Textos más largos de Máximo Gorki que contienen 'u' | pág. 2

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Makar Chudrá

Máximo Gorki


Cuento


Soplaba un viento húmedo y frío procedente del mar, que llevaba por la estepa la melodía ensimismada del chapoteo de las olas que barrían la orilla y el rumor de los matorrales del litoral. A veces, una racha nos traía unas hojas amarillentas y resecas, y las arrojaba en la hoguera, avivando la llama; alrededor, la neblina de la noche otoñal se estremecía y, retirándose asustada, nos mostraba fugazmente la estepa infinita a la izquierda y el mar inmenso a la derecha. Frente a mí tenía la figura de Makar Chudrá, el viejo gitano, encargado de vigilar los caballos de su campamento, emplazado a unos cincuenta pasos de donde estábamos nosotros.

Sin prestar atención a las frías rachas de viento que, agitando su chekmén, le desnudaban el velludo pecho y se lo azotaban sin piedad, estaba medio tumbado, en una postura airosa, con el rostro vuelto hacia mí, aspirando metódicamente el humo de su enorme pipa y expulsándolo por la boca y la nariz, en forma de espesas nubes. Con la mirada fija en algún punto lejano situado a mis espaldas, entre las mudas tinieblas de la estepa, me hablaba sin pausa, sin hacer el menor movimiento para protegerse de los bruscos embates del viento.

—¿Así que vas de camino? ¡Eso está muy bien! Has hecho una magnífica elección, halcón. Eso es lo que hay que hacer: caminar y ver. Y, cuando ya lo hayas visto todo, entonces podrás tumbarte y morir. ¡Así de sencillo!

»¿La vida? ¿La gente? —prosiguió, acogiendo con escepticismo mi objeción a su: “Eso es lo que hay que hacer”—. ¡Ajá! ¿Y a ti qué te importa? Tú mismo, ¿no formas parte de la vida? La gente vive sin ti y saldrá adelante sin ti. ¿De veras crees que alguien te necesita? Tú no eres pan, no eres un bastón, a nadie le haces falta.


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18 págs. / 31 minutos / 221 visitas.

Publicado el 10 de abril de 2018 por Edu Robsy.

Compañeros

Máximo Gorki


Cuento


I

El ardiente sol de julio brillaba sobre Smólkina, derramando sobre sus viejas isbas un copioso torrente de rayos cegadores. Donde más relumbraba era en la isba del alcalde, recientemente retechada con tablones nuevos, suavemente cepillados, amarillos y aromáticos. Era domingo, y casi todo el mundo estaba en la calle, donde crecían en abundancia las hierbas entre montones esparcidos de residuos resecos. Una multitud de aldeanos se había congregado ante la isba del alcalde: algunos estaban sentados en el banco de tierra de la puerta, otros directamente en el suelo, otros aguardaban de pie. En medio del grupo, unos cuantos chiquillos no paraban de alborotar y echar carreras, ganándose de vez en cuando las broncas y pescozones de los adultos.

Un hombre alto, con unos bigotazos que apuntaban hacia el suelo, constituía el centro de la multitud. A juzgar por su rostro atezado, recubierto de una cerrada barba gris y un entramado de profundas arrugas, y por los mechones canosos que asomaban bajo el sucio sombrero de paja, debía rondar los cincuenta años. Mientras miraba al suelo, se podía apreciar cómo le temblaban las aletas de su enorme nariz. Al levantar la cabeza para echar un vistazo a las ventanas de la isba del alcalde, se le vieron los ojos: grandes, tristes, profundamente hundidos en sus órbitas, con las pupilas negras sumidas en la sombra que arrojaban unas cejas pobladas. Vestía una raída sotana marrón de novicio que apenas le cubría las rodillas, ceñida con una cuerda. Llevaba un morral echado a la espalda, en la mano derecha sujetaba un largo bastón rematado por una contera de hierro y ocultaba la izquierda entre la ropa. Quienes le rodeaban le miraban suspicaces, burlones, desdeñosos o, en fin, abiertamente satisfechos de haber conseguido dar caza al lobo antes de que éste hubiera llegado a esquilmar sus rebaños.


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17 págs. / 31 minutos / 139 visitas.

Publicado el 10 de abril de 2018 por Edu Robsy.

Veintiséis y Una (poema)

Máximo Gorki


Cuento


Éramos veintiséis; veintiséis máquinas vivientes, veintiséis hombres encerrados en un sótano húmedo en el que, de la mañana a la noche, amasábamos rosquillas y krendeliá. Las ventanas del sótano se asomaban a una zanja, cubierta de ladrillos mohosos por la humedad, los marcos de las ventanas estaban tapados por fuera con una tupida malla metálica y la luz del sol no podía espiarnos a través de los cristales, empolvados de harina. El patrón había fortificado las ventanas con hierro para impedir que diésemos un pedazo de pan a los pobres o a aquellos compañeros nuestros que, habiéndose quedado sin trabajo, se morían de hambre; además, nos llamaba sinvergüenzas y nos daba de comer menudillos putrefactos en lugar de carne.


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17 págs. / 30 minutos / 599 visitas.

Publicado el 10 de abril de 2018 por Edu Robsy.

Kirilka

Máximo Gorki


Cuento


… Cuando el carruaje salió rodando del bosque al lindero, Isái se levantó ligeramente sobre el pescante, estiró el cuello, miró a lo lejos y dijo:

—¡Diablos, parece que se mueve!

—¿Y bien?

—Y a derecho… como si avanzara…

—¡Arrea rápido!

—¡A-ay tú, mer-rmeladota!

El animal, pequeñito y rechoncho, con orejas de asno y pelo de perro maltés, en respuesta al golpe de látigo que recibió en la grupa saltó a un lado del camino, se paró y moviendo las patas en el sitio, comenzó a balancear la cabeza ofendido.

—¡A-arre, ya te enseñaré yo! —gritó Isái, tirando de las riendas.

El salmista Isái Miakínnikov era un hombre deforme, de cuarenta años de edad. En la mejilla izquierda y bajo la barbilla le crecía barba roja, pero en la derecha le había crecido un enorme tumor que le cerraba el ojo y le caía como un saco arrugado sobre el hombro. Borracho impenitente, filósofo pasable y burlón, me llevaba a ver a su hermano, amigo mío, maestro de pueblo, que se estaba muriendo a causa de la tisis. En cinco horas no habíamos avanzado ni veinte verstas, porque el camino era malo y porque el estrambótico animal que nos llevaba tenía mal carácter. Isái lo llamaba shishiga, moledor, mortero, y otros nombres raros, dándose la circunstancia de que todos ellos le iban igual a este caballo, subrayando con exactitud uno u otro rasgo de su apariencia y carácter. También entre la gente se encuentran con frecuencia seres así de complicados a los que va bien cualquier nombre menos el de persona.


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14 págs. / 25 minutos / 54 visitas.

Publicado el 11 de abril de 2018 por Edu Robsy.

El Nacimiento de un Hombre

Máximo Gorki


Cuento


Corría el año 1892, el año del hambre. Me hallaba yo en la orilla del río Kodor, entre Sujum y Ochamchira, no muy lejos de la costa: por debajo del alegre estruendo de las aguas de aquel río de montaña se podía sentir claramente el sordo chapoteo de las olas del mar.

Otoño. En la espuma blanca del Kodor giraban y pasaban de largo las hojas amarillas del lauroceraso, que recordaban a pequeños y ágiles salmones; yo estaba sentado en una piedra, justo en la orilla, pensando en que a lo mejor las gaviotas y los cormoranes también confundían las hojas con peces y se sentían defraudados: acaso por ese motivo gritaban resentidos allí, a mi derecha, más allá de los árboles, donde saltaban las olas del mar.

Por encima de mí, los castaños estaban revestidos de oro; había a mis pies montones de hojas caídas que parecían manos amputadas. Las ramas del ojaranzo que veía en la otra orilla ya estaban desnudas y colgaban en el aire igual que una red desgarrada; como atrapado en ella, saltaba un pájaro carpintero de montaña, de plumaje rojo y amarillo, martilleando con su pico negro la corteza del tronco, haciendo salir a unos insectos que los diestros carboneros y los trepadores azules —huéspedes del norte lejano— aprovechaban para picotear.

A mi izquierda, sobre las cumbres de las montañas, unas densas nubes humeantes amenazaban lluvia y proyectaban unas sombras que se arrastraban por las verdes laderas donde crece el boj, el «árbol muerto», y donde, entre los huecos de las viejas hayas y tilos, se puede encontrar la «miel venenosa» que en la Antigüedad estuvo a punto de causar, con su dulzura embriagadora, la perdición de los soldados de Pompeyo el Grande, derribando a una legión entera de férreos romanos. Las abejas la producen con las flores de lauro y azalea, y los vagabundos la extraen de los huecos de los árboles y se la comen untada en lavash, esa fina torta de harina.


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12 págs. / 22 minutos / 262 visitas.

Publicado el 10 de abril de 2018 por Edu Robsy.

Un Incidente con unos Broches

Máximo Gorki


Cuento


Eramos tres compinches: Semka Kargusa, yo y Michka, un gigante barbudo, de grandes ojos azules, siempre sonrientes y siempre hinchados por la borrachera. Teníamos nuestra residencia en el campo, fuera de la ciudad, en una vieja casa medio derruída, que se llamaba, no sé por qué, "la fábrica de vidrio": acaso porque no había ni uno entero en las ventanas. Nos encargábamos de los trabajos más diversos, sin desdeñar ninguno: limpiábamos les conrs, cavábamos fosos, cuevas y pozos negros, demolíamos casas viejas y tapias, y hasta una vez intentamos construir un gallinero. Pero no pudimos construirlo: Semka, que era un hombre de una rigurosa honradez en lo tocante a sus deberes, experimentó dudas respecto a nuestros conocimientos de la arquitectura gallineril, y un día, cuando estábamos durmiendo la siesta, se llevó a la taberna los clavos que nos habían dado, dos planchas nuevas y un hacha. Como es natural, nos echaron, si bien no se nos reclamó nada en concepto de indemnización, porque nada teníamos.

Vivíamos en la miseria, y los tres nos hallábamos descontentos de nuestro destino, lo que era muy lógico en nuestra situación.

A veces, nuestro descontento tomaba una forma muy aguda, se convertía en hostilidad hacia todo lo que nos rodeaba, y nos empujaba a hazañas nada lícitas, previstas en el Código penal. Pero, por lo común, éramos unos hombres melancólicos y sombríos, que sóo nos preocupábamos de ganar algo, y que no poníamos gran interés en nada que no nos prometiese un provecho inmediato.

Nos habíamos encontrado los tres en un asilo nocturno, quince días antes de ocurrir lo que, por creerlo interesante, voy a referiros.


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Publicado el 10 de abril de 2018 por Edu Robsy.

Una Vez en Otoño

Máximo Gorki


Cuento


Una vez, en otoño, me vi en una situación tan molesta como desagradable, recién llegado a una ciudad donde no conocía a nadie. Estaba sin blanca y no tenía dónde dormir.

Tras haberme visto obligado a vender en los días previos toda mi ropa, salvo lo más imprescindible, salí de la ciudad y me dirigí a un lugar conocido como Las Bocas. Allí se encontraban los muelles donde amarraban los barcos de vapor; en la temporada de navegación aquello bullía con una actividad incesante, pero en esos momentos todo estaba tranquilo y solitario: estábamos a finales de octubre.

Caminaba arrastrando los pies por la arena húmeda, examinándola con suma atención, ansioso de encontrar en ella algún resto comestible; vagaba en solitario entre edificios desiertos y quioscos, pensando en lo bien que se está con la tripa llena…

En esas situaciones, resulta más sencillo saciar el hambre del espíritu que el hambre del cuerpo. Cuando deambulamos por las calles, nos vemos rodeados por edificios de magnífico aspecto, así como —puede uno afirmarlo sin temor a equivocarse— bien amueblados por dentro. Algo que puede suscitar en nosotros deleitosas reflexiones sobre arquitectura, higiene y muchas otras cuestiones profundas y trascendentales; nos cruzamos con personas bien vestidas y abrigadas, personas respetuosas que no vacilan en apartarse delicadamente para no tener que reparar en nuestra existencia lamentable. Os doy mi palabra: el espíritu del hambriento siempre está mejor alimentado, de forma más saludable, que el espíritu del ahíto. ¡Ahí tenemos una hipótesis a partir de la cual podemos sacar una conclusión muy graciosa a favor de los saciados!


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Publicado el 10 de abril de 2018 por Edu Robsy.

Zazúbrina

Máximo Gorki


Cuento


La ventana redonda de mi celda daba al patio de la prisión. Quedaba muy alta, pero, juntando la mesa a la pared y encaramándome a ella, podía ver desde allí todo lo que pasaba en el patio. Por encima de la ventana, bajo el tejadillo, las palomas habían construido su nido y cada vez que me asomaba al patio oía sus arrullos sobre mi cabeza.

Había tenido tiempo suficiente para familiarizarme con la población de la prisión, y ya sabía que el tipo más jovial de aquella lúgubre compañía se llamaba Zazúbrina.

Era un tipo grueso y achaparrado, con la cara colorada y la frente despejada, bajo la cual siempre brillaban con viveza unos grandes ojos claros.

Llevaba la gorra echada para atrás, encajada en el cogote, y las orejas destacaban cómicamente en su cabeza rapada; nunca se ataba los cordones del cuello de la camisa ni se abotonaba la chaqueta, y hasta el menor movimiento de sus músculos permitía adivinar el alma incapaz de abatirse o de irritarse que habitaba en él.

Siempre risueño, siempre animado y bullanguero, era el ídolo de la cárcel. Continuamente andaba rodeado de una multitud de compañeros anodinos; él los hacía reír y los distraía con toda clase de salidas chuscas, embelleciendo con su genuina alegría la vida insípida y tediosa de la prisión.

Cierto día salió de su celda para dar su paseo, y lo hizo en compañía de tres ratas, hábilmente embridadas por medio de un cordel. Zazúbrina corrió tras ellas alrededor del patio, gritando que iba tirado por una troika; las ratas, aturdidas con sus gritos, se movían de un lado para otro, y los presos que asistían al espectáculo se partían de risa, como unos chiquillos, viendo a aquel gordo con su troika.


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8 págs. / 15 minutos / 92 visitas.

Publicado el 10 de abril de 2018 por Edu Robsy.

El Jan y su Hija

Máximo Gorki


Cuento


—En aquel tiempo gobernaba en Crimea el jan Mosolaima el Asvab, el cual tenía un hijo llamado Tolaik Algalla…

Con estas palabras, cierto tártaro pobre y ciego, apoyando la espalda en el pardo tronco de un árbol, comenzó a relatar una de las antiguas leyendas de aquella península, tan rica en recuerdos. En torno al narrador, sobre fragmentos de piedra del palacio del jan, destruido por el tiempo, se hallaba sentado un grupo de tártaros, ataviados con vistosas túnicas y tubeteikas bordadas en oro. Estaba atardeciendo. El sol descendía lentamente sobre el mar, sus rayos carmesíes atravesaban el oscuro follaje que rodeaba las ruinas y formaba brillantes manchas sobre las piedras cubiertas de musgo, enredadas por la tenaz hiedra. Susurraba el viento en el soto de los viejos sicómoros, sus hojas murmuraban como si por el aire corrieran arroyos invisibles.

La voz del mísero ciego era débil y trémula, su pétreo rostro no reflejaba en sus arrugas más que paz. Las palabras, aprendidas de memoria, se derramaban una tras otra y, ante su auditorio, se alzaba la imagen de los emocionantes tiempos pretéritos.

—El jan era anciano —decía el ciego—, mas tenía muchas mujeres en su harem. Y éstas amaban al anciano por el vigor y el fuego que aún conservaba y por sus caricias tiernas y apasionadas, pues las mujeres siempre amarán al hombre que sabe acariciar vigorosamente, aunque tenga el pelo cano y el rostro ajado, porque en la fuerza reside la belleza y no en la tersura de la piel ni en el rubor de las mejillas.


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Publicado el 10 de abril de 2018 por Edu Robsy.

El Khan y su Hijo

Máximo Gorki


Cuento


Hubo una vez en Crimea un Khan llamado Mosoláin El Asbad y este Kan tenía un hijo que se llamaba Tolaik Algalla...» Apoyado en el tronco de un árbol, un mendigo ciego, tártaro, comenzó con estas palabras una de las viejas leyendas de la península, ricas en recuerdos, y alrededor del cuentista, sentados sobre las piedras esparcidas de un palacio regio destruído por el tiempo, había un grupo de tártaros con túnicas de colores llamativos y gorros bordados en oro. Era el atardecer y el sol se hundía lentamente en el mar, sus rojos rayos penetraban á través del follaje de las plantas, que crecían en torno de las ruinas y proyectaban luminosas manchas sobre las piedras cubiertas de musgo, envueltas en verde terciopelo. El viento jugueteaba en las copas de los altos plátanos y el follaje de éstos murmuraba de igual modo que si corriesen por el aire, invisibles, melodiosas fuentes.

La voz del mendigo era débil y temblaba y su rostro pétreo, surcado de arrugas, reflejaba la paz. Las palabras, sabidas de memoria, brotaban una trás otra y ante los oyentes surgía un cuadro de los días pretéritos, ricos en fuerza.

El Khan era viejo—decía el ciego, pero tenía en su harem numerosas mujeres. Y ellas amabaral anciano porque aún tenía fuego y vigor bastante y eran sus caricias ardientes y las mujeres amarán siempre á quien sepa amarlas aunque sea vie jo, aunque su rostro se halle surcado de arrugas..la belleza está en la fuerza y no en la tersura del entis, ni en el sonrosado color de las mejillas.

Todas le amaban, pues, y él prefería á una cosaca de las estepas del Dnieper y siempre la acariciaba con más gusto que á las demás mujeres del harem, de su gran harem donde había trescientas mujeres de distintas tierras y todas cran bellas, como flores de Abril y todas vivían bien.

Para ellas mandaba preparar infinitos manjares sabrosos y dulces y dejaba que bailasen y cantasen siempre que querían...


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Dominio público
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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

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