(Narraciones siderianas)
—¡Un caballero no debe, no puede tolerar tal ultraje!
Al oír lo de caballero, Anastasio inclinó la cabeza sobre el pecho
para olfatear la rosa que llevaba en el ojal de la solapa y dijo
sonriendo:
—Yo aplastaré a ese reptil... ¡Mozo!
Para pagar a éste sacó del bolsillo un duro y con él dos piezas de
oro que llevaba como fondo permanente e intangible; dio aquél al mozo y
sin esperar a la vuelta, tan distraído creía se debía estar en su caso,
salió del Arca.
El Arca era el nombre caprichoso, abracadabrante, según uno de sus
socios, que en Sideria se daba al casino a que acudía el cogollito de la
elegancia, los hombres de mundo y de alta sociedad, los calificados por
el chroniqueur modernista y bulevardizante de El Correo Sideriense de
gentlemens, sportsmens, clubmens, bonvivants, blasés, comme il faut,
struggle-for-lifeurs y otro sinfín de terminachos por el estilo; es
decir, los caballeros más honorables de la ciudad ducal.
Uno de ellos había importado de Alemania, donde residió año y medio,
el nombre de filisteos, que los socios aplicaban a todos los ramplones
burgueses de la ciudad.
Los envidiosos, y los pedantes, y los doctrinos sostenían que en el
Arca se reunían los espíritus más pedestres de la ciudad, empeñados en
sacarse del abismo de su ramplonería como el barón de Münchhausen del
pozo en que cayó, tirándose de las orejas hacia arriba, y no faltaba
mala lengua que clasificaba a los alegres compadres en memos y bandidos
sin disfrazar, memos disfrazados de bandidos y bandidos disfrazados de
memos.
Pero dejando estos ladridos de los impotentes a la luna, volvamos a
Anastasio, el cual, al salir a la calle hizo como si reflexionara un
momento delante del coche, y acabó diciéndose: «No, en esta ocasión no
pega el coche. ¡A pie, a pie!».
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