I. Méritos y servicios
Éste era un pobre muchacho, alto, flaco, amarillo, con buenos ojos 
negros, la frente despejada y las manos más hermosas del mundo, muy mal 
vestido, de altanero porte y humor inaguantable... Tenía diecinueve 
años, y llamábase Gil Gil.
Gil Gil era hijo, nieto, biznieto, chozno, y Dios sabe qué más, de 
los mejores zapateros de viejo de la corte, y al salir al mundo causó la
 muerte a su madre, Crispina López, cuyos padres, abuelos, bisabuelos y 
tatarabuelos honraron también la misma profesión.
Juan Gil, padre legal de nuestro melancólico héroe, no principió a 
amarlo desde que supo que llamaba con los talones a las puertas de la 
vida, sino meramente desde que le dijeron que había salido del claustro 
materno, por más que esta salida le dejase a él sin esposa; de donde yo 
me atrevo a inferir que el pobre maestro de obra prima y Crispina López 
fueron un modelo de matrimonios cortos, pero malos.
Tan corto fue el suyo, que no pudo serlo más, si tenemos en cuenta 
que dejó fruto de bendición... hasta cierto punto. Quiero significar con
 esto que Gil Gil era sietemesino, o, por mejor decir, que nació a los 
siete meses del casamiento de sus padres, lo cual no prueba siempre una 
misma cosa... Sin embargo, y juzgando sólo por las apariencias, Crispina
 López merecía ser más llorada de lo que la lloró su marido, pues al 
pasar a la suya desde la zapatería paterna, Lavalle en dote, amén de una
 hermosura casi excesiva y de mucha ropa de cama y de vestir, un 
riquísimo parroquiano —¡nada menos que un conde, y conde de Rionuevo!—, 
quien tuvo durante algunos meses (creemos que siete), el extraño 
capricho de calzar sus menudos y delicados pies en la tosca obra del 
buen Juan, representante el más indigno de los santos mártires Crispín y
 Crispiniano, que de Dios gozan...
Pero nada de esto tiene que ver ahora con mi cuento, llamado El amigo de la muerte.
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