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autor: Leónidas Andréiev etiqueta: Cuento textos disponibles


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A Fuego

Leónidas Andréiev


Cuento


I

Durante aquel verano caluroso y terrible, todo ardía. Ardían ciudades enteras, aldeas, haciendas. El bosque y los campos no servían ya de defensa; el bosque mismo era fácilmente presa de las llamas, y el fuego se extendía, como una gran sábana roja, por la superficie de las praderas secas.

Durante el día, el sol estaba medio oculto por el espeso humo; durante la noche, reflejos rojizos y silenciosos aparecían en distintos puntos del cielo, giraban en una danza fantástica y muda, y las sombras vagas de los hombres y de los árboles se arrastraban por tierra como animales de una especie desconocida. Los perros no turbaban la paz de la noche con su ladrido alegre, llamando desde lejos a los viajeros y prometiéndoles abrigo y buena acogida; lanzaban largos aullidos quejumbrosos o callaban sombríamente, ocultándose en las cuevas.

Los hombres, igual que los perros, se miraban unos a otros con ojos hoscos y espantados, hablaban de criminales misteriosos que prendían fuego en todas partes. En una aldea asesinaron a un anciano que no supo decir adonde caminaba. Después, los campesinos lloraban sobre su cadáver, apiadados al contemplar su barba blanca manchada de sangre.


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Dominio público
6 págs. / 12 minutos / 326 visitas.

Publicado el 20 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.

Sobremortal

Leónidas Andréiev


Cuento


I

El día del vuelo comenzó bajo los mejores presagios: un rayo de sol naciente que acababa de penetrar en la obscura alcoba conyugal y un sueño matutino extraordinario, luminoso, lleno de alusiones misteriosas y alegres, un sueño conmovedor.

Yury Mijailovich Puchkarev era un piloto aviador experimentado: en año y medio había volado veintiocho veces (el número de años que llevaba en el mundo) y estaba aún vivo y no se había quedado, como tantos otros, manco o cojo. El sabía mejor que nadie, mejor que su misma mujer, cuán menguada era aquella experiencia y cuán engañadora aquella calma que, después de cada descenso feliz a la tierra, parecía borrar de la memoria las desgracias de otros aviadores y llenaba al público de una tranquilidad, por lo excesiva, un poco cruel. Pero era un hombre valeroso y no quería, pensando en eso, debilitar su voluntad, ni quitarle a la vida—breve de suyo—su sentido. «Puedo caer y matarme—decíase—. Demasiado lo sé. Pero ¿qué voy a hacerle...? Quizá se invente antes algo que evite las caídas. Entonces podréllegar a viejo, como cualquier otro mortal. No hay que preocuparse.»

La noche anterior, después de cenar, había dado, con su mujer, un paseo dulce y poético por las calles apartadas—obscuras y verdes—de la pequeña ciudad donde vivían hacía algún tiempo. A cosa de las once y media se había acostado, y se había dormido en seguida. Había oído, entre sueños, entrar, desnudarse y acostarse a su mujer. Un rato después le había parecido que algo como un pájaro inmenso aleteaba sobre la casa, llenaba la estancia de un ruido monótono y diríase que la ensanchaba. Sin despertarse del todo, había comprendido que era una tempestad. Pesadas gotas de lluvia tamborileaban en el tejado. Al amanecer, cuando los gorriones empezaban a cantar tras los cristales, había tenido aquel sueño, que ya había sido dos veces para él un augurio feliz.


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Dominio público
17 págs. / 30 minutos / 85 visitas.

Publicado el 22 de abril de 2020 por Edu Robsy.

Bargamot y Garaska

Leónidas Andréiev


Cuento


Sería injusto decir que la Naturaleza se había mostrado avara con el guardia de Orden público Iván Akindinich Bargamotov, a quien los vecinos de un arrabal de la ciudad de Orel llamaban Bargamot.

Asemejábase, en lo físico, a un mastodonte o a cualquiera otra de las excelentes criaturas prehistóricas que por falta de sitio tuvieron hace tiempo que abandonar nuestro planeta, poblado por esos alfeñiques que se llaman hombres.

Grueso, de elevada estatura, robusto, de una voz formidable, no era un guardia vulgar, y hubiera alcanzado hacía años una alta graduación a no ser porque su alma estaba sumida en un sueño profundo. Las impresiones del mundo exterior, al dirigirse a su cerebro, perdían en el camino toda su fuerza y llegaban al punto de destino convertidas en débiles reflejos. Un hombre exigente hubiera dicho que era un montón de carne, y sus jefes decían que era un zoquete. Los vecinos del arrabal, cuyo juicio era el más atendible, le consideraban un hombre serio y digno del mayor respeto.

Lo que sabía lo sabía de veras. Verdad es que sus conocimientos se limitaban a las ordenanzas delcuerpo a que pertenecía, que se había aprendido a costa de heroicos esfuerzos; pero se habían grabado de un modo definitivo en su cerebro monolítico.

De lo que no sabía no hablaba. Y su silencio era tan digno, que avergonzaba a los que sabían más que él.

Poseía una fuerza muscular enorme. La fuerza muscular, en la calle de Puchkarnaya, donde él ejercía sus funciones, era de suma importancia. Habitada por zapateros, sastrecillos, traperos y otros honorables representantes de la industria, y provista de un par de tabernas, dicha calle era teatro, sobre todo los días de fiesta, de batallas homéricas, en las que intervenían las mujeres de los contendientes, para separarlos, y a las que asistían, entusiasmados, los chiquillos.


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Dominio público
8 págs. / 15 minutos / 118 visitas.

Publicado el 22 de abril de 2020 por Edu Robsy.

Había una Vez

Leónidas Andréiev


Cuento


I

Un rico comerciante que no tenía familia, Lorenzo Petrovich Koscheverov, llegó a Moscú para consultar con los médicos. En vista de que su enfermedad presentaba cierto interés científico se le admitió en la clínica universitaria. Dejó su maleta y su pelliza abajo, en el vestíbulo. Arriba, donde estaba la sala de enfermos, le recogieron su traje negro y su ropa interior, dándole en cambio una larga blusa gris, ropa interior limpia, que llevaba el sello «Sala número 8», y unas pantuflas. La camisa era demasiado pequeña y la asistenta fué a buscar otra.

—¡Es que sois tan grandes!—dijo al salir del cuarto de baño, donde los enfermos cambiaban de ropa.

Lorenzo Petrovich, medio desnudo, esperó con paciencia su regreso. Bajando su gran cabeza calva examinó su alto pecho minuciosamente, colgante como el de una vieja, y su vientre un poco inflado, que caía hasta las rodillas. Todos los sábados tomaba un baño y examinaba su cuerpo; pero ahora le parecía muy otro, débil y enfermizo a pesar de su vigor aparente. Desde el momento que le quitaron su ropa llegó a creer que no se pertenecía ya y estaba dispuesto a hacer todo lo que se le dijera.

La asistenta volvió con otra camisa, y aunque Lorenzo Petrovich tenía aún bastantes fuerzas para aplastar a la buena mujer con solo un dedo, permitió dócilmente que lo vistiera, y pasó torpemente la cabeza por la camisa. Con la misma obediente torpeza esperó a que le anudara las cintas de la camisa alrededor del cuello y la siguió a la sala. Andaba muy suavemente con sus pies de oso, como andan los niños cuando las personas mayores los conducen a donde no saben, quizá a castigarlos. La nueva camisa era también estrecha y le molestaba, pero no tenía valor para decírselo a la asistenta, no obstante que en su casa de Saratov docenas de hombres temblaban ante su mirada.


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Dominio público
21 págs. / 37 minutos / 240 visitas.

Publicado el 25 de diciembre de 2016 por Edu Robsy.

La Llamada

Leónidas Andréiev


Cuento


Fatigado por las angustias del día, me había dormido vestido sobre la cama. Mi mujer me despertó. Llevaba en la mano una bujía, cuya lucecita vacilante, en medio de la noche, se me antojó clara como el sol. El rostro de mi mujer estaba pálido. Sus ojos enormes, que me parecían entonces extraños, como si los viese por primera vez, brillaban con un fulgor siniestro.

—¿No sabes?—dijo—. Están levantando barricadas en nuestra calle.

En torno reinaba el silencio. Nos miramos uno a otro, y sentí que mi rostro se iba poniendo pálido. Hubo un momento en que la vida pareció extinguirse; pero no tardó en volver, manifestándose en los fuertes latidos del corazón.

En torno reinaba el silencio. La llama de la bujía vacilaba, exigua, ligera, pero hiriente como una espada.

—¿Tienes miedo?—pregunté.

Su barbilla temblaba ligeramente; pero sus ojos permanecieron inmóviles, mirándome sin pestañear. Sólo entonces me percaté de que eran unos ojos terribles, completamente desconocidos para mí. Yo los había mirado durante diez años y creía conocerlos mejor que los míos; pero en aquel instante había en ellos algo nuevo que yo no acertaba a definir. ¿Era orgullo? No; era una expresión extraordinaria.

Le cogí la mano, que estaba fría. Me respondió con un fuerte apretón, en el que había también algo nuevo, desconocido hasta entonces para mí. Nunca me había estrechado de aquella manera la mano.

—¿Hace mucho tiempo?—le pregunté.

—Cosa de una hora. Mi hermano ya se ha ido. Sin duda, temiendo que tú no se lo permitieses, lo ha hecho con sigilo. Pero yo lo he visto.

¡Era, pues, verdad! ¡Aquello había llegado!

Me levanté y me lavé despaciosamente, como lo hacía siempre por la mañana, después de una noche entera de sueño. Mi mujer me alumbraba con la bujía. Luego la apagamos y nos asomamos a la ventana, que daba a la calle.


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Dominio público
6 págs. / 10 minutos / 74 visitas.

Publicado el 20 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.

El Abismo

Leónidas Andréiev


Cuento


I

El día tocaba a su fin. Caminaban los dos sin dejar de hablar y habían perdido la noción del tiempo y del camino. Ante ellos, sobre una colina, había un bosquecillo.. El sol, pasando entre las hojas, parecía un ascua que doraba el polvo. Estaba tan próximo y era tan vivo que todo parecía haberse desvanecido alrededor; no se veía más que a él. Su luz ardiente hacía daño a los ojos. Ellos retrocedieron en su camino. Todo se extinguió de pronto y ahora se veía más neto, más claro y más tranquilo. A lo lejos, poco más de un kilómetro, el ocaso rojo caía sobre el alto tronco de un pino y ardía en el follaje como una bujía en un cuarto obscuro. El camino estaba velado de rojo y cada piedra proyectaba una larga sombra negra.

La hermosa cabellera rubia de la muchacha, clareada por los rayos del sol, parecía una corona de oro. Un cabello fino y rizado se balanceaba en el aire como un dorado hilo de araña.

Ya no se veía claro; pero la conversación continuó, siempre en el mismo tono. Dulce, franca y amistosa se deslizaba como las aguas de un sereno manantial.

El tema era la fuerza eterna, la belleza y la inmortalidad del amor.

Ambos eran muy jóvenes aún: ella no tenía más que diecisiete años; él, Niemovetsky, tenía cuatro años más, y los dos llevaban el uniforme de colegiales:

ella, un sencillo vestido gris, del Liceo; él, un bonito traje de estudiante de la Escuela Politécnica.

Como el tema mismo de su conversación, todo era en ellos joven, bello y puro: sus talles esbeltos y lexibles como a merced del aire, sus pasos ligeros, sus voces frescas dulces y soñadoras. Hasta cuando hablaban de las cosas más simples sus voces parecían un arroyo en noche serena de primavera cuando la nieve no ha desaparecido aún del todo en los campos obscuros.


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Dominio público
15 págs. / 27 minutos / 240 visitas.

Publicado el 31 de julio de 2016 por Edu Robsy.

La Nada

Leónidas Andréiev


Cuento


Se estaba muriendo un alto dignatario, viejo, importante; un gran señor que tenía mucho apego a la vida. Era para él muy penoso morir; no creía en Dios ni comprendía por qué moría y dominábale el terror. Era horrible ver cómo sufría.

Su vida era grande, rica y llena de interés; su corazón y su cerebro estaban siempre preocupados y satisfechos. Pero estaban cansados, agotados, casi como todo su cuerpo por otra parte, que se iba enfriando poco a poco. Sus ojos y sus oídos, acostumbrados a ver y oír siempre lo bello, estaban igualmente cansados, y la alegría misma pesaba demasiado sobre su pobre corazón, harto trabajado. Cuando todavía no se estaba muriendo pensaba en la muerte; algunas veces con cierto placer. Se decía que le daría el reposo, que le libraría de todos aquellos abrazos, muestras de estimación y relaciones que tanto le fastidiaban. Sí, lo pensaba con placer; pero ahora, estando a punto de morir, sentía que un horror indescriptible penetraba en su alma.

Quisiera vivir todavía un poco, aunque no fuera mas que hasta el lunes próximo, mejor aún hasta el miércoles o el jueves. Pero no sabía con precisión el verdadero día de su muerte, ya que en la semana hay solamente siete.

Y precisamente aquel día desconocido se presentó ante él un diablo muy ordinario, como muchos. Se introdujo en la casa disfrazado de cura; pero el alto dignatario comprendió en seguida que el diablo no había ido allí por ir, y se puso alegre. «Una vez que el diablo existe la muerte no es realidad; por el contrario, la inmortalidad es algo real. En rigor, si la inmortalidad no existe se puede prolongar la vida vendiendo el alma en condiciones ventajosas.» Esto era evidente, casi claro.


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Dominio público
6 págs. / 12 minutos / 242 visitas.

Publicado el 31 de julio de 2016 por Edu Robsy.

La Risa

Leónidas Andréiev


Cuento


I

A las seis y media yo tenía la seguridad de que ella iría, y estaba locamente alegre. Mi gabán no estaba abotonado sino con el botón superior, de manera que el viento podía sacudirlo a su gusto; pero yo no sentía frío ninguno. Mi cabeza hallábase orgullosamente echada atrás, y mi gorra de estudiante sólo me cubría la nuca. Miraba a los hombres a quienes encontraba al paso con cierto sentimiento de superioridad, y a las mujeres, con un aire ligeramente provocativo y acariciador; pues aunque no la amaba, hacía cuatro días, más que a ella sola, era yo todavía tan joven y de un corazón tan sensible que no podía permanecer del todo indiferente ante las demás hijas de Eva. Mis pasos eran rápidos, vivos, andaba como deslizándome.

A las siete menos cuarto, mi gabán estaba ya abotonado con dos botones; mis ojos no miraban ya sino a las mujeres, pero sin provocación ni cariño, más bien con disgusto. Yo sólo necesitaba una; las demás podían irse al diablo. Sólo me interesaban por su superficial semejanza con la mía.

A las siete menos cinco tenía calor.

A las siete menos dos tenía frío.

A las siete en punto comprendí que mi amada no iría.

A las ocho y media era el ser más desgraciado del mundo. Mi gabán estaba abotonado con todos los botones; la gorra casi me tapaba la nariz, enrojecida por el frío; los cabellos de las sienes, el bigote y las pestañas los tenía blancos de escarcha, y los dientes me castañeteaban. Apenanspodía arrastrar las piernas, andaba encorvado y parecía un viejo que volvía al asilo de inválidos.

¡Ella era la causa de todo esto! ¡Diablo de mujer!... Pero no, no había que insultarla: quizá no la hubieran dejado salir, quizá estuviera enferma, acaso hubiera muerto... Acaso hubiera muerto, y yo la insultaba...


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Dominio público
5 págs. / 10 minutos / 52 visitas.

Publicado el 20 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.

Lázaro

Leónidas Andréiev


Cuento


I

Cuando Lázaro salió de la tumba, donde la muerte, por espacio de tres días y tres noches, le había tenido bajo su enigmático poder; cuando volvió, vivo, a su casa, pasaron durante algún tiempo inadvertidas las singularidades siniestras que habían de hacer, más adelante, terrible hasta su nombre. Radiantes de júbilo porque había vuelto a la vida, sus amigos y su familia le mimaban como a un niño, saciaban su ávida ternura cuidando, solícitos, de todo cuanto le concernía: su comida, su bebida, sus ropas. Le vistieron con suntuosidad: un traje color de esperanza y de risa le envolvió, como a un novio, y cuando se sentó de nuevo a la mesa, en medio de los convidados, cuando bebió y comió de nuevo, los circunstantes lloraron de alegría e invitaron a los vecinos a ir a ver al resucitado. Los vecinos acudieron y se regocijaron, enternecidos también, hasta derramar lágrimas; numerosos desconocidos llegaron de ciudades y aldeas lejanas, y su asombro y su entusiasmo ante el milagro se manifestaron en ruidosas exclamaciones. Se hubiera dicho que un enjambrede abejas zumbaba en tomo de la casa de Marta y María.


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Dominio público
22 págs. / 39 minutos / 239 visitas.

Publicado el 22 de abril de 2020 por Edu Robsy.

Los Cristianos

Leónidas Andréiev


Cuento


La nieve caía tras los cristales; pero en el gran edificio del tribunal hacía calor. Había mucha gente, y los que frecuentaban el tribunal en cumplimiento de su deber—como, por ejemplo, los reporteros judiciales—se hallaban allí muy a gusto. Encontrábanse con sus desconocidos; como en el teatro, asistían diariamente a la representación de dramas—llamados por los reporteros «dramas judiciales»—. Era agradable ver al público, oír el ruido de las voces en los corredores, mezclarse con aquella multitud agitada.

El buffet estaba muy animado. Lo alumbraba ya la luz eléctrica, y sobre el mostrador veíanse cosas muy apetitosas. El público se agolpaba junto al mostrador, y charlaba, comiendo y bebiendo. Los rostros melancólicos que se veían a veces no turbaban la alegría general: al contrario, son precisos con harta frecuencia para hacer más pintorescos el cuadro, sobre todo en lugares donde se representan dramas. Todos contaban que en una de las salas del tribunal acababa de suicidarse un acusado; se oía ruido de cadenas y de fusiles. Un dulce calor reinaba en todo el edificio, y se estaba allí divinamente.

En una de las salas, la animación era grandísima: un proceso pintoresco atraía mucha gente. Los jueces, los jurados, los abogados estaban ya en sus puestos. Un reportero, mientras llegaban sus demás colegas, disponía ante él las cuartillas y examinaba muy contento la sala. El presidente del tribunal, un hombre grueso, de rostro vulgar y bigotes blancos, pasaba revista presuroso y con voz monótona, a los testigos.

—¡Efimov! ¿Cuál es el patronímico de usted?

—Efim Petrovich.

—¿Quiere usted prestar juramento?

—Sí.

—Colóquese entonces a la izquierda... ¡Karasev! ¿El patronímico de usted?

—Andrey Egorich.

—¿Quiere usted prestar juramento?

—Sí.

—A la izquierda. ¡Blumental!


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Dominio público
16 págs. / 28 minutos / 61 visitas.

Publicado el 8 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

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