Textos más descargados de Miguel de Unamuno publicados por Edu Robsy publicados el 25 de octubre de 2020 | pág. 5

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autor: Miguel de Unamuno editor: Edu Robsy fecha: 25-10-2020


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El Poema Vivo del Amor

Miguel de Unamuno


Cuento


Un atardecer de primavera vi en el campo a un ciego conducido por una doncella que difundía en torno de sí nimbo de reposo. Era la frente de la moza trasunto del cielo limpio de nubes; de sus ojos fluía, como de manantial, una mirada sedante, que al diluirse en las formas del contorno las bañaba en preñado sosiego; su paso domeñaba a la tierra acariciándola, y el aire consonaba con el compás de su respiración, tranquila y profunda. Parecía aspirar a ella todo el ambiente campesino, de ella a la par tomando avivador refresco. Marchaba a la vera de los trigales verdes, salpicados de encendidas amapolas, que se doblaban al vientecillo, bajo el sol incubador de la mies, aún no granada. En acorde con las cadencias de la marcha de la joven palpitaba, al pulsarlo la brisa, el follaje tierno de los viejos álamos, recién vestidos de hoja, aún en escarolado capullo e impregnados en la lumbre derretida del crepúsculo.

Apagose de súbito su marcha a la vista de un valle rebosante de quietud. Posó sobre él la doncella su mirada, una mirada verdaderamente melodiosa, y depurado entonces el pobre terruño de su grosera materialidad al espejarse en las pupilas de la moza, replegábase desde ellas a sí mismo, convertido en ensueño del virginal candor de su inocente contempladora. Humanizaba al campo al contemplarlo ella, más bien que mujer, campestre naturaleza encarnada en femenino cuerpo virginal.

Cuando se hubo empapado en la visión serena, indignose al ciego, e inspirada de filial afecto, con un beso silencioso le trasfundió el alma del paisaje.

—¡Qué hermoso! ¡Qué hermoso! —exclamó el padre entonces, vertiendo en una lágrima la dicha de sus muertos ojos. Y se volvió a besar los de su hija, en que perhinchía inconsciente piedad.

Reanudaron su camino, henchido el ciego de luz íntima, de calma su lazarilla.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Padrino Antonio

Miguel de Unamuno


Cuento


¿Qué drama íntimo de amor había vivido Antonio en su mocedad? No aludía a ello nunca aquel cincuentón casamentero que, mientras aconsejaba a los muchachos y muchachas que se casaran, repetía que él, por su parte, no había sido hecho por Dios para casado. «Nací demasiado tarde», era su explicación a su estado. Sólo un par de veces le oyeron decir, para mayor esclarecimiento: «Si hubiese nacido diez años antes...». «Tendría usted ahora sesenta», le replicó uno, y él: «¡Ah, sí, pero... los tendría!».

En cambio, teorizando se clareaba más, como sucede. «La materia trágica, la tragedia real, dolida, sale de las entrañas del tiempo —decía-, es el tiempo mismo. El tiempo es lo trágico. Pero lo eternizamos por el arte, destruimos el tiempo y tenemos la tragedia contemplada y gozada. Si cupiera repetir aquel dolor, aquel mismo y no otro, aquel dolor de aquel minuto y repetirlo a voluntad, haríase el más puro placer. El tiempo que pasa y no vuelve es la tragedia. ¡Toda la tragedia dolida es llegar o antes o después del momento del sino!».

—Las grandes tragedias de amor —decía otra vez— ocurren cuando coincidiendo el lugar y el tiempo alguna otra piedra de escándalo se interpone entre los amantes. Dios hizo nacer a Romeo y Julieta, a Diego e Isabel, a Pablo y Francisca, uno para otra, siendo así que de ordinario aquéllos que se completan mueren sin haberse conocido o por tiempo o por espacio; pero los hombres interpusieron entre ellos sus diabólicas invenciones.

—¿Y cuando los dos que se completan —le dijeron— nacen a tiempo y en lugar de coincidir y se conocen y se aman y se unen sin obstáculos?


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Lego Juan

Miguel de Unamuno


Cuento


Eran tan extrañas las penitencias que se contaban de aquel pobre lego, y tan penetrantes las palabras de mansedumbre que dirigía al pueblo cuando iba mendigando de puerta en puerta, que ardíamos en deseos de conocer algo de su vida pasada, sobre la que corrían mil consejas entre las comadres.

«No hay que irritar al colérico —repetía cuando, con frecuencia, se metía a apaciguar riñas-, no hay que irritarlo... Cuando el prójimo se encolerice contra nosotros, huir, huir, correr al templo y pedir a Dios por él».

Por fin llegamos a conocer lo sustancial de su vida.

El lego aquel había ansiado, desde muy niño, conquistar la gloria con una vida de austeridades y aun de martirio; mas azares de la suerte le llevaron a servir a un señor, de quien su padre había recibido sustanciosas mercedes. Era el tal señor, su amo, hombre de vida algo relajada, despreciador de toda piedad, y de natural colérico y fácilmente irritable, si bien le creyó siempre, su criado, dotado de buen fondo; y sin cesar pidió a Dios que le convirtiese. Apreciaba el señor, por su parte, la lealtad y diligente obediencia de su criado; pero irritándole la que llamaba su estúpida gazmoñería y sin poder resistir aquella inalterable mansedumbre, que le hería como un silencioso reproche.

—¿A que vienes de comerte los santos, Juan? Pero, hombre, ¿por qué has de ser tan bolonio?...

Juan bajaba los ojos, poniéndose a rezar por su amo, mientras se decía muy por lo bajito: «¡Vaya todo por ti, Señor, todo lo sufro por ti..., llévamelo en cuenta!».

—Vamos, vamos, levanta esa vista y no te me vengas mormojeando simplezas...


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El Dios Pavor

Miguel de Unamuno


Cuento


Los mendrugos y el pucherito de limosna que Justina arrancaba a la piedad pública, los comían sus padres mascando con ellos el aire nauseabundo del covacho en que vivían. La cama estaba siempre rota y sucia, el hogar siempre apagado y sobre él la botella de aguardiente.

Madre e hija se dormían abrazadas de brazos y piernas para darse calor. Cuando les despertaba del frío el quejido de la puerta al sentir la patada del hombre, iba la mujer a abrirle. Entraba aquél, y se acostaba al lado de su mujer y su hija, que recibían en el rostro aliento de vino.

Justina se perdía por las calles, pidiendo por amor de Dios. Su fantasía, libre de la carne por la anemia, volaba bajo la capa azul con que el sol hace techo a la calle, tras de los angelitos de que le hablaban los hijos del arroyo.

En casa se distraía a menudo mirando el polvo que jugaba en el rayo del sol, hasta que su padre la volvía al mundo de un puñetazo.

Un día se le cayó el pucherito y anduvo errante antes de volver a casa. Cuando entró en ella, y su padre, que estaba acostado con fiebre, vio lo que pasaba, le dijo: «¡Ven acá, perra, perdida!», y le golpeó la cabeza contra el suelo, mientras la mujer temblaba. Desde entonces apretaba Justina el pucherito contra su corazón.

Otro día, al entrar, encontró a su madre sentada en el suelo, junto al hombre, mirándole con ojos secos y muy grandes. La cara del padre estaba blanca. Había muerto en él todo movimiento, pero sus ojos seguían a su hija. Aquella noche hizo temblar a Justina bajo el guiñapo el frío del cuerpo del hombre, frío como una culebra y con olor a vino.

A unos señores que entraron al siguiente día, el aire podrido les sacó lágrimas y se enjugaron los ojos con pañuelos que olían a flores, se taparon el aliento, les dijeron muchas cosas, muchas cosas que hacían llorar a su madre, y les dieron dinero blanco.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Canto de las Aguas Eternas

Miguel de Unamuno


Cuento


El angosto camino, tallado a pico en la desnuda roca, va serpenteando sobre el abismo. A un lado empinados tormos y peñascales, y al otro lado óyese en el fondo oscuro de la sima el rumor incesante de las aguas, a las que no se alcanza a ver con los ojos. A trechos forma el camino unos pequeños ensanches, lo preciso para contener una docena mal contada de personas; son a modo de descansaderos para los caminantes sobre la sima y bajo una tenada de ramaje. A lo lejos se destaca del cielo el castillo empinado sobre una enhiesta roca. Las nubes pasan sobre él, desgarrándose en las pingorotas de sus torreones.

Entre los romeros va Maquetas. Marcha sudoroso y apresurado, mirando no más que al camino que tiene ante los ojos y al castillo de cuando en cuando. Va cantando una vieja canción arrastrada que en la infancia aprendió de su abuela, y la canta para no oír el rumor agorero del torrente que corre invisible en el fondo de la sima.

Al llegar a uno de los reposaderos, una doncella que está en él, sentada sobre un cuadro de césped, le llama.

—Maquetas, párate un poco y ven acá. Ven acá, a descansar a mi lado, de espalda al abismo, a que hablemos un poco. No hay como la palabra compartida en amor y compañía para darnos fuerzas en este viaje. Párate un poco aquí, conmigo. Después, refrescado y restaurado, reanudarás tu marcha.

—No puedo, muchacha —le contesta Maquetas amenguando su marcha, pero sin cortarla del todo-, no puedo; el castillo está aún lejos, y tengo que llegar a él antes que el sol se ponga tras sus torreones.

—Nada perderás con detenerte un rato, hombre, porque luego reanudarás con más brío y con nuevas fuerzas tu camino. ¿No estás cansado?

—Sí que lo estoy, muchacha.

—Pues párate un poco y descansa. Aquí tienes el césped por lecho, mi regazo por almohada. ¿Qué más quieres? Vamos, párate.

Y le abrió sus brazos ofreciéndole el seno.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Abejorro

Miguel de Unamuno


Cuento


La verdad, no le creía a usted hombre de azares —le dije.

—¿Por qué? ¿Por lo del abejorro? —me preguntó.

Y a un signo afirmativo mío, añadió:

—No hay tales azares, si bien debo decirle a usted que creo que si investigáramos las últimas raíces de las supersticiones mismas que nos parecen más absurdas, aprenderíamos a no calificarlas de ligero… Figúrese usted que mis hijos, de verme a mí, adquieren mi horror al abejorro, y de mis hijos lo toman mis nietos, y va así trasmitiéndose. Se convertirá en un azar. Y, sin embargo, el tal horror tiene en mí raíces muy hondas y muy reales.

—Hombre, eso…

—No lo dude usted. Soy de los hombres que más se alimentan de su niñez; soy de los que más viven en los recuerdos de su lejana infancia. Las primeras impresiones que recibió el espíritu virgen, las más frescas, son las que forman su lecho, el rico légamo de que brotan las plantas que en el lago de nuestra alma se bañan.

—Fue mi niñez —siguió diciendo—, una niñez triste. Casi todos los días salía con mi pobre padre, herido ya de muerte entonces. Apenas lo recuerdo: su figura se me presenta a la memoria esfumada, confinante con el ensueño. Sacábame de paseo al anochecer, los dos solos, al través de los campos, y apenas recuerdo otra cosa si no es que aquellos paseos me ponían triste.

—¿Pero no recuerda usted nada de sus palabras o conversaciones?


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

De Águila a Pato

Miguel de Unamuno


Cuento


Apólogo

Hubo allá en remotos tiempos una soberbia águila, reina de las alturas. Tenía su trono sobre un inaccesible peñón, y al pie de éste su nido. Cuando al salir el sol alzaba el vuelo, desafiando con su mirada al padre de la luz, cantaban sobre ella su himno matutino las alondras, y las aves todas le rendían vasallaje. Los cuervos la seguían para aprovechar los despojos de sus presas.

Nunca se vio águila cuyo aéreo reino se extendiese más. Elevándose por mucho más arriba que la región de las nubes, apenas abarcaba con su penetrante mirada la extensión toda de sus dominios.

Cuando cuajaba la tormenta y al chocar de las nubes retumbaba el trueno al resplandor del relámpago, levantábase el águila por encima de los nubarrones paridores del rayo y dejaba bramar a la tempestad bajo sus plantas, bañándose en tanto en luz plena y libre.

Era una hermosura verla cernerse casi inmóvil en el espacio azul, con sus extendidas alas a modo de acción de dominio o gesto de supremo poder. Con un ligero movimiento, como de juego, elevábase aun más, desarrollando sin aparente esfuerzo una enorme fuerza.

Al pie del peñón en que anidaban sus aguiluchos y se entronizaba ella, extendíase un arenal sembrado acá y allá de algunas matas, y en ese arenal reinaba un león como soberano.

Más de una vez se paró el león a contemplar el vuelo majestuoso del águila, y más de una vez el águila, cerniéndose en el aire, contempló los saltos del león al caer sobre su presa. Al rugido del rey del arenal contestaba no pocas veces el grito del rey de los aéreos espacios.

Al verle saltar al león, se dijo más de una vez el águila con lástima: «¡Pobrecillo!, acaso es que intenta volar... Salta, salta, pobre rey de las arenas, a ver si te brotan alas».


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Caridad Bien Ordenada

Miguel de Unamuno


Cuento


Uníase en don Elenterio a una honda filantropía trascendental un clarísimo concepto de la función de la beneficencia en la sociedad; y así, encauzados sus sentimientos altruistas por una severa disciplina racional, ganaban en intensidad lo que en extensión parecían perder. Cuanto más ahondaba don Eleuterio, menos veía la diferencia radical entre la caridad y la justicia, como tampoco la veía entre la libertad y el orden. Guiado de estas razones, reputaba pura licencia el dar limosna a ojos ciegas al primer pordiosero con quien se tope, dándosela por mera satisfacción irracional de un sentimiento ciego.

La verdadera limosna, la que Cristo pide, no era la material donación de dinero o bienes, sino la compasión, la piedad. Y ésta la cumplía pidiendo a Dios por los necesitados todos, y ofreciendo obras de piedad en favor de ellos.

Pertenecía don Eleuterio a diversas sociedades benéficas, y poseía una regular biblioteca de obras acerca del ramo de beneficencia pública y privada, obras atestadas de instructivas tablas estadísticas. Profesaba el principio de que los pobres deben recibir en los hospicios y asilos más que medios de vida, disciplina social, y que tales institutos son un derivativo humanitario a las funestas consecuencias de la ley de Malthus, en que creía a pies juntillas.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Bonifacio

Miguel de Unamuno


Cuento


Bonifacio vivió buscándose y murió sin haberse hallado; como el barón del cuento, creía que tirándose de las orejas se sacaría del pozo.

Era un muchacho, por su desgracia, listo, empeñadísimo en ser original y parecer extravagante, hasta tal punto que dejaba de hacer lo que hacían otros por la misma razón que éstos lo hacen: porque ven hacerlo. Empeñado en distinguirse de los hombres, no conseguía dejar de serlo.

Yo no quiero hacer ningún retrato; declaro que Bonifacio es un ser fantástico que vive en el mundo inteligible del buen Kant, una especie de quinto cielo; pero la verdad es que cada vez que pienso en Bonifacio siento angustia y se me oprime el pecho.

«¿Cuál será mi aptitud?», se preguntaba Bonifacio a solas.

Escribió versos y los rompió por no hallarlos bastante originales; éstos recordaban los de tal poeta, aquéllos los de cual otro; le parecía cursi manifestarse sentimental, más cursi aún romántico (¿qué quiere decir romántico?), mucho más cursi, escéptico y soberanamente cursi, desesperado. Escribió unas coplas irónicas, llenas de desdén hacia todo lo humano y lo divino, y leyéndolas un mes más tarde las rompió, diciéndose: «¡Vaya una hipocresía!, pero si yo no soy así». Luego escribió otras tiernísimas en que hablaba del hogar, de su familia, de su rincón natal, cosa de arrancar lágrimas a un canto, y las rompió también: «Sosadas, sosadas; ¡esto es música celestial!».

¡Pobre Bonifacio! Cada mañana la luz hacía brotar de su mente un pensamiento nuevo, que moría poco más o menos a la hora en que muere el sol.

Bonifacio era muy alegre entre sus amigos; a solas se empeñaba en ser triste, se tiraba con furia de las orejas, pero ¡como si no!, siempre tranquila la superficie del pozo y él metido allí.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Batracófilos y Batracófobos

Miguel de Unamuno


Cuento


Lo más hermoso de la ciudad de Ciamaña —nombre que los eruditos locales interpretaban como contracción de Ciudad magna-, lo primero que de ella se mostraba al visitante forastero era el Casino; y lo más hermoso del Casino, el jardín; y lo más hermoso del jardín, aquel estanque de su centro, rodeado de árboles tranquilos —no los sacudían ni aun mecían los vientos-, que se miraban en las quietas aguas. Para los poetas casineros cimañenses el mayor regalo era sentarse en las tardes serenas del otoño junto al estanque, a ver en el cristal terso de su sobre haz reflejarse el follaje ya enrojecido de los árboles sobre el reflejo del azul limpidísimo del cielo. Sólo por gozar de tal delicia valía vivir en Ciamaña.

No había más que una cosa que perturbara tan apacible manera de vivir. Eran los mosquitos, que en el estío y aun en la otoñada molestaban a los socios del Casino de Ciamaña. El gabinete de lectura tenía que mantenerse cerrado durante esa época del año. Los que iban al delicioso jardín tenían que irse provistos de un abanico, y no para darse aire, sino para espantar mosquitos. Hubo quien propuso que en el gabinete de lectura se proveyese a cada pupitre con un mosquitero, y que así los lectores leyesen dentro de una especie de jaula de tul. Hasta que llegó uno con el remedio, y fue que se poblase el estanque de ranas.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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