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autor: Leopoldo Lugones


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La Estatua de Sal

Leopoldo Lugones


Cuento


He aquí cómo refirió el peregrino la verdadera historia del monje Sosistrato:

—Quien no ha pasado alguna vez por el monasterio de San Sabas, diga que no conoce la desolación. Imaginaos un antiquísimo edificio situado sobre el Jordán, cuyas aguas saturadas de arena amarillenta, se deslizan ya casi agotadas hacia el Mar Muerto, por entre bosquecillos de terebintos y manzanos de Sodoma. En toda aquella comarca no hay más que una palmera cuya copa sobrepasa los muros del monasterio. Una soledad infinita, sólo turbada de tarde en tarde por el paso de algunos nómadas que trasladan sus rebaños; un silencio colosal que parece bajar de las montañas cuya eminencia amuralla el horizonte. Cuando sopla el viento del desierto, llueve arena impalpable; cuando el viento es del lago, todas las plantas quedan cubiertas de sal. El ocaso y la aurora se confunden en una misma tristeza. Sólo aquellos que deben expiar grandes crímenes, arrostran semejantes soledades. En el convento se puede oír misa y comulgar. Los monjes que no son ya más que cinco, y todos por lo menos sexagenarios, ofrecen al peregrino una modesta colación de dátiles fritos, uvas, aguas del río y algunas veces vino de palmera. Jamás salen del monasterio, aunque las tribus vecinas los respetan porque son buenos médicos. Cuando muere alguno, le sepultan en las cuevas que hay debajo a la orilla del río, entre las rocas. En esas cuevas anidan ahora parejas de palomas azules, amigas del convento; antes, hace ya muchos años, habitaron en ellas los primeros anacoretas, uno de los cuales fue el monje Sosistrato cuya historia he prometido contaros. Ayúdeme nuestra Señora del Carmelo y vosotros escuchad con atención. Lo que vais a oír me lo refirió palabra por palabra el hermano Porfirio, que ahora está sepultado en una de las cuevas de San Sabas, donde acabó su santa vida a los ochenta años en la virtud y la penitencia. Dios le haya acogido en su gracia. Amén.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Hombre Muerto

Leopoldo Lugones


Cuento


La aldeíta donde nos detuvimos con nuestros carros, después de efectuar por largo tiempo una mensura en el despoblado, contaba con un loco singular, cuya demencia consistía en creerse muerto.
Había llegado allí varios meses atrás, sin querer referir su procedencia, y pidiendo con encarecimiento desesperado que le consideraran difunto.

De más está decir que nadie pudo deferir a su deseo; por más que muchos, ante su desesperación, simularan y aquello no hacía sino multiplicar sus padecimientos.

No dejó de presentarse ante nosotros, tan pronto como hubimos llegado, para imploramos con una desolada resignación, que positivamente daba lástima, la imposible creencia. Así lo hacía con los viajeros que, de tarde en tarde, pasaban por el lugarejo.

Era un tipo extraordinariamente flaco, de barba amarillosa, envuelto en andrajos, un demente cualquiera; pero el agrimensor resultó afecto al alienismo, y no desperdició la ocasión de interrogar al curioso personaje. Este se dio cuenta, acto continuo, de lo que mi amigo se proponía, y abrevió preámbulos con una nitidez de expresión, por todos conceptos discorde con su catadura.

—Pero yo no soy loco —dijo con una notable calma, que mal velaba, no obstante, su doloroso pesimismo—. Yo no soy loco, y estoy muerto, efectivamente, hace treinta años. Claro. ¿Para qué me morí?

Mi amigo me guiñó disimuladamente. Aquello prometía.

—Soy nativo de tal punto, me llamo Fulano de Tal, tengo familia allá…

(Por mi parte, callo estas referencias, pues no quiero molestar a personas vivientes y próximas.)

—Padecía de desmayos, tan semejantes a la muerte, que después de alarmar hasta el espanto, concluyeron por infundir a todos la convicción de que yo no moriría de eso. Unos doctores lo certificaron con toda su ciencia. Parece que tenía la solitaria.


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Dominio público
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Publicado el 31 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

La Dicha de Vivir

Leopoldo Lugones


Cuento


Poco antes de la oración del huerto, un hombre tristísimo que había ido a ver a Jesús, conversaba con Felipe, mientras concluía de orar el Maestro.

—Yo soy el resucitado de Naim —dijo el hombre—. Antes de mi muerte, me regocijaba con el vino, holgaba con las mujeres, festejaba con mis amigos, prodigaba joyas y me recreaba en la música. Hijo único, la fortuna de mi madre viuda era mía tan solo. Ahora nada de eso puedo; mi vida es un páramo. ¿A qué debo atribuirlo?

—Es que cuando el Maestro resucita a alguno, asume todos sus pecados —respondió el apóstol—. Es como si aquel volviera a nacer en la pureza del párvulo…

—Así lo creía y por eso vengo.

—¿Qué podrías pedirle, habiéndote devuelto la vida?

—Que me devuelva mis pecados —suspiró el hombre.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Francesca

Leopoldo Lugones


Cuento


Conocílo en Forli, adonde había ido para visitar el famoso salón municipal decorado por Rafael.

Era un estudiante italiano, perfecto en su género. La conversación sobrevino a propósito de un dato sobre horarios de ferrocarril que le di para trasladarme a Rimini, la estación inmediata; pues en mi programa de joven viajero, entraba, naturalmente, una visita a la patria de Francesca.

Con la más exquisita cortesía, pero también con una franqueza encomiable, me declaró que era pobre y me ofreció en venta un documento —del cual nunca había querido desprenderse— un pergamino del siglo XIII, en el cual pretendía darse la verdadera historia del célebre episodio. Ni por miseria ni por interés, habríase desprendido jamás del códice; pero creía tener conmigo deberes «de confraternidad», y además le era simpático. Mi fervor por la antigua heroína, que él compartía con mayor fuego ciertamente, entraba también por mucho en la transacción.

Adquirí el palimpsesto sin gran entusiasmo, poco dado como soy a las investigaciones históricas; mas, apenas lo tuve en mi poder, cambié de tal modo a su respecto, que la hora escasa concedida en mi itinerario para salvar los cuarenta kilómetros medianeros entre Forli y Rimini, se transformó en una semana entera. Quiero decir que permanecí siete días en Forli.

La lectura del documento habría sido en extremo difícil sin la ayuda de mi amigo fortuito; pero este se lo sabía de memoria, casi como una tradición de familia, pues pertenecía a la suya desde remota antigüedad.

Cuanta duda pudo caberme sobre la autenticidad de aquel pergamino, quedó desvanecida ante su minuciosa inspección. Esto fue lo que me tomó más tiempo.


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8 págs. / 14 minutos / 167 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Espíritu Nuevo

Leopoldo Lugones


Cuento


En un barrio mal afamado de Jafa, cierto discípulo anónimo de Jesús disputaba con las cortesanas.

—La Magdalena se ha enamorado del rabí —dijo una.

—Su amor es divino —replicó el hombre.

—¿Divino?… ¿Me negarás que adora sus cabellos blondos, sus ojos profundos, su sangre real, su saber misterioso, su dominio sobre las gentes; su belleza, en fin?

—No cabe duda; pero lo ama sin esperanza, y por esto es divino su amor.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Metamúsica

Leopoldo Lugones


Cuento


Como hiciera varias semanas que no le veía, al encontrarle le interrogué:

—¿Estás enfermo?

—No; mejor que nunca y alegre como unas pascuas. ¡Si supieras lo que me ha tenido absorto durante estos dos meses de encierro!

Pues hacía efectivamente dos meses que se le extrañaba en su círculo literario, en los cafés familiares y hasta en el paraíso de la Ópera, su predilección.

El pobre Juan tenía una debilidad: la música. En sus buenos tiempos, cuando el padre opulento y respetado compraba palco, Juan podía entregarse á su pasión favorita con toda comodidad. Después acaeció un derrumbe—títulos bajos, hipotecas, remates... El viejo murió de disgusto y Juan se encontró solo en esa singular autonomía de la orfandad, que toca por un extremo al tugurio y por el otro á la fonda de dos platos, sin vino.

Por no ser huésped de cárcel, se hizo empleado que cuesta más y produce menos; pero hay seres timoratos en medio de su fuerza, que temen á la vida lo bastante para respetarla, acabando por acostarse con sus legítimas después de haber pensado en veinte queridas.

La existencia de Juan se volvió entonces acabadamente monótona. Su oficina, sus libros y su banqueta del paraíso, fueron para él la obligación y el regalo. Estudió mucho, convirtiéndose en un teorizador formidable. Analogías de condición y de opiniones nos acercaron, nos amistaron y concluyeron por unirnos en sincera afección. Lo único que nos separaba era la música, pues jamás entendí una palabra de sus disertaciones, ó mejor dicho nunca pude conmoverme con ellas, pareciéndome falso en la práctica lo que por raciocinio encontraba evidente; y como en arte la comprensión está íntimamente ligada á la emoción sentida, al no sentir yo nada con la música, claro está que no la entendía.


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Dominio público
11 págs. / 19 minutos / 263 visitas.

Publicado el 16 de julio de 2021 por Edu Robsy.

Los Caballos de Abdera

Leopoldo Lugones


Cuento


Abdera, la ciudad tracia del Egeo, que actualmente es Balastra y que no debe ser confundida con su tocaya bética, era célebre por sus caballos.

Descollar en Tracia por sus caballos, no era poco; y ella descollaba hasta ser única. Los habitantes todos tenían a gala la educación de tan noble animal, y esta pasión cultivada a porfía durante largos años, hasta formar parte de las tradiciones fundamentales, había producido efectos maravillosos. Los caballos de Abdera gozaban de fama excepcional, y todas las poblaciones tracias, desde los cicones hasta los bisaltos, eran tributarios en esto de los bistones, pobladores de la mencionada ciudad. Debe añadirse que semejante industria, uniendo el provecho a la satisfacción, ocupaba desde el rey hasta el último ciudadano.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Psychon

Leopoldo Lugones


Cuento


El doctor Paulin, ventajosamente conocido en el mundo científico por el descubrimiento del telectróscopo, el electroide y el espejo negro, de los cuales hablaremos algún día, llegó á esta capital hará próximamente ocho años, de incógnito, para evitar manifestaciones que su modestia repudiaba. Nuestros médicos y hombres de ciencia leerán correctamente el nombre del personaje, que disimuló bajo un patronímico supuesto, tanto por carecer de autorización para publicarlo, cuanto porque el desenlace de este relato ocasionaría polémicas, que mi ignorancia no sabría sostener en campo científico.

Un reumatismo vulgar, aunque rebelde á todo tratamiento, me hizo conocer al doctor Paulin cuando todavía era aquí un forastero. Cierto amigo, miembro de una sociedad de estudios psíquicos á quien venía recomendado desde Australia el doctor, nos puso en relaciones. Mi reumatismo desapareció mediante un tratamiento helioterápico original del médico; y la gratitud hacia él, tanto como el interés que sus experiencias me causaban, convirtió nuestra aproximación en amistad, desarrollando un sincero afecto.

Una ojeada preliminar sobre las mencionadas experiencias, servirá de introducción explicativa, necesaria para la mejor comprensión de lo que sigue.


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Dominio público
10 págs. / 17 minutos / 143 visitas.

Publicado el 16 de julio de 2021 por Edu Robsy.

El Escuerzo

Leopoldo Lugones


Cuento


Un día de tantos, jugando en la quinta de la casa donde habitaba la familia, me di con un pequeño sapo que, en vez de huir como sus congéneres más corpulentos, se hinchó extraordinariamente bajo mis pedradas. Tenía horror á los sapos y era mi diversión aplastar cuantos podía. Así es que el pequeño y entonado batracio no tardó en sucumbir á los golpes de mis piedras. Como todos los muchachos criados en la vida semi-campestre de nuestras ciudades de provincia, yo era un sabio en lagartos y sapos. Además, la casa está situada cerca de un arroyo que cruza por la ciudad, lo cual contribuía á aumentar la frecuencia de mis relaciones con tales reptiles. Entro en estos detalles, para que se comprenda bien cómo me sorprendí al notar que el atrabiliario sapito me era enteramente desconocido. Circunstancia de consulta, pues. Y tomando mi víctima con toda la precaución del caso, fuí á preguntar por ella á la vieja criada, confidente mía en las primeras empresas de cazador. Tenía yo ocho años y ella sesenta. El asunto había, pues, de interesarnos á ambos. La buena mujer estaba, como de costumbre, sentada á la puerta de la cocina, y yo esperaba ver acogido mi relato con la acostumbrada benevolencia, cuando apenas hube empezado, la vi levantarse apresuradamente y arrebatarme de las manos el despanzurrado animalito.

—¡Gracias á Dios que no lo hayas dejado! exclamó con muestras de la mayor alegría. En este mismo instante vamos á quemarlo.

—¿Quemarlo? dije yo; ¿pero qué va á hacer, si ya está muerto?

—No sabes que es un escuerzo—replicó en tono misterioso mi interlocutora—¿y que este animalito resucita sino se quema? ¿Quién te mandó matarlo? ¡Eso habías de sacar al fin con tus pedradas! Ahora voy á contarte lo que le pasó al hijo de mi amiga la finada Antonia, que en paz descanse.

Mientras hablaba, había recogido y encendido algunas astillas sobre las cuales puso el cadáver del escuerzo.


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Dominio público
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Publicado el 16 de julio de 2021 por Edu Robsy.

La Lluvia de Fuego

Leopoldo Lugones


Cuento


Y tornaré el cielo de hierro y la tierra de cobre.

Levítico, XXVI — 19.



Recuerdo que era un día de sol hermoso, lleno del hormigueo popular, en las calles atronadas de vehículos. Un día asaz cálido y de tersura perfecta.

Desde mi terraza dominaba una vasta confusión de techos, vergeles salteados, un trozo de bahía punzado de mástiles, la recta gris de una avenida…

A eso de las once cayeron las primeras chispas. Una aquí, otra allá —partículas de cobre semejantes a las morcellas de un pábilo; partículas de cobre incandescente que daban en el suelo con un ruidecito de arena. El cielo seguía de igual limpidez; el rumor urbano no decrecía. Únicamente los pájaros de mi pajarera cesaron de cantar.

Casualmente lo había advertido, mirando hacia el horizonte en un momento de abstracción. Primero creí en una ilusión óptica formada por mi miopía. Tuve que esperar largo rato para ver caer otra chispa, pues la luz solar anegábalas bastante; pero el cobre ardía de tal modo, que se destacaban lo mismo. Una rapidísima vírgula de fuego, y el golpecito en la tierra. Así, a largos intervalos.

Debo confesar que al comprobarlo, experimenté un vago terror. Exploré el cielo en una ansiosa ojeada. Persistía la limpidez. ¿De dónde venía aquel extraño granizo? ¿Aquel cobre? ¿Era cobre?…

Acababa de caer una chispa en mi terraza, a pocos pasos. Extendí la mano; era, a no caber duda, un gránulo de cobre que tardó mucho en enfriarse. Por fortuna la brisa se levantaba, inclinando aquella lluvia singular hacia el lado opuesto de mi terraza. Las chispas eran harto ralas, además. Podía creerse por momentos que aquello había ya cesado. No cesaba. Uno que otro, eso sí, pero caían siempre los temibles gránulos.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

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