Prefacio. La vieja casa parroquial
LA VIEJA CASA PARROQUIAL
EL AUTOR FAMILIARIZA AL LECTOR CON SU MORADA
Entre dos altas jambas
de piedra toscamente tallada (el portón había caído de los goznes en
tiempos ignotos) mirábamos la fachada gris de la antigua casa
parroquial, que remataba la perspectiva de una avenida de fresnos. Hacía
un año ya que el cortejo fúnebre del venerable párroco, su último
habitante, había salido por allí camino al cementerio del pueblo. Tanto
el sendero de carros que llevaba a la puerta como todo el ancho de la
avenida estaban casi cubiertos de hierba, oferta de suculentos bocados
para dos o tres vacas errantes y para un viejo caballo blanco que
recolectaba su ración a lo largo de la vereda. Las sombras reverberantes
que dormitaban entre la puerta de la casa y el camino público eran una
especie de medio espiritual, visto a través del cual el edificio no
parecía pertenecer del todo al mundo de la materia. Sin duda poco tenía
en común con esas viviendas corrientes que se alzan junto al camino con
tal inmediatez que el paseante puede, por así decir, meter la cabeza en
el círculo doméstico. Desde aquellas ventanas tranquilas, las siluetas
de los paseantes eran demasiado tenues y remotas para perturbar la
privacidad. En su casi retiro y en su intimidad accesible, era el lugar
ideal para la residencia de un clérigo; un hombre no apartado de la vida
humana, pero envuelto, en medio de ella, en un velo tejido con hilos de
sombra y de claridad. Dignamente habría podido ser una de esas casas
parroquiales de Inglaterra honradas por el tiempo, en las cuales, a lo
largo de muchas generaciones, una sucesión de santos ocupantes pasan de
la juventud a la vejez y se transmiten uno a otro tal legado de santidad
que impregna la casa y la puebla como una atmósfera.
Información texto 'Musgos de una Vieja Casa Parroquial'