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autor: Miguel de Unamuno textos disponibles fecha: 25-10-2020 contiene: 'u'


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Una Visita al Viejo Poeta

Miguel de Unamuno


Cuento


En el nutrido sosiego que venía a posarse plácido desde el cielo radiante, iba a fundirse la resignada calma que de su seno exhalaba la vieja ciudad, dormida en perezosa siesta. Me sumí en las desiertas callejuelas que a la Colegiata ciñen, y en una de ellas, donde me habían dicho que habitaba el viejo poeta, de tan largo tiempo enmudecido, di a la aldaba del portalón que lo era de la única casa de la calleja. Resonó el aldabonazo, quebrando el soñoliento silencio en los muros que formaban la calleja, flanqueada, como un foso, de un lado por el tapial de la huerta de un convento, y por agrietadas paredes del otro.

Me pasaron, y al cruzar un pequeño jardincillo emparedado, uno de esos mustios jardines enjaulados en el centro de las poblaciones, vi a un anciano regando una maceta. Se me acercó. Era su conocidísima figura.

—Ahora mismo subo —me dijo.

—No; prefiero hacerle aquí la visita; ¿qué más da?

—Como usted quiera… Rosa, baja unas sillas.

Desprendíase una calmosa melancolía de aquel pedazo de naturaleza encerrada entre las tapias de abigarradas viviendas. Dos o tres arbolillos se alzaban al arrimo de ellas, en busca de sol, y en ellos se refugiaban los pájaros. En un rincón, junto a un pozo, sombreaba a un banco de piedra una higuera. La casa tenía un corredor de solana, con balaustrada de madera, que miraba al jardincillo. El vertedero de la cocina servía para regar la higuera. Y todo ello parecía ruinas de naturaleza abrazadas a ruinas de humana vivienda.

Allí encima se alzaba la airosa torre de la Colegiata, a la que doraba el sol con sus rayos, muy inclinados ya; la torre severa, que contribuía a dar al pedazo de cielo desde allí visible su anguloso perfil. Unas gallinas picoteaban el suelo.

—Es mi retiro y mi consuelo —me dijo.

—Yo creí que preferiría usted el campo verdadero…, el aire libre…


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Una Rectificación de Honor

Miguel de Unamuno


Cuento


(Narraciones siderianas)

—¡Un caballero no debe, no puede tolerar tal ultraje!

Al oír lo de caballero, Anastasio inclinó la cabeza sobre el pecho para olfatear la rosa que llevaba en el ojal de la solapa y dijo sonriendo:

—Yo aplastaré a ese reptil... ¡Mozo!

Para pagar a éste sacó del bolsillo un duro y con él dos piezas de oro que llevaba como fondo permanente e intangible; dio aquél al mozo y sin esperar a la vuelta, tan distraído creía se debía estar en su caso, salió del Arca.

El Arca era el nombre caprichoso, abracadabrante, según uno de sus socios, que en Sideria se daba al casino a que acudía el cogollito de la elegancia, los hombres de mundo y de alta sociedad, los calificados por el chroniqueur modernista y bulevardizante de El Correo Sideriense de gentlemens, sportsmens, clubmens, bonvivants, blasés, comme il faut, struggle-for-lifeurs y otro sinfín de terminachos por el estilo; es decir, los caballeros más honorables de la ciudad ducal.

Uno de ellos había importado de Alemania, donde residió año y medio, el nombre de filisteos, que los socios aplicaban a todos los ramplones burgueses de la ciudad.

Los envidiosos, y los pedantes, y los doctrinos sostenían que en el Arca se reunían los espíritus más pedestres de la ciudad, empeñados en sacarse del abismo de su ramplonería como el barón de Münchhausen del pozo en que cayó, tirándose de las orejas hacia arriba, y no faltaba mala lengua que clasificaba a los alegres compadres en memos y bandidos sin disfrazar, memos disfrazados de bandidos y bandidos disfrazados de memos.

Pero dejando estos ladridos de los impotentes a la luna, volvamos a Anastasio, el cual, al salir a la calle hizo como si reflexionara un momento delante del coche, y acabó diciéndose: «No, en esta ocasión no pega el coche. ¡A pie, a pie!».


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

San Miguel de Basauri en el Arenal de Bilbao

Miguel de Unamuno


Cuento


A D. Francisco de Yzaguirre.

Nada más grato que recordar las bulliciosas fiestas de los tiempos ingratos para nuestra villa; nada más saludable que evocar la memoria de los raudales de alegría que desbordaban entonces del vigor del alma bilbaína. Los hombres y los pueblos valerosos son los hombres y los pueblos verdaderamente alegres: la tristeza es hermana de la cobardía.

Vosotros, los de aquellos días, podéis decir:

—¡Estuvimos allí!

Yo que aunque muy niño entonces, también estuve allí, sólo aspiro a despertar en vuestra fantasía la imagen dulce de la bulliciosa fiesta, que fue como prólogo a aquel heroico período, a cuyo culto esta Sociedad está consagrada.

Era el otoño plácido de nuestras montañas, cuando el sol, cernido por la disuelta telaraña de neblina, llueve como lento sirimiri sobre el campo sereno, disolviendo los colores en el gris uniforme del crepúsculo del año.

La placidez de aquel otoño templaba la agitación de los espíritus. Bilbao estaba rodeada de enemigos; desde los altos que le circundan le hacían corte los jebos; las monjas de la Cruz habían abandonado su convento; los habitantes de Bilbao la Vieja y San Francisco invadían el casco nuevo, ocupando las casas desalquiladas; los cosecheros de chacolí vendimiaban su uva antes de sazón; faltaban correos, y merluza, a las veces; se acercaba el sitio, pero la alegría alentaba, y era hermoso el otoño plácido de nuestras montañas.

Amaneció el 29 de septiembre de 1873. Pachi, muy de mañana, llamó a la puerta de Matrolo:

—¡Vamos, arlote, dormilón, levántate! ¡A la romería! ¡A San Miguel!

—¿Qué hay de nuevo? —preguntó Matrolo, desperezándose.

—Nada, que Chapa va hoy a Guernica de paseo, y, lo que ya sabes, que viene Moriones con dos mil hombres… Los jebos, vendimiando… ¡Anda, levántate!


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Ramón Nonnato, Suicida

Miguel de Unamuno


Cuento


Cuando harto de llamar a la puerta de su cuarto, entró, forzándola, el criado, encontrose a su amo lívido y frío en la cama, con un hilo de sangre que le destilaba de la sien derecha, y junto a él, aquel retrato de mujer que traía constantemente consigo, casi como un amuleto, y en cuya contemplación se pasaba tantas horas.

Y era que en la víspera de aquel día de otoño gris, a punto de ponerse el día, Ramón Nonnato se había pegado un tiro. Habíanle visto antes, por la tarde, pasearse, solo, según tenía por costumbre, a la orilla del río, cerca de su desembocadura, contemplando cómo las aguas se llevaban al azar las hojas amarillas que desde los álamos marginales iban a caer para siempre, para nunca más volver, en ellas. «Porque las que en la primavera próxima, la que no veré, vuelvan con los pájaros nuevos a los árboles, serán otras», pensó Nonnato.

Al desparramarse la noticia del suicidio hubo una sola y compasiva exclamación: «¡Pobre Ramón Nonnato!». Y no faltó quien añadiera: «Le ha suicidado su difunto padre».

Pocos días antes de darse así la muerte había pagado Nonnato su última deuda con el producto de la venta de la última finca que le quedaba de las muchas que de su padre heredó, y era la casa solariega de su madre. Antes fue a ella y se estuvo allí solo durante un día entero, llorando su desamparo y la falta de un recuerdo, con un viejo retrato de su madre entre las manos. Era el retrato que traía siempre consigo, sobre el pecho, imagen de una esperanza que para él había siempre sido recuerdo, siempre.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Juan Manso

Miguel de Unamuno


Cuento


(Cuento de muertos)

Y va de cuento.

Era Juan Manso en esta pícara tierra un bendito de Dios, una mosquita muerta que en su vida rompió un plato. De niño cuando jugaban al burro sus compañeros, de burro hacia él; más tarde fue el confidente de los amoríos de sus camaradas, y cuando llegó a hombre hecho y derecho le saludaban sus conocidos con un cariñoso: «¡Adiós, Juanito!».

Su máxima suprema fue siempre la del chino: no comprometerse y arrimarse al sol que más calienta.

Aborrecía la política, odiaba los negocios, repugnaba todo lo que pudiera turbar la calma chicha de su espíritu.

Vivía de unas rentillas, consumiéndolas íntegras y conservando entero el capital. Era bastante devoto, no llevaba la contraria a nadie y como pensaba mal de todo el mundo, de todos hablaba bien.

Si le hablabas de política, decía: «Yo no soy nada, ni fu ni fa, lo mismo me da rey que roque: soy un pobre pecador que quiere vivir en paz con todo el mundo».

No le valió, sin embargo, su mansedumbre y al cabo se murió, que fue el único acto comprometedor que efectuó en su vida.

* * *

Un ángel armado de flamígero espadón hacía el apartado de las almas, fijándose en el señuelo con que las marcaban en un registro o aduana por donde tenían que pasar al salir del mundo, y donde, a modo de mesa electoral, ángeles y demonios, en amor y compañía, escudriñaban los papeles por si no venían en regla.

La entrada al registro parecía taquilla de expendeduría en día de corrida mayor. Era tal el remolino de gente, tantos los empellones, tanta la prisa que tenían todos por conocer su destino eterno y tal el barullo que imprecaciones, ruegos, denuestos y disculpas en las mil y una lenguas, dialectos y jergas del mundo armaban, que Juan Manso se dijo: «¿Quién me manda meterme en líos? Aquí debe de haber hombres muy brutos».


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Semejante

Miguel de Unamuno


Cuento


Como todos huían de Celestino el tonto, tomándole, cuando más, de dominguillo con que divertirse, el pobrecito evitaba a la gente paseándose solo por el campo solitario, sumido en lo que le rodeaba, asistiendo sin conciencia de sí al desfile de cuanto se le ponía por delante. Celestino el tonto sí que vivía dentro del mundo como en útero materno, entretejiendo con realidades frescos sueños infantiles, para él tan reales como aquéllas, en una niñez estancada, apegada al caleidoscopio vivo como a la placenta el feto, y, como éste, ignorante de sí. Su alma lo abarca todo en pura sencillez; todo era estado de su conciencia. Se iba por la mayor soledad de las alamedas del río, riéndose de los chapuzones de los patos, de los vuelos cortos de los pájaros, de los revoloteos trenzados de las parejas de mariposas. Una de sus mayores diversiones era ver dar la vuelta a un escarabajo a quien pusiera patas arriba en el suelo.

Lo único que le inquietaba era la presencia del enemigo, del hombre. Al acercársele alguno, le miraba de vez en vez con una sonrisa en que quería decirle: «No me hagas nada, que no voy a hacerte mal», y cuando lo tenía próximo, bajo aquella mirada de indiferencia y sin amor, bajaba la vista al suelo, deseando achicarse tamaño de una hormiga. Si algún conocido le decía al encontrarle: «¡Hola, Celestino!», inclinaba con mansedumbre la cabeza y sonreía, esperando el pescozón. En cuanto veía a lo lejos chicuelos apretaba el paso; les tenía horror justificado: eran lo peor de los hombres.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Maestro de Carrasqueda

Miguel de Unamuno


Cuento


Discurrid con el corazón, hijos míos, que ve muy claro, aunque no muy lejos. Te llaman a atajar una riña de un pueblo, a evitarle un montón de sangre, y oyes en el camino las voces de angustia de un niño caído en un pozo: ¿le dejarás que se ahogue? ¿Le dirás: «No puedo pararme, pobre niño; me espera todo un pueblo al que he de salvar»? ¡No! Obedece al corazón: párate, apéate del caballo y salva al niño. ¡El pueblo… que espere! Tal vez sea el niño un futuro salvador o guía, no ya del pueblo, sino de muchos.»

Esto solía decir don Casiano, el maestro de Carrasqueda de Abajo, a unos cuantos mozalbetes que, en la escuela, mientras se lo decía, le miraban con ojos que parecían oírselo. ¿Le entendían acaso? He aquí una cosa de que, a fuer de buen maestro, jamás se cuidó don Casiano cuando ante ellos se vaciaba el corazón. «Tal vez no entiendan del todo la letra — pensaba—; pero lo que es la música…» Había, sin embargo, entre aquellos chicuelos uno para entenderlo: nuestro Quejana.

¡Todo un alma aquel pobre maestro de escuela de Carrasqueda de Abajo! Los que le hemos conocido en este último tercio del siglo XX, anciano, achacoso, resignado y humilde, a duras penas lograremos figurarnos a aquel joven fogoso, henchido de ambiciones y de ensueños, que llegó hacia 1920 al entonces pobre lugarejo en que acaba de morir, a ese Carrasqueda de Abajo, célebre hoy por haber en él nacido nuestro don Ramón Quejana, a quien muchos llaman el Rehacedor.

Cuando, el año veinte, llegó don Casiano a Carrasqueda, lo encontró muy chico, e incapaces de sacramentos a los carrasquedeños. ¡Buen pelo iba a echar raspándoles el de la dehesa! Lo primero enseñarles a que se lavaran: suciedad por dondequiera; suciedad e ignorancia. Había que mondarles el cuerpo y la mente; quitar, más que poner, tanto en ésta como en aquél.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Abejorro

Miguel de Unamuno


Cuento


La verdad, no le creía a usted hombre de azares —le dije.

—¿Por qué? ¿Por lo del abejorro? —me preguntó.

Y a un signo afirmativo mío, añadió:

—No hay tales azares, si bien debo decirle a usted que creo que si investigáramos las últimas raíces de las supersticiones mismas que nos parecen más absurdas, aprenderíamos a no calificarlas de ligero… Figúrese usted que mis hijos, de verme a mí, adquieren mi horror al abejorro, y de mis hijos lo toman mis nietos, y va así trasmitiéndose. Se convertirá en un azar. Y, sin embargo, el tal horror tiene en mí raíces muy hondas y muy reales.

—Hombre, eso…

—No lo dude usted. Soy de los hombres que más se alimentan de su niñez; soy de los que más viven en los recuerdos de su lejana infancia. Las primeras impresiones que recibió el espíritu virgen, las más frescas, son las que forman su lecho, el rico légamo de que brotan las plantas que en el lago de nuestra alma se bañan.

—Fue mi niñez —siguió diciendo—, una niñez triste. Casi todos los días salía con mi pobre padre, herido ya de muerte entonces. Apenas lo recuerdo: su figura se me presenta a la memoria esfumada, confinante con el ensueño. Sacábame de paseo al anochecer, los dos solos, al través de los campos, y apenas recuerdo otra cosa si no es que aquellos paseos me ponían triste.

—¿Pero no recuerda usted nada de sus palabras o conversaciones?


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Don Eloíno R. de Alburquerque

Miguel de Unamuno


Cuento


—¿Te acuerdas Augusto —le decía Víctor-, de aquel don Eloíno Rodríguez de Alburquerque y Álvarez de Castro?

—¿Aquel empleado de Hacienda tan aficionado a correrla, sobre todo de lo baratito?

—El mismo. Pues bien..., ¡se ha casado!

—¡Valiente carcamal se lleva la que haya cargado con él!

—Pero lo estupendo es su manera de casarse. Entérate y ve tomando notas. Ya sabrás que don Eloíno Rodríguez de Alburquerque y Álvarez de Castro, a pesar de sus apellidos, apenas si tiene sobre qué caerse muerto ni más que su sueldo de Hacienda, y que está, además, completamente averiado de salud.

—Tal vida ha llevado.


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Don Catalino, Hombre Sabio

Miguel de Unamuno


Cuento


Fui a ver a don Catalino. Recordarán ustedes que don Catalino es todo un sabio; esto es, un tonto. Tan sabio, que no ha sabido nunca divertirse, y no más que por incapacidad de ello. Lo que no quiere decir que don Catalino no se ría: don Catalino se ríe y a mandíbula batiente, pero hay que ver de qué cosas se ríe don Catalino. ¡La risa de don Catalino es digna de un héroe de una novela de Julio Verne! Y no digo yo que don Catalino no le encuentre divertido y hasta jocoso, amén de instructivo, ¡por supuesto!, al tal Julio Verne, delicia de cuando teníamos trece años. Don Catalino es, como ven ustedes, un niño grande, pero sabio, esto es, tonto.

Don Catalino cree, naturalmente, en la superioridad de la filosofía sobre la poesía, sin habérsele ocurrido la duda —don Catalino no duda sino profesionalmente, por método— de si la filosofía no será más que la poesía echada a perder, y cree en la superioridad de la ciencia sobre el arte. De las artes prefiere la música, pero es porque dice que es una rama de la acústica, y que la armonía, el contrapunto y la orquestación tienen una base matemática. Inútil decir que don Catalino estima que el juego del ajedrez es el más noble de los juegos, porque desarrolla altas funciones intelectuales. También le gusta el billar, por los problemas de mecánica que en él se ofrecen.

Un amigo mío, y suyo, dice que don Catalino es anestético y anestésico. Pero anestésicos son casi todos los sabios. Al cuarto de hora de estar uno hablando con ellos se queda como acorchado y en disposición de que le arranquen, sin dolor alguno, el corazón.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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