Como las «Musas abandonando a su padre Apolo para ir a
 iluminar el mundo», una a una las ideas de Ruskin habían ido 
abandonando la cabeza divina que les había dado cobijo y, encarnadas en 
libros vivos, habían marchado a enseñar a los pueblos. Ruskin se había 
retirado a la soledad en la que suelen acabar las existencias 
proféticas, hasta que Dios se digna llamar a su vera al cenobita o al 
asceta cuya tarea sobrehumana ha concluido. Y sólo pudimos adivinar, a 
través del velo tendido por piadosas manos, el misterio que estaba 
teniendo lugar, la lenta destrucción de un cerebro perecedero que había 
albergado una posteridad inmortal.
  Hoy la muerte ha hecho entrar a la humanidad en posesión de la 
herencia inmensa que Ruskin le había legado. Porque el hombre de genio 
sólo puede engendrar obras que no morirán si las crea, no a la imagen 
del ser mortal que es, sino del ejemplar de humanidad que lleva en su 
sino. Sus pensamientos son en cierta forma un préstamo que recibe 
durante su vida, a la que van escoltando. Tras su muerte, retornan a la 
humanidad y la muestran, como aquella morada augusta y familiar de la 
calle de La Rochefoucauld que se llamó casa de Gustave Moreau mientras 
él vivió y que, tras su muerte, se llama museo Gustave Moreau.
  Hace tiempo que existe un museo John Ruskin. Su catálogo parece un 
compendio de todas las artes y todas las ciencias. Fotografías de obras 
maestras de la pintura conviven con colecciones de minerales, como en la
 casa de Goethe. Como el museo Ruskin, la obra de Ruskin es universal. 
Buscó la verdad, encontró la belleza hasta en las tablas cronológicas y 
las leyes sociales, pero como los maestros de la lógica han dado a las 
«Bellas Artes» una definición que excluye tanto la mineralogía como la 
economía política, sólo hablaré aquí de la parte de la obra de Ruskin 
que toca a las «Bellas Artes», en el sentido que se les suele dar: del 
Ruskin esteta y crítico de arte.
Información texto 'John Ruskin'