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autor: Leopoldo Alas "Clarín" fecha: 23-10-2020


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La Conversión de Chiripa

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento


Llovía a cántaros, y un viento furioso, que Chiripa no sabía que se llamaba el Austro, barría el mundo, implacable; despojaba de transeúntes las calles como una carga de caballería, y torciendo los chorros que caían de las nubes, los convertía en látigos que azotaban oblicuos. Ni en los porches ni en los portales valía guarecerse, porque el viento y el agua los invadían; cada mochuelo se iba a su olivo; se cerraban puertas con estrépito; poco a poco se apagaban los ruidos de la ciudad industriosa, y los elementos desencadenados campaban por sus respetos, como ejército que hubiera tomado la plaza por asalto. Chiripa, a quien había sorprendido la tormenta en el Gran Parque, tendido en un banco de madera, se había refugiado primero bajo la copa de un castaño de Indias, y en efecto, se había mojado ya las dos veces de que habla el refrán; después había subido a la plataforma del kiosko de la música, pero bien pronto le arrojó de allí a latigazo limpio el agua pérfida que se agachaba para azotarle de lado, con las frías punzadas de sus culebras cristalinas. Parecía besarle con lascivia la carne pálida que asomaba aquí y allí entre los remiendos del traje, que se caía a pedazos. El sombrero, duro y viejo, de forma de queso, de un color que hacía dudar si los sombreros podrían tener bilis, porque de negro había venido a dar en amarillento, como si padeciese ictericia, semejaba la fuente de la alcachofa, rodeado de surtidores; y en cuanto a los pies, calzados con alpargatas que parecían terracuota, al levantarse del suelo tenían apariencias de raíces de árbol, semovientes. Sí, parecía Chiripa un mísero arbolillo o arbusto, de cuyas cañas mustias y secas pendían míseros harapos puestos a… mojarse, o para convertir la planta muerta en espanta—pájaros. Un espanta—pájaros que andaba y corría, huyendo de la intemperie.


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9 págs. / 17 minutos / 80 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Sustituto

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento


Mordiéndose las uñas de la mano izquierda, vicio en él muy viejo e indigno de quien aseguraba al público que tenía un plectro, y acababa de escribir en una hoja de blanquísimo papel:

Quiero cantar, por reprimir el llanto,
tu gloria, oh patria, al verte en la agonía…

digo, que mordiéndose las uñas, Eleuterio Miranda, el mejor poeta del partido judicial en que radicaba su musa, meditaba malhumorado y a punto de romper, no la lira, que no la tenía, valga la verdad, sino la pluma de ave con que estaba escribiendo una oda o elegía (según saliera), de encargo.

Era el caso que estaba la patria en un grandísimo apuro, o a lo menos así se lo habían hecho creer a los del pueblo de Miranda; y lo más escogido del lugar, con el alcalde a la cabeza, habían venido a suplicar a Eleuterio que, para solemnizar una fiesta patriótica, cuyo producto líquido se aplicaría a los gastos de la guerra, les escribiese unos versos bastante largos, todo lo retumbantes que le fuera posible, y en los cuales se hablara de Otumba, de Pavía… y otros generales ilustres, como había dicho el síndico.

Aunque Eleuterio no fuese un Tirteo ni un Píndaro, que no lo era, tampoco era manco en achaques de malicia y de buen sentido, y bien comprendía cuán ridículo resultaba, en el fondo, aquello de contribuir a salvar la patria, dado que en efecto zozobrase, con endecasílabos y heptasílabos más o menos parecidos a los de Quintana.


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Dominio público
8 págs. / 14 minutos / 312 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

«Flirtation» Legítima

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento


Este señor don Diego Paredes estaba constantemente en ridículo y en candelero; siempre en berlina y siempre empleado. Todos los ministros se reían de él y todos le dejaban en su dirección o en su puesto de consejero; en fin, cobrando muy buenos cuartos. Y don Diego era feliz; porque la vanidad le hacía no comprender las burlas de que era objeto; y en cambio el sueldo era cosa tan positiva y al alcance de la mano que no podía menos de fijarse en él. Atribuía la buena suerte de estar siempre en su sitio a su gran mérito. Creía sinceramente que ningún partido podía prescindir de sus luces y que por eso no quedaba nunca cesante. Tenía de todo: era economista y escribía largo y tendido acerca de nuestros ferrocarriles y de nuestros carbones, y de nuestros corchos, y en fin, de todo lo nuestro que no era suyo; pero en sus ratos de ocio, como él decía, colgaba la péñola de hacer país, haciendo riqueza pública, y descolgaba la lira y escribía versos, imitando a Quintana o a Cánovas del Castillo, que, para él, allá se iban. Dadme que pueda… Dadme que cante… Decían las odas de Paredes. Siempre estaba pidiendo algo, como si ni le chupara ya bastante al Estado. También era orador político y privado; hablaba en familia y hablaba en el Congreso, porque era diputado cunero casi siempre. Sus discursos eran de resistencia. Iba a su escaño como preparado para un viaje al polo; llevaba cien mil documentos fehacientes y soporíferos, cinco vasos de agua, dos o tres cajas de pastillas, y hay quien dice que las zapatillas y algunos fiambres. Ello era que las tres (!) o cuatro (!!) Horas de estar de don Diego entendiendo (entiendo yo, decía), o teniendo para sí, el orador parecía, por lo descompuesto del traje, por el aspecto de cansancio, por sus maniobras entre papeles, cajas y vasos de agua, uno de esos amigos que se quedan a velar a un enfermo y se rodean de comodidades para pasar la noche al lado del moribundo.


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7 págs. / 13 minutos / 42 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

León Benavides

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento


«Un león por armas tengo,
y Benavides se llama».

(TIRSO DE MOLINA — La prudencia en la mujer.)


Apuesto cualquier cosa a que la mayor parte de los lectores no saben la historia ni el nombre del león del Congreso, el primero que se encuentra conforme se baja por la Carrera de San Jerónimo. Pues, llamar, se llama… León, naturalmente. Pero ¿y el apellido? ¿Cómo se apellida? Se apellida Benavides.

Pero más vale dejarle a él la palabra, y oír su historia tal como él mismo tuvo la amabilidad de contármela, una noche de luna en que yo le contemplaba, encontrándole un no sé qué particular que no tenía su compañero de la izquierda.

«¿Qué tiene este león de interesante, de solemne, de noble y melancólico que no tiene el otro; el cual, sin embargo, a la observación superficial, puede parecerle lo mismo absolutamente que este?».

Hacia la mitad de la frente estaba el misterio; en las arrugas del entrecejo. No se sabía cómo, pero allí había una idea que le faltaba al otro; y sólo por aquella diferencia el uno era simbólico, grande, artístico, casi casi religioso, y el otro vulgar, de pacotilla; el uno la patria, el otro la patriotería. El uno estaba ungido por la idea sagrada, el otro no. Pero ¿en qué consistía la diferencia escultórica? ¿Qué pliegue había en la frente del uno que faltaba a la del otro?

Y contemplaba yo el león de más arriba, empeñado, con honda simpatía, en arrancarle su secreto. ¡Cuántas veces en el mundo, pensaba, se ven cosas así: dos seres que parecen iguales, vaciados en el mismo molde, y que se distinguen tanto, que son dos mundos bien distantes! El nombre, la forma, cubren a veces bajo apariencias de semejanza y aun de identidad, las cualidades más diferentes, a veces los elementos más contrarios.


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143 págs. / 4 horas, 10 minutos / 96 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Pipá (cuentos)

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuentos, Colección


Pipá

I

Ya nadie se acuerda de él. Y sin embargo, tuvo un papel importante en la comedia humana, aunque sólo vivió doce años sobre el haz de la tierra. A los doce años muchos hombres han sido causa de horribles guerras intestinas, y son ungidos del Señor, y revelan en sus niñerías, al decir de las crónicas, las grandezas y hazañas de que serán autores en la mayor edad. Pipá, a no ser por mí, no tendría historiador; ni por él se armaron guerras, ni fue ungido sino de la desgracia. Con sus harapos a cuestas, con sus vicios precoces sobre el alma, y con su natural ingenio por toda gracia, amén de un poco de bondad innata que tenía muy adentro, fue Pipá un gran problema que nadie resolvió, porque pasó de esta vida sin que filósofo alguno de mayor cuantía posara sobre él los ojos.

Tuvo fama; la sociedad le temió y se armó contra él de su vindicta en forma de puntapié, suministrado por grosero polizonte o evangélico presbítero o zafio sacristán. Terror de beatas, escándalo de la policía, prevaricador perpetuo de los bandos y maneras convencionales, tuvo, con todo, razón sobre todos sus enemigos, y fue inconsciente apóstol de las ideas más puras de buen gobierno, siquiera la atmósfera viciada en que respiró la vida malease superficialmente sus instintos generosos.


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240 págs. / 7 horas / 345 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Avecilla

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento


I

Don Casto Avecilla había pasado del Archivo de Fomento, pero sin ascenso, a la dirección de Agricultura, y de todos modos seguía siendo un escribiente, el más humilde empleado de la casa. Los porteros, cuyo uniforme envidiaba don Casto, no por la vanidad de los galones, sino por el abrigo de paño, despreciábanle soberanamente. Él fingía no comprender aquel desprecio, creyéndose superior en jerarquía a tan subalternos personajes, siquiera ellos cobrasen mejor sueldo y tuvieran gajes que a don Casto ni se le pasaban por las mientes, cuanto más por los bolsillos. Cuando se le preguntaba la condición de su nuevo empleo, decía con la mayor humildad y muy seriamente que estaba en pastos, palabra con que él sintetizaba, por no sé qué clasificación administrativa, la tarea a que consagraba el sudor de su frente.


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30 págs. / 54 minutos / 102 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Hombre de los Estrenos

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento


Yo le conocí una vez que mudé de fonda, que, como diría D. Juan Ruiz de Alarcón:

«Sólo es mudar de dolor».

Entré en el comedor a las doce del día, y me vi solo.

Habían almorzado ya todos los huéspedes, menos uno, cuyo cubierto, intacto, estaba enfrente del mío.

A las doce y cuarto entró un caballero robusto, alto, blanco, de grandes ojos azules claros, con traje flamante, si bien de corte mediano, pechera reluciente, bigote engomado. Parecía un elegante de provincia.

Me saludó con una cabezada, y con voz sonora, rimbombante, gritó, mientras daba una palmadita discreta:

—¡Perico, fritos!

Pedía huevos fritos, según colegí del contexto, o sea de los huevos que aparecieron acto continuo, fritos efectivamente.

El caballero, a quien sin más misterio llamaré desde ahora D. Remigio, pues este era su nombre, D. Remigio Comella, para que se sepa todo, colocó a su lado, a la derecha, sobre el terso mantel, cinco periódicos, uno sobre otro. Desenvolvió el primero, después de hacer igual operación con la servilleta, que puso sobre las rodillas no sin meter una punta por un resquicio del chaleco de piqué blanco. Paseó una mirada de águila… del Retiro por la plana primera del papel impreso, que olía así como a petróleo; dio la vuelta a la hoja con desdén, miró todas las columnas de la segunda plana de arriba a abajo, y al llegar a la tercera, respiró satisfecho; me miró a mí casi sonriendo, dobló otra vez el periódico a su modo y se abismó en la lectura de aquellas letras borrosas, que apestaban.

Por cada bocado de pan mojado en la yema de huevo leía media plana. Terminó su lectura, cogió otro periódico y volvió a las andadas. Al llegar a la plana tercera, siempre doblaba el papel y me miraba a mí como aquel que está reventando por decir algo. Así leyó todos los periódicos. ¡Y los huevos, fríos, sin acabar de cumplir su misión sobre la tierra!


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16 págs. / 28 minutos / 59 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Reina Margarita

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento


Por la noche se la veía en el ensayo, los días que no había función, que eran lunes y viernes, ocupar, en la sombra, una butaca de quinta o sexta fila, envuelta en su chal gris, humilde; permanecía inmóvil horas y horas, callada, sin reír cuando reían allá arriba, en el escenario, sus compañeros, que no pensaban en ella. Las noches de función solía ir a un palco de tercer piso, como escondiéndose, ocupando el menor espacio posible, y quieta, callada como siempre. No la divertía mirar al público, desconocido, indiferente, casi hostil; para ella era lo mismo siempre, en todos los pueblos que iba recorriendo con la compañía: un enemigo distraído, que le hacía daño sin pensar en ella. No le miraba. Demasiado tenía que verle de frente, frío, insensible, cuando la pobre tenía que salir a las tablas y cantar sin perder el compás, sin atragantarse, y hasta expresando con gestos y actitudes ciertas pasiones que no eran las suyas, penas que no eran las que la mortificaban. Miraba al escenario: prefería ver una vez más, después de mil, la misma escena, oír el mismo canto: a lo menos, aquel aburrido monótono espectáculo repetido era algo familiar, como una patria moral ambulante; la ópera viajaba con ellos. Miraba el escenario como un nómada podía mirar el carro o la tienda que le acompañaba a través de regiones nuevas, desconocidas. En su imaginación la escena era la tierra firme, el público el mar tenebroso. Esto cuando veía las tablas desde fuera; porque cuando estaba sobre ellas, el público seguía siendo el mar bravo, y el escenario era un frágil leño flotante, juguete de las olas.


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13 págs. / 23 minutos / 205 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Tambor y Gaita

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento


—¡Admirable, admirable, admirable!

Después de lanzar al aire esta exclamación, que hizo retumbar la estrecha saluca de la Rectoral, el Arcipreste Lobato tomó un polvo de rapé superior, de una caja de plata muy ricamente labrada, que tenía abierta sobre la mesa de encina de anchas alas, la cual se cerraba y abría con majestuosa pesadumbre.

Todos los presentes callaron, porque no sabían si el cura peroraba como doctor de la Iglesia, y sin admitir, por consiguiente, la forma socrática del diálogo, o como simple particular que toleraba la conversación. Además, ninguno de los allí reunidos tenía autoridad bastante para hablar en presencia del Arcipreste, sin ser invitado a ello.

—¡Sí, tres veces admirable! y diciendo esto, cerró la caja de un papirotazo dando a entender que allí él era, así como el único creador, el único que tomaba rapé; a lo menos de la caja de su propiedad.

—Tres veces admirable y no me cansaré de repetirlo. Ese Gasparico ha de ser gloria, no sólo de la parroquia de San Andrés, sino de todo el Concejo, y más diré, gloria del Principado.

Pero no así como se quiera, señor mío, no gloria mundana, viento y sólo viento, vanidad de vanidades, vanitas vanitatum… Y al decir esto el corpanchón del clérigo, puesto en pie, vestido con amplísimo levitón, de alpaca negra, y haciendo aspavientos con ambos brazos, para imitar las aspas de un molino, movidas por el viento salomónico de la vanidad, llenaba gran parte de la estancia que era corta y angosta y baja de techo como un camarote.

El señor mío a quien el Arcipreste apostrofaba, no era ninguno de los circunstantes, sino los librepensadores en general, representados, si se quiere, por Mr. Jourdain, ingeniero belga, socio industrial de la gran empresa extranjera, que explotaba muchas de las minas de carbón de la riquísima cuenca, cuyo centro viene a ser la parroquia de San Andrés.


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2 págs. / 4 minutos / 162 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Viaje Redondo

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento


La madre y el hijo entraron en la iglesia. Era en el campo, a media ladera de una verde colina, desde cuya meseta, coronada de encinas y pinares, se veía el Cantábrico cercano. El templo ocupaba un vericueto, como una atalaya, oculto entre grandes castaños; el campanario vetusto, de tres huecos —para sendas campanas obscuras, venerables con la pátina del óxido místico de su vejez de munís o estilitas, siempre al aire libre, sujetas a su destino— se vislumbraba entre los penachos blancos del fruto venidero y los verdores de las hojas lustrosas y gárrulas, movidas por la brisa, bayaderas encantadas en incesante baile de ritmo santo, solemne. Del templo rústico, noble y venerable en su patriarcal sencillez, parecía salir, como un perfume, una santidad ambiente que convertía las cercanías en bosque sagrado. Reinaba un silencio de naturaleza religiosa, consagrada. Allí vivía Dios.

A la iglesia parroquial de Lorezana se entraba por un pórtico, escuela de niños y antesala del cementerio. En una pared, como adorno majestuoso, estaba el ataúd de los pobres, colgado de cuatro palos. Debajo dos calaveras relucientes como bajo—relieve del muro, y unas palabras de Job.

La puerta principal, enfrente del altar, bajo el coro, era, según el párroco, bizantina; de arco de medio punto, baja, con tres o cuatro columnas por cada lado, con fustes muy labrados, con capiteles que representaban malamente animales fantásticos. Aquellas piedras venerables parecían pergaminos que hablaban del noble abolengo de la piedad de aquella tierra.

El templo era pobre, pero limpio, claro; de una sencillez aldeana, mezclada de antigüedad augusta, que encantaba. En la nave, el silencio parecía reforzado por una oración mental de los espíritus del aire. Fuera, silencio; dentro, más silencio todavía; porque fuera las hojas de los castaños, al chocar bailando, susurraban un poco.


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8 págs. / 14 minutos / 80 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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