Textos más vistos de Marcel Schwob etiquetados como Cuento no disponibles | pág. 3

Mostrando 21 a 30 de 35 textos encontrados.


Buscador de títulos

autor: Marcel Schwob etiqueta: Cuento textos no disponibles


1234

El Alfiler de Oro

Marcel Schwob


Cuento


Hacía unos instantes que el vaivén de la puerta, que sacudía sus tres ventanales, ya no atraía la atención de las mujeres. Los ingleses salían y entraban, con sus flexibles sombreros, sus pantalones holgados, fumando pipas cortas, sin levantar ningún revuelo. El pequeño ciclista, con aire ingenuo, permanecía solo en un rincón, abandonado por las madamas. Todas estaban mirando a un hombre moreno, pálido, que se había sentado en una mesa del fondo. Tenía unas cejas extraordinariamente espesas, tan tupidas que cubrían el entrecejo; una nariz afilada y una boca muy roja; el cuello encajado en un collar de perro ancho y dorado constelado de brillantes; unos largos guantes rojos rodeados por dos brazaletes de oro amarillo con un único ópalo en la mitad. Un corsé ceñía su torso, aunque la flácida tela de su pantalón evidenciaba la flaqueza de sus piernas. Pero lo más extraño era sobre todo sus ojos, claros y grises, pero sin fondo, encendidos con una mirada fría que caía como atravesando un vidrio pulido.

«Aquí tienes a tu pimpollo, —exclamó Nini-la-Maquillada a Cuello-de-Terciopelo—. Ya me lo prestarás». Julie-la-Cantarina pasó cerca del hombre rozándole el cuello con la punta de sus senos, apenas cubiertos con tul blanco, mientras canturreaba: «No son colgajos, son picaruelos — ¡y apuntan hacia los cielos!». La pequeña Cinco-Minutos-en-mi-Cama, que de reina de los pilluelos de la Plaza Maubert se había convertido de repente en «princesa de los grititos» del bulevar, se acercó a mirarlo delante de sus narices y estalló en carcajadas.


Información texto

Protegido por copyright
5 págs. / 8 minutos / 53 visitas.

Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

El Origen

Marcel Schwob


Cuento


16 de julio de 189…

Una larga raya de color tiza caía desde una rendija del postigo haciendo brillar la llave que estaba mirando. El pequeño sello de cera roja aún colgaba de ella. Acababa de abrir el sobre, remitido por el notario, que contenía dicha llave desde hacía muchos años. En primer lugar examiné el acta de defunción; todo parecía correcto, estaba en francés y en inglés, fechado y localizado en una isla de Oceanía. Esto tampoco me sorprendía. Nunca había conocido a mis padres. El notario fue mi tutor y a través de él se pagó anualmente el internado donde crecí. La carta me comunicaba que esta llave abría un cofrecito de madera oriental que contenía mis papeles familiares.

Me costó un poco encontrarlo. No recordaba haber estado nunca en este apartamento, y cada movimiento que hacía levantaba una nube de polvo y de moho. La cerradura del cofre era de plata y hierro y la raya luminosa filtrada por la ventana también la hacía brillar. En cuanto lo abrí, me cayó en las manos una carraca de madera con un anillo de paja trenzada. Mis dedos palparon frasquitos de perfumes ardientes casi evaporados. En el fondo había un paquete de papeles: mi herencia.

Se trataba de hojas timbradas en consulados de islas del Pacífico, así que pronto tuve la certeza de que descendía de una saga de marinos. Llevaban nombres y permisos de entrada, así como visados de salida de recintos especiales, como prisiones u hospitales. Los nombres no son importantes, pues se trataba simplemente de mi abuelo, mi bisabuelo y mi tatarabuelo. Cada acta llevaba consignada la fecha y el lugar de fallecimiento. Mi tatarabuelo murió en 1785, mi bisabuelo en 1811 y mi abuelo en 1849. Pero había un detalle que me chocaba: las tres actas de defunción estaban expedidas en Polinesia y habían sido redactadas en la costa septentrional de las islas.


Información texto

Protegido por copyright
3 págs. / 5 minutos / 54 visitas.

Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Casa Cerrada

Marcel Schwob


Cuento


Era una casa extraña, cerrada, gris y cuyas ventanas parecían parpadear; se había acostado a dormir en la cuesta de una calle larga. Su puerta estaba hundida, descolorida y muda, sin cerradura ni timbre ni aldaba. Parecía haber exhibido en el pasado la cruz roja de dos pies con la divisa: «Que Dios tenga piedad de nosotros» que advertía que dentro habitaba la peste. Tal vez también Morgana la había marcado con tiza, antaño, para engañar a los ladrones. Pero el paso del tiempo había desgastado estos signos; las manchas indolentes en la madera descolorida no hablaban ni de peste ni de crímenes y esta puerta parecía emparedada en el silencio.

Las ventanas permanecían cerradas día y noche gracias a unos postigos uniformes y bien ajustados. Incluso en los días de gran calor, si pasabas los dedos por la rendija de las tablillas, podías sentir frío, como si la casa rezumara sombra. A veces, cuando llovía y en el adoquinado palpitaban brillantes regueros de agua, se entreabrían dos postigos para respirar en la tormenta y una cortina roja se inflaba en la profunda negrura de una habitación desconocida.

Durante el día, la casa permanecía terriblemente silenciosa. Ni la lechera ni el cartero llamaban por las mañanas a su puerta. Estaba situada de tal manera que en todo momento parecía aquella ciudad del Alto Egipto, Syena, donde al mediodía del solsticio de verano los cuerpos no dan sombra. Pues sus muros jamás manchaban la luz del sol, y por la noche se envolvía completamente en las tinieblas.

Se cuenta que un día unos niños, tras golpear la puerta descolorida durante largo tiempo, se sentaron delante de ella. De repente, escucharon un horrible juramento procedente del interior, seguido de un nuevo silencio. Y a pesar de golpear de nuevo la puerta con puños y pies y de lanzar arena y barro a las contraventanas, no volvieron a oír nada.


Información texto

Protegido por copyright
3 págs. / 5 minutos / 69 visitas.

Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Cruzada de los Niños

Marcel Schwob


Cuento


Introducción

Entre la leyenda y la realidad histórica bascula la historia de la Cruzada de los niños:

En mayo del año oscuro de 1212, un adolescente llamado Esteban de Cloyes, se presentó en la corte del rey Felipe con una carta que, según afirmaba, le había sido entregada por Jesucristo en persona, junto con el encargo de predicar una cruzada. El rey, sin prestarle atención lo envió de regreso, pero el zagal, en vez de volver serenamente a su casa, cayó en un fervoroso delirio y anunció a los cuatro vientos que Dios le había ordenado organizar una cruzada de niños para recobrar de las manos infieles la ciudad santa de Jerusalén. En menos de un mes las prédicas de Esteban habían conseguido reunir a millares de niños; ante la mirada, unas veces atónita, otras burlona, de los adultos, cerca de 30 mil niños franceses, acompañados por algunos religiosos y de otros peregrinos, emprendieron con él una desastrosa marcha a través de Provenza con rumbo a Marsella, desde donde esperaban que el Señor separara las aguas, tal y como lo había hecho con el pueblo judío en el mar Rojo, para que ellos cruzaran el mediterráneo y llegaran a Tierra Santa sin siquiera mojarse los pies. El pastor Esteban viajaba a bordo de un carrito con toldo y los demás a pie.

Al conocerse la noticia, en Alemania, se desencadenó un movimiento semejante, éste al mando de un muchacho llamado Nicolás quien, al igual que Esteban predicaba que el mar se abriría ante ellos. En poco tiempo reunió un ejército de niños que marchaban gustosos a derrotar a los moros. Sólo el Papa Inocencio trató de disuadirlos, cuando un pequeño grupo llegó a Roma, pero, para entonces, ya nada se podía hacer.


Información texto

Protegido por copyright
19 págs. / 34 minutos / 153 visitas.

Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Estrella de Madera

Marcel Schwob


Cuento


I

Alain era el nieto de una vieja carbonera del bosque.

En ese antiguo bosque había más claros que caminos: había también prados redondos protegidos por altos robles; lagos de helechos inmóviles sobre los que planeaban ramajes frágiles y frescos como dedos de mujer; familias de árboles graves como pilastras, que se reunían para murmurar durante siglos las deliberaciones de sus hojas; estrechas ventanas de ramas que se abrían sobre un océano de verdor donde temblaban largas sombras perfumadas y los círculos de oro blanco del sol; islas encantadas de brezales rosas y ríos de aulagas; enrejados de resplandores y de tinieblas, grandes espacios naturales en donde surgían, todos temblorosos, los jóvenes pinos y los robles pueriles; camas de agujas rojizas en las que las horcaduras musgosas de los viejos árboles parecían hundirse a media pierna, nidos de ardillas y guaridas de víboras; mil estremecimientos de insectos y trinos de pájaros. Cuando hacía calor, zumbaba como un gigantesco hormiguero; y retenía, después de la lluvia, una lluvia propia, lenta, sombría, pertinaz, que caía de sus cimas y ahogaba sus hojas muertas. Tenía su respiración y su sueño; a veces roncaba, a veces callaba, mudo, sorprendido, vigilante, sin un roce de serpiente, sin un trino de curruca. ¿Qué esperaba? Nadie lo sabía. Tenía su voluntad y sus gustos: lanzaba rectas y veloces líneas de abedules, que caían como flechas; luego le daba miedo, y se detenía en un rincón, estremecido, bajo un bosquecillo de álamos temblones. También llegaba a poner un pie en el lindero, casi en la llanura, pero de inmediato retrocedía, y volvía al frío horror de sus más altos y profundos oquedales, a su centro nocturno. Toleraba la vida de los animales, y no parecía tomarla en cuenta; pero sus troncos inflexibles, resistentes, como relámpagos solidificados que brotaban de la tierra, eran hostiles a los hombres.


Información texto

Protegido por copyright
18 págs. / 31 minutos / 106 visitas.

Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Mano Gloriosa

Marcel Schwob


Cuento


Declaración de la sirvienta:

Yo, Nancy, con una edad aproximada de veinticinco años, aprendiz de cocinera en el hostal del Viejo Hospital, en la región de Muir, habiendo jurado por el Libro revelar toda la verdad sobre el ataque de diciembre de 18…, declaro lo siguiente:

Durante el invierno llegan pocos viajeros, pues la landa está sembrada de pedruscos grises y de brezales, y de hoyos llenos de barro, de manera que los carreteros apenas pasan por Muir, y los que atraviesan la región a pie temen el terrible viento que lo barre todo según se acercan las Navidades. El martes por la tarde, la leche se estaba congelando en los baldes, así que Doll y yo la metimos en la cocina, tras lo cual nos quedamos sentadas al abrigo de la chimenea donde Míster Douglas (el viejo Doug, como solemos llamarle) estaba cociendo manzanas en una marmita antes de irse a la cama. Así que pasamos una velada tranquila con el viejo Doug, Miss Elisabeth, su mujer, y John, el mozo de cuadra. No había ningún viajero en el albergue.

Hacia las diez todos teníamos ya sueño; pero yo tenía que terminar de tricotar un brazal para el niño enfermo de Mistress Dorothen, la hermana de Miss, que vive en la curva. El viejo Doug se llevó la vela, pues la leña del hogar daba suficiente luz para mi labor y estaba tan acostumbrada al movimiento de las agujas que mis dedos tricotaban solos.

Así que me quedé un poco absorta, a la luz temblorosa del fuego rojo, aunque sin olvidarme que había prometido a Doll ir a la cama pronto, pues en las noches de gran frío dormimos juntas. Se oían crujidos fuera, y el whip poor will gritó varias veces en la noche. De repente, se oyeron unos pasos y un golpe en la puerta. Me puse a temblar: debía de ser medianoche y se dice que el Rey negro sale a cazar a esa hora por la landa de Muir.


Información texto

Protegido por copyright
2 págs. / 5 minutos / 89 visitas.

Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Muerte de Odjigh

Marcel Schwob


Cuento


En aquellos tiempos la raza humana parecía a punto de morir, el orbe solar tenía la frialdad de la luna, un invierno eternal agrietaba el suelo, las montañas que nacieran vomitando las llameantes entrañas de la tierra, estaban grises de lava congelada. Ranuras paralelas o en forma de estrellas cruzaban las comarcas; prodigiosas grietas abiertas de pronto se tragaban las cosas en brusco descenso, y podían verse deslizar lentamente hacia ellas hileras de bloques erráticos. El aire oscuro estaba salpicado de agujillas transparentes; una blancura siniestra cubría los campos; la universal irradiación de plata parecía secar el mundo. Ya no había vegetación, sólo pocas manchas de líquen pálido sobre las rocas. La osamenta del globo se había despojado de su carne, hecha de tierra, y las llanuras se extendían como esqueletos. La muerte invernal atacaba la vida inferior; los animales del mar habían perecido presos en los hielos; luego murieron los insectos que hormigueaban sobre las plantas trepadoras, los animales que transportaban sus crías en bolsas del vientre y los seres casi voladores que poblaban las grandes selvas; hasta donde alcanzaba la vista no había árboles ni nada verde, sólo quedaba vivo lo que habitaba cavernas o cuevas.


Información texto

Protegido por copyright
4 págs. / 8 minutos / 52 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Vida de Morfiel, Demiurgo

Marcel Schwob


Cuento


Morfiel, al igual que los demás demiurgos, fue llamado a la existencia por una palabra del Ser Supremo, que pronunció su nombre. Enseguida se encontró en el mismo taller celeste que Sar, Tor, Aroquiel, Tauriel, Ptahil y Barroquiel. El demiurgo en jefe, que dirigía el taller, era Avatar. Todos se dedicaban activamente a la construcción de nuestro mundo siguiendo los modelos previstos. Avatar suministró a Morfiel su parte de tierra, agua y metal y le encargó la confección de cabellos. Otros modelaban narices, ojos, bocas, brazos y piernas. Barroquiel se encargaba de las monstruosidades, y deformaba una porción de los productos terminados antes de entregarlos a su jefe Avatar. En efecto, algunos demiurgos ya habían trabajado en otros mundos superiores, y convenía que este fuera diferente. Así que, siguiendo una innovadora idea de Avatar, Barroquiel dividió la naturaleza entre hombres y mujeres, que en el mundo inmediatamente superior al nuestro, como señala Platón, no forman más que un único ser que anda sobre cuatro pies y cuatro manos ordenadas orbicularmente, de forma similar a los cangrejos. Hay una isla en otro mundo inferior al nuestro donde Avatar ordenó dividir de nuevo a los hombres, de manera que estos no tienen más que un ojo, una oreja y una pierna, y su cerebro no está dividido en dos sino que es totalmente redondo. Y lo que para nosotros es par, es impar para ellos. Ya que están hechos siguiendo el modelo de los monocotiledóneos o tubos vivientes que se adhieren a las rocas marinas, por lo que no conciben la segunda dimensión del espacio y piensan que el universo es un intervalo discontinuo. De manera que, saltando sobre su única pierna, atraviesan sin dificultad lo que a nosotros nos resulta impenetrable, murallas o montañas, y cuentan en impar: uno, tres, cinco, siete.


Información texto

Protegido por copyright
3 págs. / 5 minutos / 65 visitas.

Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Las Tres Carreras: Mimo XIII

Marcel Schwob


Cuento


Las higueras han dejado caer sus higos y los olivos sus aceitunas, porque algo extraño ha ocurrido en la isla de Scira. Una muchacha huía, perseguida por un muchacho. Se había levantado el bajo de la túnica y se veía el borde de sus pantalones de gasa. Mientras corría dejó caer un espejito de plata. El muchacho recogió el espejo y se miró en él. Contempló sus ojos llenos de sabiduría, amó el juicio de éstos, cesó su persecución y se sentó en la arena. Y la muchacha comenzó de nuevo a huir, perseguida por un hombre en la fuerza de su edad. Había levantado el bajo de su túnica y sus muslos eran semejantes a la carne de un fruto. En su carrera, una manzana de oro rodó de su regazo. Y el que la perseguía cogió la manzana de oro, la escondió bajo su túnica, la adoró, cesó su persecución y se sentó en la arena. Y la muchacha siguió huyendo, pero sus pasos eran menos rápidos. Porque era perseguida por un vacilante anciano. Se había bajado la túnica, y sus tobillos estaban envueltos en un tejido de muchos colores. Pero mientras corría, ocurrió algo extraño, porque uno después de otro se desprendieron sus senos, y cayeron al suelo como nísperos maduros. El anciano olió los dos, y la muchacha, antes de lanzarse al río que atraviesa la isla de Scira, lanzó dos gritos de horror y de pesar.


Información texto

Protegido por copyright
1 pág. / 1 minuto / 38 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Lilit

Marcel Schwob


Cuento


Pienso que la amó tanto cuanto se puede amar a una mujer en este mundo; pero su historia fue más triste que ninguna. Él había estudiado durante mucho tiempo a Dante y a Petrarca; las formas de Beatriz y de Laura flotaban ante sus ojos y los divinos versos en los que resplandece el nombre de Francisca de Rímini cantaban en sus oídos.

En el primer ardor de su juventud había amado apasionadamente las vírgenes atormentadas de Correggio, cuyos cuerpos voluptuosamente prendados de cielo tienen ojos que desean, bocas que palpitan y llaman dolorosamente al amor. Más tarde, admiró el pálido esplendor humano de las figuras de Rafael, su sonrisa apacible y su gozo virginal. Pero cuando fue él mismo, eligió por maestro, como Dante, a Brunetto Latini, y vivió en su siglo en el que los rostros rígidos tienen la extraordinaria beatitud de los paraísos misteriosos.

Y, entre las mujeres, conoció primero a Jenny, que era nerviosa y apasionada, cuyos ojos estaban adorablemente rodeados de ojeras, bañados de humedad lánguida, con una mirada profunda. Fue un amante triste y soñador; buscaba la expresión de la voluptuosidad con una acritud entusiasta; y cuando Jenny, fatigada, se quedaba dormida con los primeros rayos del alba, él esparcía guineas brillantes entre sus cabellos soleados; luego, contemplando sus párpados cerrados y sus largas pestañas que reposaban, su frente cándida que parecía ignorar el pecado, se preguntaba amargamente, recostado sobre la almohada, si ella no prefería el oro amarillo a su amor y qué sueños desilusionantes estarían pasando bajo las paredes transparentes de su carne.


Información texto

Protegido por copyright
5 págs. / 9 minutos / 56 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

1234