Textos mejor valorados de Leónidas Andréiev

Mostrando 1 a 10 de 41 textos encontrados.


Buscador de títulos

autor: Leónidas Andréiev


12345

Las Tinieblas

Leónidas Andréiev


Cuento


I

Hasta entonces habı́a tenido suerte en todo lo que habı́a hecho; pero aquellos últimos dı́as le habı́an sido más que desfavorables, hostiles. Como hombre cuya vida entera parecı́a un juego de azar muy peligroso, conocı́a bien estos bruscos cambios de la fortuna y sabı́a aceptarlos con calma: la puesta en este juego era la vida, su propia vida y la de los demás, y gracias a esto habı́a aprendido a estar siempre alerta, a darse cuenta rápidamente de la situación y a calcular con sangre fría.

Esta vez tenı́a también que obrar con astucia. Un azar cualquiera, una de esas casualidades pequeñas, que no se pueden prever siempre, habı́a puesto la policı́a sobre su pista. Hacı́a dos dı́as que él, terrorista y lanzador de bombas tan conocido, se veı́a perseguido incesantemente por espı́as que le encerraban en un cerco estrecho y apretado. No podı́a hallar un asilo en los cı́rculos donde se conspiraba porque serı́a descubierto por los espı́as.

No podı́a andar más que por determinadas calles y avenidas; pero las cuarenta y ocho horas que llevaba sin dormir, constantemente en guardia, le habı́an fatigado de tal modo que temı́a otro peligro:

podı́a quedarse dormido en cualquier parte, sobre un banco, en una calle, hasta en un coche y ser conducido a un puesto de policı́a de la manera más estúpida, como un simple borracho. Era martes. A los dos dı́as, el jueves, tenı́a que realizar un acto terrorista muy importante. Todo el comité venı́a haciendo desde largo tiempo preparativos para el asesinato y se le habı́a conferido precisamente a él el «honor» de arrojar aquella última bomba. Ası́, pues, era preciso, costara lo que costase, no dejarse detener hasta aquel día.


Leer / Descargar texto

Dominio público
54 págs. / 1 hora, 35 minutos / 290 visitas.

Publicado el 1 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

El Misterio

Leónidas Andréiev


Cuento


I

Mi alegría fué inmensa: estudiante hambriento, expulsado de la Universidad por no pagar, sin un copec en el bolsillo—me había gastado los últimos en un anuncio solicitando un empleo cualquiera—, tuve la suerte de encontrar una colocación magnífica.

Una nebulosa mañana de fines de octubre recibí una carta en que se me invitaba a acudir al hotel de Francia, en la calle de la Marina. Hora y media después—aun no había cesado la lluvia, iniciada momentos antes de llegar la carta a mis manos—tenía un empleo, una vivienda y veinte rublos. ¡Parecía un sueño, un cuento de hadas! Todo, desde el primer momento, me produjo una grata impresión: el espléndido hotel, la lujosa habitación donde fuí recibido, el caballero amabilísimo que me recibió, un caballero—según pude observar cuando mi turbación fué pasando—entrado en años y vestido con esa elegancia inconfundible de los que están acostumbrados a vestir bien desde su infancia.

Excuso decir que acepté sus condiciones: vivir con su familia en el campo, ser el profesor de un niño de ocho años y cobrar cincuenta rublos mensuales.

—¿Le gusta a usted el mar?—me preguntó Norden (no hay por qué llamarle el señor Norden).

—¡Oh, el mar!—balbucí—.¡Enormemente!

Norden se echó a reír.

—¿Cómo no? ¿A quién, de joven, no le ha gustado el mar...? Pues bien; desde casa verá usted el mar..., un mar un poco gris, un poco triste; pero con furias y sonrisas. Estará usted en sus glorias.

—¡Ya lo creo!

Me sonreí, y Norden, sonriéndose también, añadió:

—En ese mar se ahogó mi hija Elena... Hace cinco años.

Callé. No sabía qué decir. Además, estaba desconcertado por su sonrisa. ¡Se sonreía hablando de la muerte de su hija! «¿Será una broma?», pensé.


Leer / Descargar texto

Dominio público
38 págs. / 1 hora, 8 minutos / 195 visitas.

Publicado el 21 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Los Siete Ahorcados

Leónidas Andréiev


Novela corta


Capítulo I. ¡A la una, precisamente, excelencia!

El ministro era un tipo extraordinariamente obeso y propenso a los ataques apopléticos, por lo cual, y para prevenir los peligros de una emoción fuerte, hubieron de emplearse toda clase de precauciones para comunicarle que se iba a atentar contra su vida. Al ver que recibía la noticia con serenidad y hasta sonriente, se le comunicaron los detalles. El crimen se cometería a la siguiente mañana, cuando la víctima se encaminase al Consejo. La policía había descubierto el complot por una delación, y vigilaba noche y día a los conjurados, quienes serían detenidos a la una, hora en que, armados de bombas y pistolas, esperarían al ministro.

— Pero —exclamó éste, sorprendido—, ¿cómo diablos sabían ellos la hora a que yo he de acudir al Consejo, cuando yo mismo la ignoraba hace tres días?

El jefe de la guardia se encogió de hombros.

— Pues ellos, Excelencia, sabían que será a la una, precisamente.

Parecióle bien a Su Excelencia el diligente celo de la policía; luego hizo un gesto de duda, frunció el ceño, y sus labios, carnosos y encendidos, se contrajeron en una mueca que pretendía ser una sonrisa; sin abandonarla, se despidió de los agentes, y para que éstos trabajasen con mayor libertad y desembarazo, decidió pasar la noche fuera de su casa, en otra casa amiga, donde le brindaban hospitalidad. También su esposa y sus hijos fuéronse lejos de aquella mansión en que acechaba el peligro y en donde al día siguiente habían de reunirse los conjurados.

Mientras ardían las lámparas en la morada ajena y los amigos saludaban y sonreían, el ministro experimentaba cierta excitación agradable, como si le hubieran dado ya o le fuesen a otorgar un galardón inesperado.


Información texto

Protegido por copyright
83 págs. / 2 horas, 25 minutos / 249 visitas.

Publicado el 31 de julio de 2016 por Edu Robsy.

La Nada

Leónidas Andréiev


Cuento


Se estaba muriendo un alto dignatario, viejo, importante; un gran señor que tenía mucho apego a la vida. Era para él muy penoso morir; no creía en Dios ni comprendía por qué moría y dominábale el terror. Era horrible ver cómo sufría.

Su vida era grande, rica y llena de interés; su corazón y su cerebro estaban siempre preocupados y satisfechos. Pero estaban cansados, agotados, casi como todo su cuerpo por otra parte, que se iba enfriando poco a poco. Sus ojos y sus oídos, acostumbrados a ver y oír siempre lo bello, estaban igualmente cansados, y la alegría misma pesaba demasiado sobre su pobre corazón, harto trabajado. Cuando todavía no se estaba muriendo pensaba en la muerte; algunas veces con cierto placer. Se decía que le daría el reposo, que le libraría de todos aquellos abrazos, muestras de estimación y relaciones que tanto le fastidiaban. Sí, lo pensaba con placer; pero ahora, estando a punto de morir, sentía que un horror indescriptible penetraba en su alma.

Quisiera vivir todavía un poco, aunque no fuera mas que hasta el lunes próximo, mejor aún hasta el miércoles o el jueves. Pero no sabía con precisión el verdadero día de su muerte, ya que en la semana hay solamente siete.

Y precisamente aquel día desconocido se presentó ante él un diablo muy ordinario, como muchos. Se introdujo en la casa disfrazado de cura; pero el alto dignatario comprendió en seguida que el diablo no había ido allí por ir, y se puso alegre. «Una vez que el diablo existe la muerte no es realidad; por el contrario, la inmortalidad es algo real. En rigor, si la inmortalidad no existe se puede prolongar la vida vendiendo el alma en condiciones ventajosas.» Esto era evidente, casi claro.


Leer / Descargar texto

Dominio público
6 págs. / 12 minutos / 200 visitas.

Publicado el 31 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Había una Vez

Leónidas Andréiev


Cuento


I

Un rico comerciante que no tenía familia, Lorenzo Petrovich Koscheverov, llegó a Moscú para consultar con los médicos. En vista de que su enfermedad presentaba cierto interés científico se le admitió en la clínica universitaria. Dejó su maleta y su pelliza abajo, en el vestíbulo. Arriba, donde estaba la sala de enfermos, le recogieron su traje negro y su ropa interior, dándole en cambio una larga blusa gris, ropa interior limpia, que llevaba el sello «Sala número 8», y unas pantuflas. La camisa era demasiado pequeña y la asistenta fué a buscar otra.

—¡Es que sois tan grandes!—dijo al salir del cuarto de baño, donde los enfermos cambiaban de ropa.

Lorenzo Petrovich, medio desnudo, esperó con paciencia su regreso. Bajando su gran cabeza calva examinó su alto pecho minuciosamente, colgante como el de una vieja, y su vientre un poco inflado, que caía hasta las rodillas. Todos los sábados tomaba un baño y examinaba su cuerpo; pero ahora le parecía muy otro, débil y enfermizo a pesar de su vigor aparente. Desde el momento que le quitaron su ropa llegó a creer que no se pertenecía ya y estaba dispuesto a hacer todo lo que se le dijera.

La asistenta volvió con otra camisa, y aunque Lorenzo Petrovich tenía aún bastantes fuerzas para aplastar a la buena mujer con solo un dedo, permitió dócilmente que lo vistiera, y pasó torpemente la cabeza por la camisa. Con la misma obediente torpeza esperó a que le anudara las cintas de la camisa alrededor del cuello y la siguió a la sala. Andaba muy suavemente con sus pies de oso, como andan los niños cuando las personas mayores los conducen a donde no saben, quizá a castigarlos. La nueva camisa era también estrecha y le molestaba, pero no tenía valor para decírselo a la asistenta, no obstante que en su casa de Saratov docenas de hombres temblaban ante su mirada.


Leer / Descargar texto

Dominio público
21 págs. / 37 minutos / 197 visitas.

Publicado el 25 de diciembre de 2016 por Edu Robsy.

El Amor al Prójimo

Leónidas Andréiev


Teatro


Un lugar salvaje entre las montañas.

En un pequeño saliente de una alta roca, casi vertical, hay un hombre de pie, en una situación, al parecer, desesperada. No se comprende cómo ha podido llegar allí: el acceso al pequeño saliente parece imposible. Las escalas, las cuerdas y demás útiles de salvamento a que se ha recurrido han sido ineficaces.

El desgraciado lleva, a lo que se ve, mucho tiempo en tan crítica situación. Abajo, al pie de la roca, se ha reunido ya una abigarrada multitud; pregonan su mercancía algunos vendedores de refrescos, de tarjetas postales y de baratijas, y hasta se ha establecido un buffet, cuyo único mozo se ve y se desea para atender a la numerosa clientela; un individuo trata de vender un peine que asegura, faltando descaradamente a la verdad, que es de tortuga.

Afluyen sin cesar nuevos turistas, ingleses, alemanes, rusos, franceses, italianos, etc.

Casi todos llevan alpenstocks, gemelos, máquinas fotográficas. Se oye hablar en todas las lenguas.

Junto a la roca, en el sitio donde debe caer el desconocido, dos guardias ahuyentan a la chiquilleríay le cierran el paso, con un bramante, a la multitud.

Gran animación.


El primer guardia.—¡Largo, monicaco! Si te cayera encima, ¿qué dirían tus papás?

El chiquillo.—¿Es que caerá aquí?

El primer guardia.— Sí.

El chiquillo.—¿Y si cae más afuera?

El segundo guardia.—Tiene razón el chico: podía dar un salto, en su desesperación, y caer al otro lado de la cuerda; lo que sería bastante molesto para el público, pues lo menos pesará ochenta kilos.

El primer guardia.—¡Largo, monicaca! ¡Atrás!... ¿Es su hija de usted, señora? Le ruego que no la deje acercarse. Ese joven caerá de un momento a otro.


Leer / Descargar texto

Dominio público
18 págs. / 32 minutos / 253 visitas.

Publicado el 22 de abril de 2020 por Edu Robsy.

Las Bellas Sabinas

Leónidas Andréiev


Teatro, Comedia, Sátira


Las bellas sabinas

Nota del traductor.—Esta comedia es una sátira escrita contra el partido político ruso de los «cadetes» (constitucionalistas-demócratas), cuya acción se caracteriza por la indecisión, la falta de audacia y la prudencia exagerada, rayana en lo ridículo. En vez de luchar abiertamente por la libertad del pueblo, apelaban al buen sentido del gobierno, invocaban razones jurídicas y humanitarias, se conducían, en fin, como los «sabinos», tan magistralmente pintados por Andreiev en esta piececita.

Cuadro primero

Un lugar salvaje, completamente inculto. Comienza a despuntar el día. Romanos armados salen de detrás de la montaña, arrastrando a las sabinas robadas, bellas mujeres, medio desnudas, que se resisten, gritan, muerden las manos de sus raptores. Sólo hay una que permanece del todo tranquila, y se diría que duerme en los brazos del romano que la lleva. Lanzando exclamaciones de dolor, los romanos dejan en tierra a las sabinas y se apresuran a apartarse, ahogados de fatiga. Las mujeres poco a poco se calman, miran desde lejos con desconfianza a los romanos y cambian en voz baja impresiones.


Conversación de los romanos


—¡Por la cabeza de Hércules! Estoy cubierto de sudor y parezco una rata de río. Creo que la mía lo menos pesa doscientos kilos.

—Has hecho mal en coger a una mujer tan gorda. Yo he cogido una pequeñita, delgada, y...

—Sí; pero, con todo, veo que tiene buenas garras. Llevas en el rostro señales abundantes.

—¡Tiene garras de gata!

—Todas parecen gatas. He tomado parte en cien batallas; he recibido sablazos, bastonazos, pedradas, hasta murallazos, y nunca he pasado un rato tan malo. Sospecho que ha desfigurado mi bella nariz romana.


Leer / Descargar texto

Dominio público
29 págs. / 51 minutos / 93 visitas.

Publicado el 8 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Un Extranjero

Leónidas Andréiev


Cuento


I

Desde las once de la mañana hasta las ocho de la noche, el estudiante Chistiakov daba lecciones a domicilio. Sólo un día a la semana, el miércoles, retrasaba un poco el principio de su primera lección y hacia un breve acto de presencia en la Universidad, a fin de que le viesen los inspectores.

No iba nunca a clase ni sabía siquiera dónde estaban las aulas del primer año de Derecho, pues las explicaciones de los profesores no le interesaban y estaba decidido a irse la primavera próxima al extranjero. Por eso trabajaba tanto y ahorraba todo el dinero que podía. Por la noche, al volver a casa, se ponía a estudiar alemán. Pensaba irse a Berlín, donde se encontraba, desde hacía un año, un antiguo amigo suyo, que le escribía largas cartas entusiásticas, y en todas ellas le llamaba.

Pero con frecuencia Chistiakov, inclinado sobre su gramática alemana, sentía en la cabeza un ruido semejante al de un salto de agua y unas punzadas dolorosas en el costado izquierdo. Parecíale ver desfilar ante sus ojos fatigados las caras antipáticas de susdiscípulos. No pudiendo seguir estudiando, se tendía en la cama y se distraía en contar mentalmente sus ahorros o en planear su próxima vida en Berlín. Algunas noches bajaba un rato al número 64 del «Polo Norte»—que tal era el nombre de su hospedería—y echaba un párrafo con los estudiantes que después de cenar se reunían allí.

Los estudiantes no le inspiraban ningún afecto, como no se lo inspiraba nada de lo que le rodeaba: las calles por donde pasaba, la habitación donde vivía, toda aquella vida caótica, inculta, grosera y estúpida. La gente le parecía peor que la de un país bárbaro; los bárbaros, al menos, eran audaces, y aquella gente—capaz de las violencias y las crueldades más insensatas—era pusilánime y mezquina.


Leer / Descargar texto

Dominio público
16 págs. / 28 minutos / 110 visitas.

Publicado el 22 de abril de 2020 por Edu Robsy.

Los Espectros

Leónidas Andréiev


Cuento


I

Cuando ya no cupo duda de que Egor Timofeievich Pomerantzev, el subjefe de la oficina de Administración local, había perdido definitivamente la razón, se hizo en su favor una colecta, que produjo una suma bastante importante, y se le recluyó en una clínica psiquiátrica privada.

Aunque no tenía aún derecho al retiro, se le concedió, en atención a sus veinticinco años de servicios irreprochables y a su enfermedad. Gracias a esto, tenía con que pagar su estancia en la clínica hasta su muerte: no había la menor esperanza de curarle.

Al comienzo de la enfermedad de Pomerantzev su mujer, de quien se había separado hacía quince años, pretendió tener derecho a su pensión; para conseguirla, hasta hizo que un abogado litigara en su nombre; pero perdió la causa, y el dinero quedó a la disposición del enfermo.

La clínica se hallaba fuera de la ciudad. Al lado del camino, su aspecto exterior era el de una simple casa de campo, construida a la entrada de un bosquecillo. Como en la mayoría de las casas de campo, su segundo un bosquecillo. Como en la mayoría de las casas de campo, su segundo piso era mucho más pequeño que el primero. El tejado era muy alto, y tenía la forma de un hacha invertida. Los días de fiesta, para alegrar a los enfermos, se izaba en él una bandera nacional.


Leer / Descargar texto

Dominio público
36 págs. / 1 hora, 3 minutos / 165 visitas.

Publicado el 30 de abril de 2016 por Edu Robsy.

El Silencio

Leónidas Andréiev


Cuento


I

Una noche clara de mayo en la que cantaban los ruiseñores en el gabinete del pope Ignacio entró su mujer. Su rostro expresaba el sentimiento, y la pequeña lámpara temblaba en su mano. Acercándose a su marido le tocó con la mano y le dijo, con lágrimas en los ojos:

—¡Pope, vamos a ver a nuestra hijita Vera!

Sin volver siquiera la cabeza el pope miró larga y fijamente a su mujer por encima de sus anteojos y no dijo nada. Ella hizo un gesto de desesperación y se sentó sobre un canapé.

—¡Los dos sois tan... impiadosos!—exclamó, y su cara de buena mujer, un poco inflada, se contrajo en una mueca de dolor como si con aquella mueca quisiera dar a entender el grado de cruel dad de su marido y de su hija.

El sonrió y se levantó. Cerró su libro, se quitó los anteojos, los metió en un estuche y se sumió en reflexiones. Su larga barba de hilos de plata le cubría el pecho.

—Bien, vamos allá—dijo al fin.

Olga Stepanovna se levantó apresuradamente y le suplicó con voz tímida:

—Pero no hay que reñirla... Bien sabes que es muy susceptible...

El cuarto de Vera se hallaba arriba. La estrecha escalera de madera se cimbreaba bajo los pesados pasos del pope Ignacio, alto y grueso. Estaba de mal humor. Sabía bien que su conversación con Vera no serviría de nada.

—¿Qué es lo que pasa?—dijo Vera, sorprendida al verlos entrar.

Estaba en la cama. Con una mano cubría su frente; la otra descansaba sobre el lecho y era tan blanca y transparente que apenas si se la podía distinguir sobre la sábana blanca.

—¡Vera, niña mía!—dijo el padre, tratando de dar a su voz dura y severa notas más dulces—. Dínos, ¿qué es lo que tienes?

Vera guardó silencio.


Leer / Descargar texto

Dominio público
11 págs. / 20 minutos / 224 visitas.

Publicado el 22 de junio de 2016 por Edu Robsy.

12345