Yo no sé, atenienses, la impresión que habrá hecho en vosotros el 
discurso de mis acusadores. Con respecto a mí, confieso que me he 
desconocido a mí mismo; tan persuasiva ha sido su manera de decir. Sin 
embargo, puedo asegurarlo, no han dicho una sola palabra que sea verdad.
Pero de todas sus calumnias, la que más me ha sorprendido es la 
prevención que os han hecho de que estéis muy en guardia para no ser 
seducidos por mi elocuencia. Porque el no haber temido el mentís 
vergonzoso que yo les voy a dar en este momento, haciendo ver que no soy
 elocuente, es el colmo de la impudencia, a menos que no llamen 
elocuente al que dice la verdad. Si es esto lo que pretenden, confieso 
que soy un gran orador; pero no lo soy a su manera; porque, repito, no 
han dicho ni una sola palabra verdadera, y vosotros vais a saber de mi 
boca la pura verdad, no, ¡por Júpiter!, en una arenga vestida de 
sentencias brillantes y palabras escogidas, como son los discursos de 
mis acusadores, sino en un lenguaje sencillo y espontáneo; porque 
descanso en la confianza de que digo la verdad, y ninguno de vosotros 
debe esperar otra cosa de mí. No sería propio de mi edad, venir, 
atenienses, ante vosotros como un joven que hubiese preparado un 
discurso.
Por esta razón, la única gracia, atenienses, que os pido es que 
cuando veáis que en mi defensa emplee términos y maneras comunes, los 
mismos de que me he servido cuantas veces he conversado con vosotros en 
la plaza pública, en las casas de contratación y en los demás sitios en 
que me habéis visto, no os sorprendáis, ni os irritéis contra mí; porque
 es esta la primera vez en mi vida que comparezco ante un tribunal de 
justicia, aunque cuento más de setenta años.
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