A fines del siglo XIX eran inquilinos de una misma casa en Madrid dos jóvenes de veinte años: Pedro y Fortunato.
Vivía aquel en la buhardilla, sin más bienes de fortuna que el oficio
 de sastre, y este en el cuarto principal, disfrutando de una renta de 
cuarenta mil pesetas anuales que le legó un tío suyo; pero solo en 
usufructo, en títulos del cuatro por ciento interior perpetuo, o sea un 
capital nominal de un millón de pesetas.
La necesidad, eterno acicate del pobre, el temor de los azares y 
contingencia de lo porvenir y la propia satisfacción de la recompensa, 
eran poderosa parte para que Pedro, sin desfallecer un punto no se lo 
diese de reposo en su honrado oficio: mientras que Fortunato, sin el 
apremio de la lucha por la existencia, seguro de su renta, con ciega fe 
en la solvencia del Estado, ajeno a toda inquietud y zozobra, se 
entregaba a los frívolos placeres de una vida regalada y elegante, 
mirando con menosprecio al trabajo en sus múltiples manifestaciones.
* * *
Y pasaron cinco años y no estalló ninguna revolución, ni siquiera
 un pronunciamiento; las cosechas fueron abundantísimas; la exportación 
adquirió considerable incremento, se nivelaron los cambios, la 
circulación fiduciaria quedó reducida a sus naturales límites, y por 
primera vez gozó la nación de un buen gobierno.
El 4 por 100 interior subió sobre la par, y el Estado, siguiendo el 
ejemplo de Inglaterra, Francia y otros países prósperos, ofreció a sus 
acreedores el reintegro del capital o reducir la deuda del 4 a 3 por 
100, y se llevó a cabo la conversión, dentro del derecho perfecto y con 
beneplácito general.
La renta de que Fortunato disponía en usufructo, quedó reducida a 
treinta mil pesetas. Cuando todo prosperaba, él, acreedor del Estado, 
venía a menos y veíase obligado a suprimir el coche.
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