando se sentó de nuevo a la mesa, en medio de los convidados, cuando bebió y comió de nuevo, los circunstantes lloraron de alegría e invitaron a los vecinos a ir a ver al resucitado. Los vecinos acudieron y se regocijaron, enternecidos también, hasta derramar lágrimas; numerosos desconocidos llegaron de ciudades y aldeas lejanas, y su asombro y su entusiasmo ante el milagro se manifestaron en ruidosas exclamaciones. Se hubiera dicho que un enjambrede abejas zumbaba en tomo de la casa de Marta y María.


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Dominio público
22 págs. / 39 minutos / 168 visitas.

Publicado el 22 de abril de 2020 por Edu Robsy.

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