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autor: Oscar Wilde etiqueta: Cuento


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El Príncipe Feliz

Oscar Wilde


Cuento


En la parte más alta de la ciudad, sobre una columnita, se alzaba la estatua del Príncipe Feliz.

Estaba toda revestida de madreselva de oro fino. Tenía, a guisa de ojos, dos centelleantes zafiros y un gran rubí rojo ardía en el puño de su espada.

Por todo lo cual era muy admirada.

—Es tan hermoso como una veleta —observó uno de los miembros del Concejo que deseaba granjearse una reputación de conocedor en el arte—. Ahora, que no es tan útil —añadió, temiendo que le tomaran por un hombre poco práctico.

Y realmente no lo era.

—¿Por qué no eres como el Príncipe Feliz? —preguntaba una madre cariñosa a su hijito, que pedía la luna—. El Príncipe Feliz no hubiera pensado nunca en pedir nada a voz en grito.

—Me hace dichoso ver que hay en el mundo alguien que es completamente feliz —murmuraba un hombre fracasado, contemplando la estatua maravillosa.

—Verdaderamente parece un ángel —decían los niños hospicianos al salir de la catedral, vestidos con sus soberbias capas escarlatas y sus bonitas chaquetas blancas.

—¿En qué lo conocéis —replicaba el profesor de matemáticas— si no habéis visto uno nunca?

—¡Oh! Los hemos visto en sueños —respondieron los niños.

Y el profesor de matemáticas fruncía las cejas, adoptando un severo aspecto, porque no podía aprobar que unos niños se permitiesen soñar.

Una noche voló una golondrinita sin descanso hacia la ciudad.

Seis semanas antes habían partido sus amigas para Egipto; pero ella se quedó atrás.

Estaba enamorada del más hermoso de los juncos. Lo encontró al comienzo de la primavera, cuando volaba sobre el río persiguiendo a una gran mariposa amarilla, y su talle esbelto la atrajo de tal modo, que se detuvo para hablarle.

—¿Quieres que te ame? —dijo la Golondrina, que no se andaba nunca con rodeos.

Y el Junco le hizo un profundo saludo.


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Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Ruiseñor y la Rosa

Oscar Wilde


Cuento


—Dijo que bailaría conmigo si le llevaba una rosa roja —se lamentaba el joven estudiante—, pero no hay una sola rosa roja en todo mi jardín. Desde su nido de la encina, oyóle el ruiseñor. Miró por entre las hojas asombrado.

—¡No hay ni una rosa roja en todo mi jardín! —gritaba el estudiante.

Y sus bellos ojos se llenaron de llanto.

—¡Ah, de qué cosa más insignificante depende la felicidad! He leído cuanto han escrito los sabios; poseo todos los secretos de la filosofía y encuentro mi vida destrozada por carecer de una rosa roja.

—He aquí, por fin, el verdadero enamorado —dijo el ruiseñor—. Le he cantado todas las noches, aún sin conocerlo; todas las noches les cuento su historia a las estrellas, y ahora lo veo. Su cabellera es oscura como la flor del jacinto y sus labios rojos como la rosa que desea; pero la pasión lo ha puesto pálido como el marfil y el dolor ha sellado su frente.

—El príncipe da un baile mañana por la noche —murmuraba el joven estudiante—, y mi amada asistirá a la fiesta. Si le llevo una rosa roja, bailará conmigo hasta el amanecer. Si le llevo una rosa roja, la tendré en mis brazos, reclinará su cabeza sobre mi hombro y su mano estrechará la mía. Pero no hay rosas rojas en mi jardín. Por lo tanto, tendré que estar solo y no me hará ningún caso. No se fijará en mí para nada y se destrozará mi corazón.

—He aquí el verdadero enamorado —dijo el ruiseñor—. Sufre todo lo que yo canto: todo lo que es alegría para mí es pena para él. Realmente el amor es algo maravilloso: es más bello que las esmeraldas y más raro que los finos ópalos. Perlas y rubíes no pueden pagarlo porque no se halla expuesto en el mercado. No puede uno comprarlo al vendedor ni ponerlo en una balanza para adquirirlo a peso de oro.


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7 págs. / 12 minutos / 3.330 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Ego Te Absolvo

Oscar Wilde


Cuento


I

Bajo sus boinas azules, ennegrecidas por la pólvora y manchadas por el polvo de los caminos, los soldados de Miralles tienen caras de bandidos, con su piel color hollín y sus barbas y cabelleras descuidadas. Desde hace cinco largas semanas se arrastran por las carreteras, sin casi dormir, sin casi descansar, tiroteando en cualquier momento con una rabia creciente.

¿No acabarán con aquellos bandidos liberales? Don Carlos habíales prometido, sin embargo, que después de las fatigas de Estella, España seria suya.

Todos ellos tienen sed de venganza y de sangre, y la alegría de verterla es la que les mantiene en pie, por muy cansados y rendidos que se encuentren.

Vascos, navarros, catalanes, hijos de desterrados que murieron de hambre y de miseria en tierras extranjeras, sienten rabia de fieras contra aquellos soldados que les disputan el camino de la meseta de Castilla, la vía de los palacios en los que han jurado establecer al legítimo rey para repartirse, sobre las gradas del trono restaurado, los cargos del reino y las riquezas de los vencidos.

Entre estos montañeses y los hombres de los partidos nuevos no median únicamente rencores políticos: existen, sobre todo, y antes que nada, viejas cuentas de asesinatos impunes, saqueos sin indemnizar, incendios sin revancha.

Por eso, cuando un soldado de Concha cae entre sus manos, ¡infeliz de él!, paga por los demás, por los que se escurren.

—Hermano, hay que morir —le dicen, apoyándole contra una roca.

El hombre inicia el signo de la cruz, y no bien desciende su mano en un amén más lento, los fusiles, alineados a diez pasos de su pecho, vomitan la muerte.

La víctima se desploma como un guiñapo y no se vuelve a hablar de la cosa.

Los buitres de los Pirineos hacen lo demás.


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3 págs. / 5 minutos / 363 visitas.

Publicado el 21 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Artista

Oscar Wilde


Cuento


Una tarde le vino al alma el deseo de dar forma a una imagen del Placer que se posa un instante. Y se fue por el mundo a buscar bronce, pues sólo en bronce podía concebir su obra.

Pero había desaparecido el bronce del mundo entero; en parte alguna del mundo entero podía encontrarse bronce, salvo el bronce sólo de la imagen del "Dolor que dura para siempre".

Era él quien había forjado esta imagen con sus propias manos, y la había puesto sobre la tumba de lo único que había amado en la vida. Sobre la tumba de lo que más había amado en la vida y había muerto había puesto esta imagen hechura suya, como prenda y señal del amor humano que no muere nunca, y como símbolo del dolor humano que dura para siempre. Y en el mundo entero no había más bronce que esta imagen.

Y tomó la imagen que había forjado y la puso en un gran horno y se la entregó al fuego.

Y con el bronce de la imagen del Dolor que dura para siempre esculpió una imagen del Placer que se posa un instante.


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Publicado el 21 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Cumpleaños de la Infanta

Oscar Wilde


Cuento


Era aquel día el cumpleaños de la infanta. Cumplía los doce años, y el sol brillaba con esplendor en los jardines del palacio.

Aunque realmente era princesa y era la infanta de España, sólo tenía un cumpleaños cada año, exactamente como los hijos de la gente muy pobre; así, era cosa de grande importancia para todo el país que la infanta tuviera un gran día en tales ocasiones. Y aquel día era magnífico en verdad.Los altos y rayados tulipanes se erguían sobre los tallos, como en largo desfile militar, y miraban, retadores, a las rosas, diciéndoles: «Somos tan espléndidos como vosotras.» Las mariposas purpúreas revoloteaban, llenas de polvo de oro las alas, visitando a las flores una por una; los lagartos salían de entre las grietas del muro y se calentaban al sol; las granadas se cuarteaban y entreabrían con el calor, y se veía sangrante su corazón rojo. Hasta los pálidos lines amarillos, que colgaban en profusión de las carcomidas espalderas, y a lo largo de las arcadas oscuras, parecían haber robado mayor viveza de color a la maravillosa luz solar, y las magnolias abrían sus grandes flores, semejantes a globos de marfil, y llenaban el aire de dulce aroma enervante.


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Publicado el 21 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Famoso Cohete

Oscar Wilde


Cuento


El hijo del rey estaba en vísperas de casarse. Con este motivo el regocijo era general. Estuvo esperando un año entero a su prometida, y al fin llegó ésta.

Era una princesa rusa que había hecho el viaje desde Finlandia en un trineo tirado por seis renos, que tenía la forma de un gran cisne de oro; la princesita iba acostada entre las alas del cisne. Su largo manto de armiño caía recto sobre sus pies. Llevaba en la cabeza un gorrito de tisú de plata y era pálida como el palacio de nieve en que había vivido siempre. Era tan pálida que al pasar por las calles quedábanse admiradas las gentes.

—Parece una rosa blanca —decían. Y le echaban flores desde los balcones.

A la puerta del castillo estaba el príncipe para recibirla. Tenía unos ojos violeta y soñadores y sus cabellos eran como oro fino. Al verla hincó una rodilla en tierra y besó su mano.

—Su retrato era bello —murmuró—, pero usted es más bella que su retrato —y la princesita se ruborizó.

—Hace un momento parecía una rosa blanca —dijo un pajecillo a su vecino—, pero ahora parece una rosa roja.

Y toda la Corte se quedó extasiada.

Durante los tres días siguientes todo el mundo no cesó de repetir:

—¡Rosa blanca, rosa roja! ¡Rosa roja, rosa blanca!

Y el rey ordenó que diesen doble paga al paje.

Como él no percibía paga alguna, su posición no mejoró mucho por eso; pero todos lo consideraron como un gran honor y el real decreto fue publicado con todo requisito en la Gaceta de la Corte.


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13 págs. / 23 minutos / 923 visitas.

Publicado el 21 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Gigante Egoísta

Oscar Wilde


Cuento


Todas las tardes, a la salida de la escuela, los niños se habían acostumbrado a ir a jugar al jardín del gigante. Era un jardín grande y hermoso, cubierto de verde y suave césped. Dispersas sobre la hierba brillaban bellas flores como estrellas, y había una docena de melocotones que, en primavera, se cubrían de delicados capullos rosados, y en otoño daban sabroso fruto.

Los pájaros se posaban en los árboles y cantaban tan deliciosamente que los niños interrumpían sus juegos para escucharlos.

—¡Qué felices somos aquí!— se gritaban unos a otros.

Un día el gigante regresó. Había ido a visitar a su amigo, el ogro de Cornualles, y permaneció con él durante siete años. Transcurridos los siete años, había dicho todo lo que tenía que decir, pues su conversación era limitada, y decidió volver a su castillo. Al llegar vio a los niños jugando en el jardín.

—¿Qué estáis haciendo aquí?— les gritó con voz agria. Y los niños salieron corriendo.

—Mi jardín es mi jardín— dijo el gigante. —Ya es hora de que lo entendáis, y no voy a permitir que nadie mas que yo juegue en él.

Entonces construyó un alto muro alrededor y puso este cartel:


Prohibida la entrada.
Los transgresores serán
procesados judicialmente.
 

Era un gigante muy egoísta.

Los pobres niños no tenían ahora donde jugar.

Trataron de hacerlo en la carretera, pero la carretera estaba llena de polvo y agudas piedras, y no les gustó.

Se acostumbraron a vagar, una vez terminadas sus lecciones, alrededor del alto muro, para hablar del hermoso jardín que había al otro lado.

—¡Que felices éramos allí!— se decían unos a otros.

Entonces llegó la primavera y todo el país se llenó de capullos y pajaritos. Solo en el jardín del gigante egoísta continuaba el invierno.


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Publicado el 21 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Pescador y su Alma

Oscar Wilde


Cuento


Todas las tardes el joven Pescador se internaba en el mar, y arrojaba sus redes al agua.

Cuando el viento soplaba desde tierra, no lograba pescar nada, porque era un viento malévolo de alas negras, y las olas se levantaban empinándose a su encuentro. Pero en cambio, cuando soplaba el viento en dirección a la costa, los peces subían desde las verdes honduras y se metían nadando entre las mallas de la red y el joven Pescador los llevaba al mercado para venderlos.

Todas las tardes el joven Pescador se internaba en el mar. Un día, al recoger su red, la sintió tan pesada que no podía izarla hasta la barca. Riendo, se dijo:

—O bien he atrapado todos los peces del mar, o bien es algún monstruo torpe que asombrará a los hombres, o acaso será algo espantoso que la gran Reina tendrá deseos de contemplar.

Haciendo uso de todas sus fuerzas fue izando la red, hasta que se le marcaron en relieve las venas de los brazos. Poco a poco fue cerrando el círculo de corchos, hasta que, por fin, apareció la red a flor de agua.

Sin embargo no había cogido pez alguno, ni monstruo, ni nada pavoroso; sólo una sirenita que estaba profundamente dormida.

Su cabellera parecía vellón de oro, y cada cabello era como una hebra de oro fino en una copa de cristal. Su cuerpo era del color del marfil, y su cola era de plata y nácar. De plata y nácar era su cola y las verdes hierbas del mar se enredaban sobre ella; y como conchas marinas eran sus orejas, y sus labios eran como el coral. Las olas frías se estrellaban sobre sus fríos senos, y la sal le resplandecía en los párpados bajos.


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Publicado el 21 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Una Casa de Granadas

Oscar Wilde


Cuento


El Joven Rey

Aquella noche, la víspera del día fijado para su coronación, el joven rey se hallaba solo, sentado en su espléndida cámara. Sus cortesanos se habían despedido todos, inclinando la cabeza hasta el suelo, según los usos ceremoniosos de la época, y se habían retirado al Gran Salón del Palacio para recibir las últimas lecciones del profesor de etiqueta, pues aún había entre ellos algunos que tenían modales rústicos, lo cual, apenas necesito decirlo, es gravísima falta en cortesanos. El adolescente —todavía lo era, apenas tenía dieciséis años— no lamentaba que se hubieran ido, y se había echado, con un gran suspiro de alivio, sobre los suaves cojines de su canapé bordado, quedándose allí, con los ojos distraídos y la boca abierta, como uno de los pardos faunos de la pradera, o como animal de los bosques a quien acaban de atrapar los cazadores.

Y en verdad eran los cazadores quienes lo habían descubierto, cayendo sobre él punto menos que por casualidad, cuando, semidesnudo y con su flauta en la mano, seguía el rebaño del pobre cabrero que le había educado y a quien creyó siempre su padre.

Hijo de la única hija del viejo rey, casada en matrimonio secreto con un hombre muy inferior a ella en categoría (un extranjero, decían algunos, que había enamorado a la princesa con la magia sorprendente de su arte para tocar el laúd; mientras otros hablaban de un artista, de Rímini, a quien la princesa había hecho muchos honores, quizás demasiados, y que había desaparecido de la ciudad súbitamente, dejando inconclusas sus labores en la catedral), fue arrancado, cuando apenas contaba una semana de nacido, del lado de su madre, mientras dormía ella, y entregado a un campesino pobre y a su esposa, que no tenían hijos y vivían en lugar remoto del bosque, a más de un día de camino de la ciudad.


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Publicado el 18 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

El Príncipe Feliz y Otros Cuentos

Oscar Wilde


Cuento


El Príncipe Feliz

La estatua del Príncipe Feliz se alzaba sobre una alta columna, desde donde se dominaba toda la ciudad. Era dorada y estaba recubierta por finas láminas de oro; sus ojos eran dos brillantes zafiros y en el puño de la espada centelleaba un enorme rubí púrpura. El resplandor del oro y las piedras preciosas hacían que los habitantes de la ciudad admirasen al Príncipe Feliz más que a cualquier otra cosa.

—Es tan bonito como una veleta —comentaba uno de los regidores de la ciudad, a quien le interesaba ganar reputación de hombre de gustos artísticos—; claro que en realidad no es tan práctico —agregaba, porque al mismo tiempo temía que lo consideraran demasiado idealista, lo que por supuesto no era.

—¿Por qué no eres como el Príncipe Feliz —le decía una madre afligida a su pequeño hijo, que lloraba porque quería tener la luna—. El Príncipe Feliz no llora por nada.

—Mucho me consuela el ver que alguien en el mundo sea completamente feliz —murmuraba un hombre infortunado al contemplar la bella estatua.

—De verdad parece que fuese un ángel —comentaban entre ellos los niños del orfelinato al salir de la catedral, vestidos con brillantes capas rojas y albos delantalcitos.

—¿Y cómo saben qué aspecto tiene un ángel? —les refutaba el profesor de matemáticas— ¿Cuándo han visto un ángel?

—Los hemos visto, señor. ¡Claro que los hemos visto, en sueños! —le respondían los niños, y el profesor de matemáticas fruncía el ceño y adoptaba su aire más severo. Le parecía muy reprobable que los niños soñaran.


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50 págs. / 1 hora, 28 minutos / 228 visitas.

Publicado el 18 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

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