Textos más populares este mes de Rafael Barrett publicados el 13 de diciembre de 2020 | pág. 3

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autor: Rafael Barrett fecha: 13-12-2020


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La Muñeca

Rafael Barrett


Cuento


Se celebraba en el palacio de los reyes la fiesta de Navidad. Del consabido árbol, hincado en el centro de un salón, colgaban luces, cintas, golosinas deliciosas y magníficos juguetes. Todo aquello era para los pequeños príncipes y sus amiguitos cortesanos, pero Yolanda, la bella princesita, se acercó a la reina y la dijo:

—Mamá, he seguido tu consejo, y he pensado de repente en los pobres. He resuelto regalar esta muñeca a una niña sin rentas; creo oportuno que Zas Candil, nuestro fiel gentilhombre, vaya en seguida a las agencias telegráficas para que mañana se conozca mi piedad sobre el haz del mundo, desde Canadá al Japón y desde el Congo a Chile. Por otra parte, este rasgo no puede menos que contribuir a afianzar la dinastía.

La reina, justamente ufana del precoz ingenio de su hija la concedió lo que deseaba. Zas Candil se agitó con éxito. Jesús nos recomienda que cuando demos limosna no hagamos tocar la trompeta delante de nosotros, pero sería impertinente exigir tantas perfecciones a los que ya cumplen con pensar en los pobres una vez al año. ¡El año es tan corto para los que se divierten! Además, el divino maestro se refería sin duda a la verdadera caridad.

No faltaba sino regalar la muñeca. ¿A quién? Una marquesa anciana, ciega, casi sorda y paralítica, presidenta de cuanta sociedad benéfica había en el país, fue interrogada, sin resultado. Su secretaría y sobrina, hermosa joven, propuso candidato inmediatamente. Ella era activa: sabía bien dónde andaban los pobres decentes, religiosos; se consagraba en cuerpo y alma a sus honorarias tareas, que la permitían citarse sin riesgo con sus amantes.

He aquí que Yolanda, la bella princesita, se empeña en presentar su regalo en persona.

—¡Una muñeca! —refunfuña la marquesa—. Mejor sería un par de mantas.


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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

La Tempestad

Rafael Barrett


Cuento


No podía salir de casa sin pasar por la quinta, ni pasar sin entrar en el jardín cuyos cálices, siempre renovados, halagaban mi corazón. La puerta de hierro retorcido cedía confidencialmente a mi presión discreta; mis pasos hacían rechinar demasiado la arena del sendero; las anchas ventanas se abrían entre el verdor jugoso y sombrío de los árboles, y me amenazaban con sus miradas espías y burlonas; una timidez deliciosa me invadía. De pronto una risa juvenil cantaba como un pájaro raro en el aire de oro; una ondulante figura blanca, parecida a una gran flor errante, se desprendía de las flores, y mi amable destino, la señorita Luz, avanzaba hacia mí.

Luz tenía noble estatura y carne de amazona. Su cabellera ardiente la coronaba como un casco de llamas. La pureza de su alma batalladora y alegre resplandecía en sus claros ojos de un gris húmedo y sembrado de polvillo de estrellas. ¡Cuántas veces los había visto de cerca, y había navegado por aquella inocencia profunda y límpida, por aquel doble firmamento transparente que limpiaba mis pensamientos! ¡Cuántas veces había sentido mezclada a mi sangre la voluptuosidad cordial de aquellas manos finas y ágiles, cálidas y robustas, tan dulces, tan buenas! Jamás había dicho a Lux una palabra de ternura y, sin embargo, me confesaba aterrado que sus manos y sus ojos se habían apoderado de mi vida.


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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

La Puerta

Rafael Barrett


Cuento


—Sí… ¡márchate! ¡Déjame en paz!

—Alberto… ¿es posible?

Al verla tan débil, tan rubia, tan suave, un malvado deseo le hizo repetir:

—¿Qué?… ¡Que te vayas! ¡Que no vuelvas!

La arrojó del gabinete, y cerró la puerta.

Una satisfacción ácida alegraba sus venas de macho fuerte.

Había sentido bajo sus dedos, que mordían, doblarse la carne infantil y temblorosa de la mujer, y había mirado aquel cuerpecito estrecho, otras veces palpitante de caricias largas, desvanecerse lánguidamente en la sombra. Y como un eco salvaje oía aún el latigazo de su propia voz:

—¡Que te vayas! ¡Que no vuelvas!…

Pero también comenzó a oír lamentos que subían en su conciencia… ¿A ella, a su Mari, tan dulce, había él tenido valor de castigarla? ¿Y por qué? ¿Por qué, en medio de una disputa cariñosa y abandonada, le había ahogado de repente el ansia feroz de hacerla sufrir, de estrujar el corazoncito adorado? Y una gran extrañeza, una gran claridad, surgió de pronto.

No, no la amaba ya. Todo había acabado. Todo había muerto.

Se quedó contemplando la alta puerta inmóvil, y le pareció que no se abriría jamás.

Detrás de la puerta, apretándose el pecho con las manos moribundas, Mari escuchaba. Era muy de noche. Por las piedras de las calles se arrastraban los pasos de algún mendigo.


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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Sobre el Césped

Rafael Barrett


Cuento


Sobre el césped estábamos sentados, a la sombra de los altos laureles. De tiempo en tiempo una leve bocanada de aire cálido se obstinaba en desprender el suave mechón rubio que tus dedos impacientes habían contenido.

Nuestro primogénito jugaba a nuestros pies, incapaz de enderezarse sobre los suyos, carnecita redonda, sonrosada y tierna, pedazo de tu carne. ¡Oh tus gritos de espanto cuando veías entre sus dientecitos el pétalo de alguna flor misteriosa! ¡Oh tus caricias de madre joven, tus palmas donde duerme el calor de la vida, tus labios húmedos que apagan la sed!

Y mis besos, enardecidos por la voluptuosa pereza de aquella tarde de verano, apretaron a la dulce prisionera de mis deseos, y mis manos, extraviadas, temblaron entre las ligeras batistas de tu traje…

¡Y me rechazaste de pronto! Y un rubor virginal subió a tu frente.

Me señalaste nuestro hijo, cuyos grandes ojos nos seguían con su doble inocencia, y murmuraste:

—¡Nos está mirando!

—Tiene un año apenas…

—¿Y si se acuerda después?

Nos quedamos contemplando a nuestro pequeño juez, indecisos y confusos.

Pero yo te hablé en los siguientes términos:

—Amor mío, tesoro de locas delicias y de absurdos pudores, alma única, mujer de siempre, humanidad mía, no temas avergonzarte ante ese tirano querido, porque no te haré nada que no te haga él en cuanto te lo pide…

Y desabrochando tu corpiño, liberté la palpitante belleza de tu seno, y prendí mis labios en su irritada punta.

Y tú te estremeciste, y una divina malicia brilló en el fondo de tus ojos.


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Del Natural

Rafael Barrett


Cuento


En la casa de los tísicos.

Lo que mató al 4, más que la enfermedad, fue la idea. Apenas entró en el lazareto, le dió la manía de salir, convencido que de lo contrario moriría pronto.

Hablaba todavía menos que nosotros, y en el hospital no se habla mucho; pero le adivinábamos el pensamiento, como sucede donde se piensa demasiado. Las ideas fijas fluyen silenciosamente de los cráneos, y se ciernen sobre las cosas.

A pesar de que los que sufren son por lo común bastante crueles, el 4 nos inspiraba alguna lástima.

Su cama estaba enfrente de la mía. Era un muchachito de diez y seis años, rubio y blanco; parecía el hijo de un príncipe, y su andrajoso uniforme del establecimiento un disfraz inexplicable.

Tenía bucles de oro y admirables ojos azules. Estaba demacrado en extremo; andaba con el paso lento, autómata, propio de los clientes de la casa.

Sin embargo, una circunstancia extraña le distinguía de ellos: caminaba erguido.

Por excepción, su pecho no presentaba esa fúnebre concavidad de los tísicos, hecha por la muerte, que viene a sentarse allí todas las noches.

El 4 enflaquecía y se mantenía derecho; era un tallo cada vez más fino, y siempre gracioso. Sin duda su esqueleto era bonito y brillante como un juguete.

Supimos que era hijo no de un príncipe, sino de un herrero, que la madre estaba enferma y que tenía varios hermanos pequeñitos.

Le habían metido de ganga en un seminario, y se había escapado ansioso de libertad. Había regresado a Montevideo y trabajaba de tipógrafo. El polvo del plomo envenenó aquellos pulmones delicados, y ahora, preso en el «aislamiento», ¿qué le restaba?


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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Un Fallecimiento

Rafael Barrett


Cuento


Se llamaba Carlos, tenía doce años y venía corriendo de la escuela. Su padre estaba enfermo. «Cuando llegue me dirán que está bien», pensaba el niño. «Le contaré como todos los días lo que ha pasado en clase, nos reiremos y almorzaré con más hambre que nunca».

Al subir las escaleras de la casa se encontró con el médico que bajaba despacio. Era un viejo de barba blanca, que tenía la costumbre de mirar por encima de los anteojos, inclinando su calva venerable. Pero esta vez su mirada huía, y su cuerpo procuraba descender deslizándose, pegado a la pared.

—¿Cómo está papá? —preguntó Carlos.

El doctor, muy fastidiado, muy serio, movió la cabeza de un lado a otro, sin una sola palabra.

—¿Está peor?

Igual gesto.

—¿Mucho peor? —insistió el pequeño con voz temblorosa.

De repente su corazón comprendió y le hizo precipitarse a grandes saltos por la escalera arriba. Delante de la puerta había un hombre que abrió los brazos.

—¿Dónde vas? No entres.

—Quiero ver a papá.

—No, ahora no. Ya lo verás después. Lo que vamos a hacer es marcharnos. Tengo que ir a un sitio.

—Quiero ver a papá.

—¡Te digo que no!

Carlos dio un paso y se sintió cogido. Entonces, con ira desesperada embistió el obstáculo, lo volcó contra el muro, y pasó.

Amarillo, inmóvil, con el cuello doblado, los ojos caídos y un pañuelo blanco debajo de la barba, anudado sobre el cráneo, estaba su padre.

—¡Papá! —sollozó el muchacho.

La madre, sentada a la cabecera, declamó:

—Bueno es que veas de cerca nuestra horrible desgracia. Acércate y besa a tu padre.

Dos o tres personas que había allí, callaban.

Carlos se arrojó llorando sobre el lecho, y apoyó su frente en el hombro del muerto. Una secreta repugnancia le hizo no besar la carne muerta.


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Mi Zoo

Rafael Barrett


Cuento


En el verdadero campo. Un retacito de naturaleza, lo suficiente para revelar la sabiduría y la bondad de Dios. Animalitos vulgares, pero en libertad. Yo también ando suelto.

Es la hora de la siesta; arrastro mi butaca de enfermo al ancho corredor, al amparo de las madreselvas; me tiendo con delicia, y procuro no pensar en nada, lo que es muy saludable.

Un centenar de gallinas picotean y escarban sin cesar la tierra; los gallos padecen la misma voracidad incoercible; olvidan su profesional arrogancia, y hunden el pico. Esa gente no alza la cabeza sino cuando bebe; entonces miran hacia arriba con expresión religiosa.

Un tábano hambriento se me adapta a la piel; lo aplasto de una palmada, cae al suelo, y agonizante aún, se lo llevan las hormigas al tenebroso antro donde almacenan los víveres.

Los elásticos lagartos se fían de mi inmovilidad; densos, redondos, viscosos, avanzan en rápidas carreras, interrumpidas por largos momentos de espionaje petrificado.

Parece a primera vista que toman el sol; lo que hacen es cazar moscas. Las detienen al vuelo con su lengua veloz como el rayo, y sobre ellas se cierra instantáneamente la caja de las chatas mandíbulas. Es triste, en pleno siglo XX, dominar los aires y perecer entre las fauces de un reptil fangoso, anacrónico, pariente extraviado de los difuntos saurios de la época jurásica.

De pronto, un zumbar agudo me llama la atención. En el muro, cuyo revoque se ha desprendido a trechos, dejando a la intemperie el barro lleno de grietas profundas, un moscón azul, cautivo de telarañas, se agita con desesperadas convulsiones.

Los finísimos hilos grises, untados de una pérfida goma, le envuelven poco a poco, espesando su madeja infernal; y las pobres alas prisioneras vibran en un espacio cada vez más chico, lanzando un gemido cada vez más delgado y más débil.


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Smart

Rafael Barrett


Cuento


Mrs. Kirby, en su palacio de la Quinta Avenida, invitaba aquella noche a un príncipe latino, de paso por Nueva York, y a un grupo de amigos cuidadosamente seleccionados entre «los cuatrocientos».

Rodeada de su camarera Mary, de su peluquero, del primer probador de su modisto y de un ayudante, ensayaba ante los altos espejos de su gabinete los trajes que había encargado.

Prefería uno rosa, de cinco mil dollars, y uno negro, de seis mil. ¿Pero cuál de los dos? Con el rosa, cuyas volutas de nácar lucían su frescura matinal, un reflejo de adolescencia coloreaba la tez de Mrs. Kirby, aclaraba sus ojos, suavizaba sus líneas, ponía en el ángulo de sus labios sonrientes una gota de luz del rocío que ofrecieron las flores a Venus recién nacida del tibio seno de los mares…

—Mary, mis perlas, mis rubíes.

Con el traje negro, en cambio, la belleza de Mrs. Kirby recobraba toda su dura majestad. La densa cabellera se ensombrecía, las órbitas profundas se cargaban de misterio; en la boca sinuosa aparecía el arco severo de Diana, y el busto pálido surgía de la toilette como el de una estatua, al claro de luna, entre el follaje de un bosque sagrado…

—Mary, mis diamantes.

¿Qué elegir? ¿Ser ninfa o ser diosa? ¿Ser de carne o de mármol?

—Me quedo con los dos —dijo Mrs. Kirby.

Los hombres se inclinaron y se fueron, con los dedos temblorosos aún de haber ataviado al ídolo.

—Tenga preparados los diamantes y el traje negro, Mary.

Y Mrs. Kirby, vestida de rosa, acariciada por la claridad de sus rubíes y de sus perlas, bajó a recibir a sus invitados. Al cruzar el hall hizo seña a John, el viejo sirviente, y le dio algunas órdenes en voz baja.


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Baccarat

Rafael Barrett


Cuento


Había mucha gente en la gran sala de juego del casino. Conocidos en vacaciones, tipos a la moda, profesionales del bac, reinas de la season, agentes de bolsa, bookmakers, sablistas, rastas, ingleses de gorra y smoking, norteamericanos de frac y panamá, agricultores del departamento que venían a jugarse la cosecha, hetairas de cuenta corriente en el banco o de equipaje embargado en el hotel, pero vestidas con el mismo lujo; damas que, a la salida del teatro, pasaban un instante por el baccarat, a tomar un sorbete mientras sus amigos las tallaban, siempre con éxito feliz, un puñado de luises.

Una bruma sutilísima, una especie de perfume luminoso flotaba en el salón. Espaciadas como islas, las mesas verdes, donde acontecían cosas graves, estaban cercadas de un público inclinado y atento, bajo los focos que resplandecían en la atmósfera eléctrica.

A lo largo de los blancos muros, sentadas a ligeros veladores, algunas personas cenaban rápidamente. No se oía un grito: sólo un vasto murmullo. Aquella multitud, compuesta de tan distintas razas, hablaba en francés, lengua discreta en que es más suave el vocabulario del vicio. Entre el rumor de las conversaciones, acentuado por toques de plata y cristal, o cortado por silencios en que se adivinaba el roce leve de las cartas, persistía, disimulado y continuo, semejante al susurro de una serpiente de cascabel, el chasquido de las fichas de nácar bajo los dedos nerviosos de los puntos. Hacía calor.

Los anchos ventanales estaban abiertos sobre el mar, y dos o tres pájaros viajeros, atraídos por las luces, revoloteaban locamente, golpeando sus alas contra el altísimo techo.


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El Bohemio

Rafael Barrett


Cuento


Era muy bueno. Tenía nobles aficiones. Hubiera aceptado la gloria. Cada detalle de su existencia era precioso a la humanidad. Nadie lo sospechaba sino él. ¿Qué importaba? Le bastaba saberse un profeta desconocido, cuya misión maravillosa puede fulminar de un momento a otro.

El espectáculo de su propia vida no le bastaba nunca. La lucha cuerpo a cuerpo con el hambre y el frío no le parecía menos épica que la lucha contra la envidia olfateada bajo la amistad. Paseaba con orgullo su sombrero grasiento y sus miradas furiosas.

Como ya no hay bohemios, era el bohemio por excelencia. Los demás, los burgueses, le despreciaban a causa de haber quebrado en el negocio. No entendía la explotación del libro y del artículo, ni se ocupaba del reclamo.

Lanzado a un siglo donde todo es comercio, se obstinaba en no comerciar. Por eso su talento olía a miseria, y la tinta con que firmaba sus vagas elegías le servía también para pintar las grietas blancuzcas de sus zapatos.

¿Pero tenía talento? Sus continuos fracasos le daban a pensar que sí. Llevaba la aureola dentro de la cabeza.

Caía una llovizna helada y pegadiza que le hizo estremecer cuando salía de su bar.

El piadoso alcohol, el verde Mefistófeles que dormitaba en el fondo de las copas de ajenjo, no había abrillantado del todo aquella tarde las ágiles visiones del poeta. Sobre ellas, como sobre la calle mojada, el cielo incoloro y el universo inútil, caía una sombra gris.

El héroe se sintió viejo. El barro de sus pantalones deshilachados se había secado y endurecido bajo la mesa del cafetucho, y pesaba lúgubremente. El orgulloso dudó de sí mismo. Divisó reflejada en una vitrina la silueta lamentable de su cuerpo agobiado. Un abandono glacial entró en la médula de sus huesos. Candoroso y desconsolado, lloró sencillamente.


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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

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