Textos más populares esta semana de Leónidas Andréiev | pág. 2

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autor: Leónidas Andréiev


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El Abismo

Leónidas Andréiev


Cuento


I

El día tocaba a su fin. Caminaban los dos sin dejar de hablar y habían perdido la noción del tiempo y del camino. Ante ellos, sobre una colina, había un bosquecillo.. El sol, pasando entre las hojas, parecía un ascua que doraba el polvo. Estaba tan próximo y era tan vivo que todo parecía haberse desvanecido alrededor; no se veía más que a él. Su luz ardiente hacía daño a los ojos. Ellos retrocedieron en su camino. Todo se extinguió de pronto y ahora se veía más neto, más claro y más tranquilo. A lo lejos, poco más de un kilómetro, el ocaso rojo caía sobre el alto tronco de un pino y ardía en el follaje como una bujía en un cuarto obscuro. El camino estaba velado de rojo y cada piedra proyectaba una larga sombra negra.

La hermosa cabellera rubia de la muchacha, clareada por los rayos del sol, parecía una corona de oro. Un cabello fino y rizado se balanceaba en el aire como un dorado hilo de araña.

Ya no se veía claro; pero la conversación continuó, siempre en el mismo tono. Dulce, franca y amistosa se deslizaba como las aguas de un sereno manantial.

El tema era la fuerza eterna, la belleza y la inmortalidad del amor.

Ambos eran muy jóvenes aún: ella no tenía más que diecisiete años; él, Niemovetsky, tenía cuatro años más, y los dos llevaban el uniforme de colegiales:

ella, un sencillo vestido gris, del Liceo; él, un bonito traje de estudiante de la Escuela Politécnica.

Como el tema mismo de su conversación, todo era en ellos joven, bello y puro: sus talles esbeltos y lexibles como a merced del aire, sus pasos ligeros, sus voces frescas dulces y soñadoras. Hasta cuando hablaban de las cosas más simples sus voces parecían un arroyo en noche serena de primavera cuando la nieve no ha desaparecido aún del todo en los campos obscuros.


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Dominio público
15 págs. / 27 minutos / 250 visitas.

Publicado el 31 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Dies Irae y Otros Relatos

Leónidas Andréiev


Colección, cuentos


Dies irae

Canto primero

I

Esta canción libre, consagrada a los días terribles de justicia y castigo, ha sido compuesta por mí, Jerónimo Pascaña, bandido siciliano, asesino, ladrón, facineroso.

La he compuesto como Dios me ha dado a entender, y he querido cantarla a voz en cuello, como se cantan las buenas canciones. Pero mi carcelero no me lo ha permitido. Mi carcelero tiene las orejas peludas, demasiado estrechas, y sólo las palabras injustas, pérfidas, que saben escurrirse como serpientes, pueden entrar en ellas. Y las palabras de mi canción marchan erguidas, tienen el pecho sólido, la espalda ancha, y, ¡voto a sanes!, desgarran las orejas peludas de mi carcelero.

—¡Si están cerradas sus orejas, busca otra entrada para tu canción, Jerónimo!—me he dicho amistosamente.

He meditado, he cavilado y he dado, a la postre, can una solución, pues Jerónimo no es tonto del todo. Y he aquí lo que he hecho: he tallado mi canción en una piedra, y he prendido fuego en su corazón yerto con mis arranques de cólera. Y cuando la piedra se ha animado y me ha mirado con ojos coléricos, la he cogido suavemente y la he colocado en el borde del muro de mi prisión.

¿Con qué objeto he hecho esto?... Lo he hecho en la esperanza de que no tardará otro temblor de tierra en derribar vuestra ciudad, no dejan de en pie ningún muro, y entonces mi piedra caerá en la cabeza a mi carcelero, y grabará, en sus sesos blandos como la cera, mi canción, como el sello del rey, como un nuevo y colérico mandamiento. Así, con mi canción grabada en los sesos, descenderá mi carcelero a la tumba.

¡Eh, carcelero! No me importa que cierres las orejas: ¡pasaré por tu cráneo!

II

Si para entonces vivo aún, ¡cómo me reiré!; si ya me he muerto, mis huesos danzarán en la sepultura. ¡Será una hermosa tarantela!


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Dominio público
119 págs. / 3 horas, 28 minutos / 171 visitas.

Publicado el 20 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.

Las Bellas Sabinas

Leónidas Andréiev


Teatro, Comedia, Sátira


Las bellas sabinas

Nota del traductor.—Esta comedia es una sátira escrita contra el partido político ruso de los «cadetes» (constitucionalistas-demócratas), cuya acción se caracteriza por la indecisión, la falta de audacia y la prudencia exagerada, rayana en lo ridículo. En vez de luchar abiertamente por la libertad del pueblo, apelaban al buen sentido del gobierno, invocaban razones jurídicas y humanitarias, se conducían, en fin, como los «sabinos», tan magistralmente pintados por Andreiev en esta piececita.

Cuadro primero

Un lugar salvaje, completamente inculto. Comienza a despuntar el día. Romanos armados salen de detrás de la montaña, arrastrando a las sabinas robadas, bellas mujeres, medio desnudas, que se resisten, gritan, muerden las manos de sus raptores. Sólo hay una que permanece del todo tranquila, y se diría que duerme en los brazos del romano que la lleva. Lanzando exclamaciones de dolor, los romanos dejan en tierra a las sabinas y se apresuran a apartarse, ahogados de fatiga. Las mujeres poco a poco se calman, miran desde lejos con desconfianza a los romanos y cambian en voz baja impresiones.


Conversación de los romanos


—¡Por la cabeza de Hércules! Estoy cubierto de sudor y parezco una rata de río. Creo que la mía lo menos pesa doscientos kilos.

—Has hecho mal en coger a una mujer tan gorda. Yo he cogido una pequeñita, delgada, y...

—Sí; pero, con todo, veo que tiene buenas garras. Llevas en el rostro señales abundantes.

—¡Tiene garras de gata!

—Todas parecen gatas. He tomado parte en cien batallas; he recibido sablazos, bastonazos, pedradas, hasta murallazos, y nunca he pasado un rato tan malo. Sospecho que ha desfigurado mi bella nariz romana.


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Dominio público
29 págs. / 51 minutos / 126 visitas.

Publicado el 8 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Había una Vez

Leónidas Andréiev


Cuento


I

Un rico comerciante que no tenía familia, Lorenzo Petrovich Koscheverov, llegó a Moscú para consultar con los médicos. En vista de que su enfermedad presentaba cierto interés científico se le admitió en la clínica universitaria. Dejó su maleta y su pelliza abajo, en el vestíbulo. Arriba, donde estaba la sala de enfermos, le recogieron su traje negro y su ropa interior, dándole en cambio una larga blusa gris, ropa interior limpia, que llevaba el sello «Sala número 8», y unas pantuflas. La camisa era demasiado pequeña y la asistenta fué a buscar otra.

—¡Es que sois tan grandes!—dijo al salir del cuarto de baño, donde los enfermos cambiaban de ropa.

Lorenzo Petrovich, medio desnudo, esperó con paciencia su regreso. Bajando su gran cabeza calva examinó su alto pecho minuciosamente, colgante como el de una vieja, y su vientre un poco inflado, que caía hasta las rodillas. Todos los sábados tomaba un baño y examinaba su cuerpo; pero ahora le parecía muy otro, débil y enfermizo a pesar de su vigor aparente. Desde el momento que le quitaron su ropa llegó a creer que no se pertenecía ya y estaba dispuesto a hacer todo lo que se le dijera.

La asistenta volvió con otra camisa, y aunque Lorenzo Petrovich tenía aún bastantes fuerzas para aplastar a la buena mujer con solo un dedo, permitió dócilmente que lo vistiera, y pasó torpemente la cabeza por la camisa. Con la misma obediente torpeza esperó a que le anudara las cintas de la camisa alrededor del cuello y la siguió a la sala. Andaba muy suavemente con sus pies de oso, como andan los niños cuando las personas mayores los conducen a donde no saben, quizá a castigarlos. La nueva camisa era también estrecha y le molestaba, pero no tenía valor para decírselo a la asistenta, no obstante que en su casa de Saratov docenas de hombres temblaban ante su mirada.


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Dominio público
21 págs. / 37 minutos / 251 visitas.

Publicado el 25 de diciembre de 2016 por Edu Robsy.

Ante el Tribunal

Leónidas Andréiev


Cuento


Por el corredor del palacio de Justicia se paseaba un caballero rubio, alto, delgado, vestido de frac. Se llamaba Andrey Pavlovich Kolosov y desde hacía dos años ejercía la abogacía.

El estado nervioso en que solía encontrarse los días señalados para la vista de las causas en que actuaba él era aquella tarde más intenso. Obedecía esto principalmente a la neurosis que de algún tiempo a aquella parte le aquejaba. Le habían prescrito duchas—que le habían aliviado muy poco—y le habían prohibido fumar; prohibición inútil, dado lo arraigado de su pasión por el tabaco.

Aunque sentía ese resabio desagradable que conocen tan bien todos los grandes fumadores, entró en la habitación del médico forense, en aquel momento desierta; se tendió en un sofá forrado de hule negro, y encendió un cigarrillo. Estaba muy cansado. Desde hacia ocho días, casi no se quitaba el frac. ¡Del Tribunal de Conciliación a la Jefatura de Policía, de la Jefatura de Policía a la Cámara de Casación! El día antes, un asunto sin importancia le había tenido en la Audiencia hasta las nueve de la noche.

Sus compañeros le envidiaban porque ganaba mucho y le consideraban un modelo de actividad, pero él no era dichoso. Los tres mil rublos anuales que ganaba con tanto trabajo no le lucían nada. La vida era muy cara. Los niños exigían gastos sin cuento. Contraía deuda tras deuda. Era martes; el jueves tenía que pagar la casa—cincuenta rublos—, y sólo, llevaba diez rublos en la cartera... Su mujer...

Al pensar en sus deudas y en su mujer hizo una mueca de disgusto y suspiró.

—¡Chico, al fin te encuentro!—exclamó, entrando, su compañero Pomerantzev—. Llevo media hora buscándote.


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Dominio público
10 págs. / 17 minutos / 152 visitas.

Publicado el 22 de abril de 2020 por Edu Robsy.

El Honor

Leónidas Andréiev


Teatro, Drama, Parodia


Se oyen los sones de una música lejana. Una noche estrellada de primavera. Un viejo jardín salvaje, limitado por un ancho foso. Una escalinata ennegrecida y casi en ruinas. Sobre las copas de los árboles se alza la masa sombría del castillo. Todas las ventanas están iluminadas. Sobre el muro almenado acaban de encender barriles de alquitrán, que lanzan fulgores siniestros.

La condesa está sentada sola en un banco de piedra. Lleva un traje blanco, y una pequeña corona adorna sus cabellos. Aparece en la escalinata semirruinosa del castillo del viejo conde. Le precede su fiel servidor, el viejo Astolfo, de aspecto muy semejante al de su amo. Astolfo, encorvado, con una linterna en la mano, le alumbra el camino al conde.

El conde. (Sin ver a su hija, con voz llena de cólera.)—¡Que levanten de nuevo todos los puentes! ¡Que apaguen todas las luces! ¡Que la servidumbre se retire! ¡Que se acompañe a los barones a sus aposentos! Es hora ya de que todo el mundo descanse. Harto hemos esperado al novio, y aunque nos lo ha recomendado el propio emperador, no somos lo bastante ricos para hacer arder toda la noche aceite y alquitrán. ¡Que se apaguen todos los fuegos!

Astolfo.—¿Y cuáles son las órdenes del conde en lo que se refiere a las mesas servidas?

El conde.—¡Que les echen toda la comida a los perros! Pero no: somos demasiado pobres para eso; estamos más hambrientos aún que los perros. No, Astolfo; dales, más bien, a mis barones de comer, pues están no menos hambrientos que yo, y guarda los restos en la cueva. Nos los comeremos después, procurando que duren todo lo posible. Sí, Astolfo, todo lo posible. En nuestra situación hay que ser muy económicos.

Astolfo.—¡A vuestras órdenes, conde!


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Dominio público
13 págs. / 23 minutos / 95 visitas.

Publicado el 8 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

El «Gran Chelem»

Leónidas Andréiev


Cuento


Jugaban al whist tres veces por semana: los martes, los jueves y los sábados. El domingo era un día muy a propósito para jugar, pero había que reservarlo para toda suerte de eventualidades: para las visitas, para el teatro, etc.; y, con ese motivo, consideraban dicho día como el más enfadoso de la semana. En verano, en la casa de campo, jugaban el domingo también.

He aquí el orden en que se colocaban: el grueso y colérico Maslenikov jugaba con Jacobo Ivanovich, mientras que Eufrasia Vasilievna lo hacía con su hermano Procopio Vasilievich, que parecía siempre malhumorado. Este orden se había establecido hacía mucho tiempo, cerca de seis años, y lo había propuesto Eufrasia Vasilievna; para ella y su hermano no tenía ningún atractivo el jugar separadamente, uno contra otro, porque de esa manera la ganancia de uno sería la pérdida del otro, y, a fin de cuentas, ni habrían ganado ni perdido. Y aunque, desde el punto de vista pecuniario, el juego no ofrecía gran interés, y el hermano y la hermana no necesitaban dinero, Eufrasia Vasilievna no podía comprender el placer de un juego desinteresado, y se ponía muy contenta cuando ganaba. El dinero ganado lo guardaba en una alcancía y lo consideraba más importante que los billetes de Banco que pagaba por el piso y empleaba en los gastos de la casa.


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Dominio público
11 págs. / 20 minutos / 43 visitas.

Publicado el 20 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.

El Amor al Prójimo

Leónidas Andréiev


Teatro


Un lugar salvaje entre las montañas.

En un pequeño saliente de una alta roca, casi vertical, hay un hombre de pie, en una situación, al parecer, desesperada. No se comprende cómo ha podido llegar allí: el acceso al pequeño saliente parece imposible. Las escalas, las cuerdas y demás útiles de salvamento a que se ha recurrido han sido ineficaces.

El desgraciado lleva, a lo que se ve, mucho tiempo en tan crítica situación. Abajo, al pie de la roca, se ha reunido ya una abigarrada multitud; pregonan su mercancía algunos vendedores de refrescos, de tarjetas postales y de baratijas, y hasta se ha establecido un buffet, cuyo único mozo se ve y se desea para atender a la numerosa clientela; un individuo trata de vender un peine que asegura, faltando descaradamente a la verdad, que es de tortuga.

Afluyen sin cesar nuevos turistas, ingleses, alemanes, rusos, franceses, italianos, etc.

Casi todos llevan alpenstocks, gemelos, máquinas fotográficas. Se oye hablar en todas las lenguas.

Junto a la roca, en el sitio donde debe caer el desconocido, dos guardias ahuyentan a la chiquilleríay le cierran el paso, con un bramante, a la multitud.

Gran animación.


El primer guardia.—¡Largo, monicaco! Si te cayera encima, ¿qué dirían tus papás?

El chiquillo.—¿Es que caerá aquí?

El primer guardia.— Sí.

El chiquillo.—¿Y si cae más afuera?

El segundo guardia.—Tiene razón el chico: podía dar un salto, en su desesperación, y caer al otro lado de la cuerda; lo que sería bastante molesto para el público, pues lo menos pesará ochenta kilos.

El primer guardia.—¡Largo, monicaca! ¡Atrás!... ¿Es su hija de usted, señora? Le ruego que no la deje acercarse. Ese joven caerá de un momento a otro.


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Dominio público
18 págs. / 32 minutos / 295 visitas.

Publicado el 22 de abril de 2020 por Edu Robsy.

Petka en el Campo

Leónidas Andréiev


Cuento


Osip Abramovich el peluquero colocó la sucia toalla sobre el pecho de su cliente, metiendo las puntas por detrás del cuello de éste, y gritó con voz imperiosa e impaciente:

—¡Chico, el agua!

El cliente, que se miraba en el espejo con mucha atención e interés, como se hace siempre en la peluquería, advirtió en su mentón una verruga más. Esto le afligió un poco; volvió su mirada y vió un delgado bracito de niño que ponía sobre la mesita una pequeña taza con agua caliente. Al mirar hacia arriba vió en el espejo la imagen del peluquero, grotesca y un poco oblicua; notó la mirada dura y amenazadora que echó hacia abajo, sobre alguna cabeza, así como los movimientos de sus labios, que murmuraban por lo bajo algo sin duda muy expresivo. Cuando le ocurría que el que le afeitaba no era el mismo patrón, sino su aprendiz Procopio o Miguel, este murmullo se hacía aún más expresivo, más amenazador.

—¡Aguarda! ¡Ya verás!...

Esto quería decir que el chico no había traído el agua bastante aprisa y que le esperaba un castigo.

—Tanto peor para ellos—pensó el cliente inclinando la cabeza a un lado y observando, arrimada a su nariz, la gran mano llena de sudor, con tres dedos separados y los otros dos tocándole suavemente la mejilla y el mentón, hasta que la mal afilada navaja se llevó con un rechinamiento desagradable la espuma jabonosa y los pelos tiernos de la barba.

Los clientes no eran muy exigentes en aquel establecimiento sucio, lleno de moscas molestas y perfumes baratos. Era frecuentado especialmente por porteros, dependientes, obreros, pequeños empleados; muchas veces por tipos torvos de una belleza sospechosa, con mejillas sonrosadas, finos bigotes y ojillos apasionados. En la vecindad había muchas casas de vecinos, populares, que dominaban el barrio y le daban un aspecto muy sucio, inquietante y desordenado.


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Dominio público
11 págs. / 20 minutos / 136 visitas.

Publicado el 13 de noviembre de 2016 por Edu Robsy.

Valia

Leónidas Andréiev


Cuento


Valia, sentado a la mesa, leía. El libro era muy grande, la mitad de grande que el propio Valia, con enormes líneas negras y dibujos que ocupaban páginas enteras. Para ver la línea superior Valia tenía que estirar el cuello casi al ancho total de la mesa, ponerse de rodillas en la silla y con su dedito retener las letras porque se perdía fácilmente entre tantas otras y era muy difícil encontrarlas después. Gracias a estas circunstancias no previstas por los editores la lectura, no obstante el agudo interés de lo que se relataba en el libro, avanzaba muy lentamente. Se contaba allí la historia de un muchacho muy fuerte que se llamaba Bova y que cogía a los otros muchachos por los brazos y las piernas y se los separaba inmediatamente del cuerpo. Esto era terrible y al mismo tiempo chusco, y Valia, viajando con todo su cuerpecito a través del libro, estaba muy emocionado e impaciente por saber en qué pararía aquello. Pero se le había prohibido leer: mamá entró con otra mujer.

—¡Aquí está!—dijo la mamá, cuyos ojos estaban enrojecidos por las lágrimas vertidas según toda evidencia muy recientemente; al menos, entre sus manos apretaba nerviosamente un pañuelo blanco de encaje.

—¡Valia, hijo mío!—exclamó la otra mujer, y después de abrazarle empezó a cubrirle de besos las mejillas y los ojos, apretándole muy fuerte contra sus labios menudos y duros. No sabía acariciar como mamá: los besos de mamá eran siempre dulces, efusivos, mientras que aquella mujer le incomodaba con sus caricias.

Valia las aceptaba con disgusto. Estaba descontento de que se le hubiera interrumpido en su lectura, tan interesante; por otra parte, aquella mujer desconocida, alta y delgada, de dedos secos en los que no había ni una sortija, no le acababa de complacer. Se desprendía de ella un olor desagradable, un olor de humedad o de algo podrido, mientras que mamá olía siempre a perfumes muy finos.


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Dominio público
14 págs. / 25 minutos / 131 visitas.

Publicado el 12 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

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