El pobre primo había pasado una noche horrorosa; se encontraba mal,
muy mal, no tenía con qué responder a ciertas cuentecillas; es decir,
como tener, sí, tenía; pero repartido entre deudores.
El pobre cordero se armó de valor, se encasquetó el sombrero, soltó un terno y salió a por lo suyo.
Iba componiendo la tremenda filípica que endilgaría a cada deudor,
cuando vio a lo lejos a uno de los más mansos. Lo mismo que el viento al
humo, esta visión disipó sus ímpetus, hizo latir su corazón, le puso
rojo y le desvió por una calleja murmurando: «Pero, señor, ¿por qué soy
así?».
Entonces se acordó de sus hijos y de su esposa venerable, de sus
menos cien duros derramados, y lleno de valor subió a casa de otro de
sus deudores. Subía despacito, contando las escaleras, en cada tramo las
palpitaciones le obligaban a descansar, miró tres o cuatro veces al
reloj, llegó a la puerta, oyó pasos hacia adentro, y sin llamar, pálido,
bajó la escalera más que de prisa.
Iba midiendo el santo suelo, y diciéndose: «Nada, está visto, yo soy
así», cuando le heló una voz que decía a sus espaldas: «¡Hola, José!».
El más manso de sus deudores le alargaba la mano vacía, que José
estrechó enternecido de vergüenza. Hablaron de mil cosas indiferentes,
de la plenitud de los tiempos y de la proximidad del cataclismo, habló
el manso de aquella dichosa letra, que siempre que él topaba a José
estaba ella por llegar, preguntó al primo si por casualidad llevaba
encima cinco duros, contestó éste que por providencia no los tenía a
mano, se la alargó el otro vacía y le despidió diciéndole:
—De lo otro no me olvido.
—¡Que no se olvida! ¡Habrase visto!
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