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autor: O. Henry


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La Habitación Amueblada

O. Henry


Cuento


En el bajo del West Side existe una zona de edificios de ladrillo rojo cuya población incluye un vasto sector de gente inquieta, trashumante y fugaz. La carencia de hogar hace que estos habitantes tengan multitud de hogares y se muevan de un cuarto amueblado a otro, en un incesante peregrinaje que no sólo alcanza a la morada sino también al corazón y a la mente. Cantan “Hogar, dulce hogar” en ritmo sincopado y transportan sus lares y penates en cajas de cartón; su viña se entrelaza en el sombrero de paja, y su higuera es un gomero.

Por tal motivo, es posible que las casas de ese barrio, que tuvieron infinidad de moradores, lleguen a contar asimismo con infinidad de anécdotas, en su mayoría indudablemente insulsas, pero resultaría extraño que entre tantos huéspedes vagabundos no hubiera uno o dos fantasmas.

Después de la caída del sol, cierto atardecer, un joven merodeaba entre esas ruinosas mansiones rojas y tocaba sus timbres. Al llegar a la duodécima, dejó su menesteroso bolso de mano sobre la escalinata y limpió el polvo que se había acumulado en la cinta de su sombrero y en su frente. El timbre sonó, débil y lejano, en alguna profundidad remota y hueca.

A la puerta de esta duodécima casa en la que había llamado se asomó una casera que le dejó la impresión de un gusano enfermizo y ahíto que se había comido su nuez hasta dejar vacía la cáscara, la que ahora trataba de rellenar con locatarios comestibles.

El recién llegado preguntó si había un cuarto para alquilar.

—Pase usted —respondió la casera, con una voz que parecía brotar de una garganta forrada en cuero—. Desde hace una semana tengo vacío el cuarto trasero del tercer piso. ¿Desea verlo?


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9 págs. / 16 minutos / 88 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Un Cosmopolita en un Café

O. Henry


Cuento


A medianoche, el café estaba repleto de gente. Por alguna casualidad, la mesita a la cual estaba yo sentado había escapado a la mirada de los que llegaban, y dos sillas desocupadas, colocadas al lado de ella, extendían sus brazos con mercenaria hospitalidad al influjo de los parroquianos.

En ese momento, un cosmopolita se sentó en una de ellas. Me alegré, pues sostengo la teoría de que, desde Adán, no ha existido ningún auténtico ciudadano del mundo. Oímos hablar de ellos y vemos muchas etiquetas extranjeras pegadas en sus equipajes; pero, en lugar de cosmopolitas, hallamos simples viajeros.

Invoco a la consideración de ustedes la escena: las mesas con tabla de mármol; la hilera de asientos en la pared, recubiertos de cuero; los alegres parroquianos; las damas vestidas de media etiqueta, hablando en coro, de exquisito acento, acerca del gusto, la economía, la opulencia o el arte; los garçons diligentes y amantes de las propinas; la música abasteciendo sabiamente a todos con sus incursiones sobre los compositores; la mélange de charlas y risas, y, si usted quiere, la Würzburger en los altos conos de vidrio, que se inclinan hacia sus labios como una cereza madura en su rama ante el pico de un grajo ladrón. Un escultor de Mauch Chunk me manifestó que la escena era auténticamente parisién.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Después de 20 Años

O. Henry


Cuento


El policía efectuaba su ronda por la avenida con un aspecto imponente. Esa imponencia no era exhibicionismo, sino lo habitual en él, pues los espectadores escaseaban. Aunque apenas eran las 10 de la noche, las heladas ráfagas de viento, con regusto a lluvia, habían despoblado las calles, o poco menos.

El agente probaba puertas al pasar, haciendo girar su porra con movimientos artísticos e intrincados; de vez en vez se volvía para recorrer el distrito con una mirada alerta. Con su silueta robusta y su leve contoneo, representaba dignamente a los guardianes de la paz. El vecindario era de los que se ponen en movimiento a hora temprana. Aquí y allá se veían las luces de alguna cigarrería o de un bar abierto durante toda la noche, pero la mayoría de las puertas correspondían a locales comerciales que llevaban unas cuantas horas cerrados.

Hacia la mitad de cierta cuadra, el policía aminoró súbitamente el paso. En el portal de una ferretería oscura había un hombre, apoyado contra la pared y con un cigarro sin encender en la boca. Al acercarse él, el hombre se apresuró a decirle, tranquilizador:

—No hay problema, agente. Estoy esperando a un amigo, nada más. Se trata de una cita convenida hace 20 años. A usted le parecerá extraño, ¿no? Bueno, se lo voy a explicar, para hacerle ver que no hay nada malo en esto. Hace más o menos ese tiempo, en este lugar había un restaurante, el Big Joe Brady.

—Sí, lo derribaron hace cinco años —dijo el policía.

El hombre del portal encendió un fósforo y lo acercó a su cigarro. La llama reveló un rostro pálido, de mandíbula cuadrada y ojos perspicaces, con una pequeña cicatriz blanca junto a la ceja derecha. El alfiler de corbata era un gran diamante, engarzado de un modo extraño.


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3 págs. / 6 minutos / 227 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Última Hoja

O. Henry


Cuento


En un pequeño barrio al oeste de Washington Square las calles, como locas, se han quebrado en pequeñas franjas llamadas “lugares”. Esos “lugares” forman extraños ángulos y curvas. Una calle se cruza a sí misma una o dos veces. Un pintor descubrió en esa calle una valiosa posibilidad. ¡Supongamos que un cobrador, con una cuenta por pinturas, papel y tela, al cruzar esa ruta se encuentre de pronto consigo mismo de regreso, sin que se le haya pagado a cuenta un solo centavo!

Por eso los artistas pronto empezaron a rondar por el viejo Greenwich Village, en pos de ventanas orientadas al norte y umbrales del siglo XVIII, buhardillas holandesas y alquileres bajos. Luego importaron algunos jarros de peltre y un par de platos averiados de la Sexta Avenida y se transformaron en una colonia.

Sue y Johnsy tenían su estudio en los altos de un gordo edificio de ladrillo de tres pisos. Johnsy era el apodo familiar que le daban a Joanna. Sue era de Maine; su amiga, de California. Ambas se conocieron junto a una mesa común de un delmónico de la calle ocho y descubrieron que sus gustos en materia de arte, ensalada de achicoria y moda, eran tan afines que decidieron establecer un estudio asociado.

Eso sucedió en mayo. En noviembre, un frío e invisible forastero a quien los médicos llamaban Neumonía empezó a pasearse furtivamente por la colonia, tocando a uno aquí y a otro allá con sus dedos de hielo. El devastador intruso recorrió con temerarios pasos el East Side, fulminando a veintenas de víctimas; pero su pie avanzaba con más lentitud a través del laberinto de los “lugares” más angostos y cubiertos de musgo.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Romance de un Ocupado Bolsista

O. Henry


Cuento


Pitcher, empleado de confianza en la oficina de Harvey Maxwell, bolsista, permitió que una mirada de suave interés y sorpresa visitara su semblante, generalmente exento de expresión, cuando su empleador entró con presteza, a las 9.30, acompañado por su joven estenógrafa. Con un vivaz “Buen día, Pitcher”, Maxwell se precipitó hacia su escritorio como si fuera a saltar por sobre él, y luego se hundió en la gran montaña de cartas y telegramas que lo esperaban.

La joven hacía un año que era estenógrafa de Maxwell. Era hermosa en el sentido de que decididamente no era estenográfica. Renunció a la pompa de la seductora Pompadour. No usaba cadenas ni brazaletes ni relicarios. No tenía el aire de estar a punto de aceptar una invitación a almorzar. Vestía de gris liso, pero la ropa se adaptaba a su figura con fidelidad y discreción. En su pulcro sombrero negro llevaba un ala amarillo verdosa de un guacamayo. Esa mañana, se encontraba suave y tímidamente radiante. Los ojos le brillaban en forma soñadora; tenía las mejillas como genuino durazno florecido, su expresión de alegría, teñida de reminiscencias.

Pitcher, todavía un poco curioso, advirtió una diferencia en sus maneras. En lugar de dirigirse directamente a la habitación contigua, donde estaba su escritorio, se detuvo, algo irresoluta, en la oficina exterior. En determinado momento, caminó alrededor del escritorio de Maxwell, acercándose tanto que el hombre se percató de su presencia.

La máquina sentada a ese escritorio ya no era un hombre; era un ocupado bolsista de Nueva York, movido por zumbantes ruedas y resortes desenrollados.

—Bueno, ¿qué es esto? ¿Algo? —interrogó Maxwell lacónicamente.

Las cartas abiertas yacían sobre el ocupado escritorio que parecía un banco de hielo. Su agudo ojo gris, impersonal y brusco enfocó con impaciencia la mitad del cuerpo de la muchacha.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Regalo de los Reyes Magos

O. Henry


Cuento


Un dólar y ochenta y siete centavos. Eso era todo. Y setenta centavos estaban en céntimos. Céntimos ahorrados, uno por uno, discutiendo con el almacenero y el verdulero y el carnicero hasta que las mejillas de uno se ponían rojas de vergüenza ante la silenciosa acusación de avaricia que implicaba un regateo tan obstinado. Delia los contó tres veces. Un dólar y ochenta y siete centavos. Y al día siguiente era Navidad.

Evidentemente no había nada que hacer fuera de echarse al miserable lecho y llorar. Y Delia lo hizo. Lo que conduce a la reflexión moral de que la vida se compone de sollozos, lloriqueos y sonrisas, con predominio de los lloriqueos.

Mientras la dueña de casa se va calmando, pasando de la primera a la segunda etapa, echemos una mirada a su hogar, uno de esos departamentos de ocho dólares a la semana. No era exactamente un lugar para alojar mendigos, pero ciertamente la policía lo habría descrito como tal.

Abajo, en la entrada, había un buzón al cual no llegaba carta alguna, Y un timbre eléctrico al cual no se acercaría jamás un dedo mortal. También pertenecía al departamento una tarjeta con el nombre de “Señor James Dillingham Young”.

La palabra “Dillingham” había llegado hasta allí volando en la brisa de un anterior período de prosperidad de su dueño, cuando ganaba treinta dólares semanales. Pero ahora que sus entradas habían bajado a veinte dólares, las letras de “Dillingham” se veían borrosas, como si estuvieran pensando seriamente en reducirse a una modesta y humilde “D”. Pero cuando el señor James Dillingham Young llegaba a su casa y subía a su departamento, le decían “Jim” y era cariñosamente abrazado por la señora Delia Dillingham Young, a quien hemos presentado al lector como Delia. Todo lo cual está muy bien.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Sueño

O. Henry


Cuento


La psicología vacila cuando intenta explicar las aventuras de nuestro mayor inmaterial en sus andanzas por la región del sueño, “gemelo de la muerte”. Este relato no quiere ser explicativo: se limitará a registrar el sueño de Murray. Una de las fases más enigmáticas de esa vigilia del sueño, es que acontecimientos que parecen abarcar meses o años, ocurren en minutos o instantes.

Murray aguardaba en su celda de condenado a muerte. Un foco eléctrico en el cielo raso del comedor iluminaba su mesa. En una hoja de papel blanco una hormiga corría de un lado a otro y Murray le bloqueaba el camino con un sobre. La electrocutación tendría lugar a las nueve de la noche. Murray sonrió ante la agitación del más sabio de los insectos.

En el pabellón había siete condenados a muerte. Desde que estaba ahí, tres habían sido conducidos: uno, enloquecido y peleando como un lobo en una trampa; otro, no menos loco, ofrendando al cielo una hipócrita devoción; el tercero, un cobarde, se desmayó y tuvieron que amarrarlo a una tabla. Se preguntó cómo responderían por él su corazón, sus piernas y su cara; porque ésta era su noche. Pensó que ya casi serían las nueve.

Del otro lado del corredor, en la celda de enfrente, estaba encerrado Carpani, el siciliano que había matado a su novia y a los dos agentes que fueron a arrestarlo. Muchas veces, de celda a celda, habían jugado a las damas, gritando cada uno la jugada a su contrincante invisible.

La gran voz retumbante, de indestructible calidad musical, llamó:

—Y, señor Murray, ¿cómo se siente? ¿Bien?

—Muy bien, Carpani —dijo Murray serenamente, dejando que la hormiga se posara en el sobre y depositándola con suavidad en el piso de piedra.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Mientras el Auto Espera

O. Henry


Cuento


A principios de primavera la joven vestida de gris volvió, como de costumbre, al quieto rincón del pequeño y silencioso parque. Se sentó sobre un banco y comenzó a leer un libro, porque faltaba media hora para lo que ella sabía.

Repitámoslo: vestía de gris. Y tan sencillo que así lograba ocultar su impecabilidad de estilo y corte. Un amplio velo semiocultaba su sombrero en forma de turbante, y su rostro, que irradiaba una serena y no buscada belleza. Había ido allí los dos días anteriores, y había una persona que no lo ignoraba.

El joven que no lo ignoraba se acercaba allí ofreciendo mentales sacrificios en el ara de la suerte. Y su piedad fue recompensada porque, al volver la mujer una página, el libro se le deslizó de las manos y cayó al suelo, a un paso de distancia del banco.

El hombre lo recogió con instantánea avidez y lo devolvió a su propietaria con galantería y esperanza. Con placentera voz, aventuró un comentario sobre el tiempo —ese manido tema que ha causado tantas infelicidades en este mundo— y luego permaneció inmóvil un momento, esperando su destino.

La muchacha lo miró despaciosamente. En el vestido corriente de aquel hombre y en sus facciones no se distinguía nada de extraordinario.

—Puede sentarse si gusta —dijo con lenta y llena voz de contralto—. Por mi parte no me molesta. Hace muy poca claridad para seguir leyendo y preferiría un rato de charla.

El vasallo de la suerte se sentó al lado de la mujer, muy satisfecho. Y habló en seguida, empleando la fórmula que los conquistadores de parque eligen para sus parlamentos.

—¿Sabe que es usted la mujer más asombrosamente hermosa que he conocido? Me fijé en usted ayer. ¿No hay nadie, nena mía, que viva deslumbrado por esos dos faros que tiene usted en la cara?

La muchacha habló con tono glacial:


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Por Correo

O. Henry


Cuento


No era ni la estación ni la hora en que el parque se hallaba frecuentado; era muy posible que la joven que estaba sentada en uno de los bancos, al lado del camino, hubiera obedecido simplemente a un súbito impulso de sentarse un rato y gozar de antemano la llegada de la primavera.

Descansaba allí, pensativa y quieta. Cierta melancolía, que rozaba su semblante, debía ser de fecha reciente, pues aun no había alterado los finos y juveniles contornos de sus mejillas, ni dominado el arco picaresco, aunque resoluto, de sus labios.

Cerca de donde estaba sentada, apareció un joven que avanzó por el camino. Detrás de él marchaba un muchacho llevando una valija. Al ver a la joven, el rostro del hombre enrojeció, palideciendo luego. Mientras se acercaba, observó la cara de la muchacha con la ansiedad y la esperanza mezcladas en su expresión. Pasó a pocos metros, mas ella no dio muestra alguna de percatarse de su presencia o enterarse de su existencia.

A unos cuarenta y cinco metros, se detuvo de súbito y se sentó en un banco, a un costado. El muchacho dejó la valija y le clavó la mirada con sorprendidos, astutos ojos. El joven sacó el pañuelo y se secó la frente. Era un buen pañuelo, una frente bien formada y su dueño tenía un excelente aspecto. Luego, le dijo al muchacho:


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Un Sacrificio por Amor

O. Henry


Cuento


Cuando uno ama su propio arte, ningún sacrificio parece demasiado arduo.

Esa es nuestra premisa. Este cuento extraerá de ella una conclusión y, al mismo tiempo, demostrará que la premisa es incorrecta, lo cual constituirá algo nuevo en lógica y un hecho en la narración de cuentos, más viejo que la gran muralla de China.

Joe Larrabee surgió de las llanuras de robles del medio oeste, palpitando con el genio del arte pictórico. A los seis años dibujó un cuadro representando la bomba de la ciudad, por el lado de la cual pasaba aprisa un ciudadano prominente. Este esfuerzo pictórico fue colocado en un marco y colgado en el escaparate del bar, al lado de una fila irregular de botellas de whisky. A los veinte años, partió para Nueva York con una corbata de moño suelto, y un capital algo más ajustado.

Delia Caruthers hacía cosas en seis octavas tan promisorias en una aldea de pinos del sur, que sus parientes guardaron mucho en su barato sombrero para que ella fuese al “norte” y “terminara”. No podían ver su t…, pero ésa es nuestra historia.

Joe y Delia se conocieron en un atelier donde se había reunido un grupo de estudiantes de arte y música, para discutir el claroscuro, Wagner, música, las obras de Rembrandt, cuadros, Waldenteufel, papel de pared, Chopin y Oolong.

Delia y Joe se enamoraron uno del otro o mutuamente, como a usted le agrade, y, en breve lapso, casaron…, pues (véase más arriba) cuando uno ama su propio arte ningún sacrificio parece demasiado arduo.

El señor y la señora Larrabee comenzaron a mantener un departamento. Era un departamento triste como el mantenido en la primera octava del piano. Pero ellos se sentían felices, pues tenían su Arte y se sonreían mutuamente. Yo daría un consejo a los jóvenes ricos: vendan todas sus posesiones y denlas al portero de su casa, por el privilegio de contar con un departamento en el que habiten su arte y su Delia.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

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