Textos más vistos de Rafael Barrett | pág. 3

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autor: Rafael Barrett


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La Rosa

Rafael Barrett


Cuento


La ancha rosa abierta empieza a deshojarse. Inclinada lánguidamente al borde del vaso, deshace con lento frenesí sus entrañas purísimas, y uno a uno, en el largo silencio de la estancia, van cayendo sus pétalos temblando.

Aquélla en quien se mezclaron los jugos tenebrosos de la tierra y el llanto cristalino del firmamento, yace aquí arrancada a su patria misteriosa; yace prisionera y moribunda, resplandeciente como un trofeo y bañada en los perfumes de su agonía.

Se muere, es decir, se desnuda. Van cayendo sus pétalos temblando; van cayendo las túnicas en torno de su alma invisible. Ni el sol mismo con tanto esplendor sucumbe.

En las cien alas de rosa que despacio se vuelcan y se abaten, palpita la nieve inaccesible de la luna, y el rubor del alba, y el incendio magnífico de la aurora boreal. Por las heridas de la flor sangra belleza.

Esta rosa, más bella, más aun al morir que al nacer, nos ofrece con su aparición discreta una suave enseñanza. Sólo ha vivido un día; un día le ha bastado para ocupar la más noble cumbre de las cosas. Nosotros, los privados de belleza, vivimos, ¡ay!, largo tiempo. Nos conceden años y años para que nos busquemos a tientas y avancemos un paso.

Y confiemos siquiera en que la muerte nos dará un poco más de lo que nos dió la vida. ¿A qué prolongaría la belleza su visita a este mundo extraño? No podemos soportar el espectáculo de la belleza sino breves momentos.

Los seres bellos son los que nos hablan de nuestro destino. La flor se despide; me habla de lo que me importa porque es bella. Se va y no la he comprendido. Desnuda al fin, su alma se desvanece y huye.

El crepúsculo se entretiene en borrar las figuras y en añadir la soledad al silencio. Entre mis dedos cansados se desgarran los pétalos difuntos. Ya no son un trofeo resplandeciente, sino los despojos de un sueño inútil.


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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

La Tempestad

Rafael Barrett


Cuento


No podía salir de casa sin pasar por la quinta, ni pasar sin entrar en el jardín cuyos cálices, siempre renovados, halagaban mi corazón. La puerta de hierro retorcido cedía confidencialmente a mi presión discreta; mis pasos hacían rechinar demasiado la arena del sendero; las anchas ventanas se abrían entre el verdor jugoso y sombrío de los árboles, y me amenazaban con sus miradas espías y burlonas; una timidez deliciosa me invadía. De pronto una risa juvenil cantaba como un pájaro raro en el aire de oro; una ondulante figura blanca, parecida a una gran flor errante, se desprendía de las flores, y mi amable destino, la señorita Luz, avanzaba hacia mí.

Luz tenía noble estatura y carne de amazona. Su cabellera ardiente la coronaba como un casco de llamas. La pureza de su alma batalladora y alegre resplandecía en sus claros ojos de un gris húmedo y sembrado de polvillo de estrellas. ¡Cuántas veces los había visto de cerca, y había navegado por aquella inocencia profunda y límpida, por aquel doble firmamento transparente que limpiaba mis pensamientos! ¡Cuántas veces había sentido mezclada a mi sangre la voluptuosidad cordial de aquellas manos finas y ágiles, cálidas y robustas, tan dulces, tan buenas! Jamás había dicho a Lux una palabra de ternura y, sin embargo, me confesaba aterrado que sus manos y sus ojos se habían apoderado de mi vida.


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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

¿Recuerdas?

Rafael Barrett


Cuento


Era en el cariñoso silencio de nuestra casa. Por la ventana abierta entraba el aliento tibio de la noche, haciendo ondular suavemente el borde rizado de la pantalla color de rosa. La luz familiar de la vieja lámpara acariciaba nuestras frentes, llenas de paz, inclinadas a la mesa de trabajo.

Tú leías, y escribía yo. De cuando en cuando nuestros ojos se levantaban y se sonreían a un tiempo. Tu mano, posada como una pequeña paloma inquieta sobre mí, aseguraba que me querías siempre, minuto por minuto.

Y las ideas venían alegremente a mi cerebro rejuvenecido. Venían semejantes a un ancho río claro, nacido para aliviar la sed dolorosa de los hombres.

Las horas pasaron, y un vago cansancio bajó a la tierra. Cerraste el libro; mi pluma indecisa se detuvo. Concluía la jornada, y el sueño descendía sobre las cosas. Y el sueño era el reposo.

No teniendo nada que soñar, deseábamos dormir, dormir y despertar con la aurora para seguir viviendo el sueño real de nuestra vida.

Y nos miramos largamente, y vimos la vida en el hueco sombrío de nuestras órbitas.

La veíamos y no la comprendíamos. Por estrecharla nos abrazamos. Nuestras bocas al interrogarla chocaron una con otra, y no se separaron. La dulzura de tu piel languideció mi sangre. Tu corazón empezó a latir más fuertemente.

La vida se apoderaba de nosotros, estrujándonos con la voluptuosidad de sus mil garras. Inmóviles a la orilla del abismo, saboreábamos de antemano la delicia mortal…

De pronto un objeto minúsculo cayó sobre el disco del delgado bronce que tus cabellos rozaban.

Era una mariposilla de oro. Quedó yerta un momento. Y con repentina furia comenzó a agitarse contra el metal. Sus alas pálidas vibraban tan rápidas, que parecían un tenue copo de bruma suspendida. Su cabecita embestía el bronce y resbalaba por él, y la loca mariposa giró en giro interminable a lo largo del cóncavo y brillante surco.


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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Sobre el Césped

Rafael Barrett


Cuento


Sobre el césped estábamos sentados, a la sombra de los altos laureles. De tiempo en tiempo una leve bocanada de aire cálido se obstinaba en desprender el suave mechón rubio que tus dedos impacientes habían contenido.

Nuestro primogénito jugaba a nuestros pies, incapaz de enderezarse sobre los suyos, carnecita redonda, sonrosada y tierna, pedazo de tu carne. ¡Oh tus gritos de espanto cuando veías entre sus dientecitos el pétalo de alguna flor misteriosa! ¡Oh tus caricias de madre joven, tus palmas donde duerme el calor de la vida, tus labios húmedos que apagan la sed!

Y mis besos, enardecidos por la voluptuosa pereza de aquella tarde de verano, apretaron a la dulce prisionera de mis deseos, y mis manos, extraviadas, temblaron entre las ligeras batistas de tu traje…

¡Y me rechazaste de pronto! Y un rubor virginal subió a tu frente.

Me señalaste nuestro hijo, cuyos grandes ojos nos seguían con su doble inocencia, y murmuraste:

—¡Nos está mirando!

—Tiene un año apenas…

—¿Y si se acuerda después?

Nos quedamos contemplando a nuestro pequeño juez, indecisos y confusos.

Pero yo te hablé en los siguientes términos:

—Amor mío, tesoro de locas delicias y de absurdos pudores, alma única, mujer de siempre, humanidad mía, no temas avergonzarte ante ese tirano querido, porque no te haré nada que no te haga él en cuanto te lo pide…

Y desabrochando tu corpiño, liberté la palpitante belleza de tu seno, y prendí mis labios en su irritada punta.

Y tú te estremeciste, y una divina malicia brilló en el fondo de tus ojos.


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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Ajenjo

Rafael Barrett


Cuento


Tres dedos de ajenjo puro —tres mil millones de espacios de ensueño.

El espíritu se desgarra sin dolor, se alarga suavemente en puntas rápidas hacia lo imposible. El espíritu es una invasora estrella de llama de alcohol fatuo. Libertad, facilidad sublime. El mundo es un espectro armonioso, que ríe con gestos de connivencia.

Ya sé… ¿Qué sé? No sé; lo sé todo. La verdad es alegre. Un horno que sacude en la noche su cabellera de chispas. Ráfagas de chispas veloces, onda de luego que se encabrita. Por todas partes la luz que abrasa. Arder, pasar, aullidos de triunfo…

La vida está desnuda. Me roza en su huida, me araña, la comprendo, la siento por fin. El torrente golpea mis músculos. ¡Dios mío! ¿Dios? Sí, ya sé. No, no es eso.

¿Y debajo? Algo que duerme. La vuelta, la vuelta a la mentira laboriosa. El telón caerá. No quiero esa idea terrible. Desvanecerse en las tinieblas, mirar con los ojos inmóviles de la muerte el resplandor que camina, bien. Tornar al mostrador grasiento, al centavo, al sudor innoble…

Ajenjo, mi ajenjo. ¿Es de día? Horas de ociosidad, de amor, de enormes castillos en el aire: venid a mí. Mujeres, sonrisas húmedas, el estremecimiento de las palabras que se desposan, vírgenes, en las entrañas del cerebro, y cantan siempre…

Ajenjo, tu caricia poderosa abandona mi carne. Me muero, recobro la aborrecible cordura, reconozco las caras viles y familiares, las paredes sucias de la casa…

Las estrellas frías. Las piedras sonoras bajo mis talones solitarios. La tristeza, el alba. Todo ha concluido.


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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Casus Belli

Rafael Barrett


Cuento


La escena en la campiña de Chile. Si preferís la del Perú, no hay inconveniente. El cuento sería poco más o menos el mismo.

Un hermoso militar, tanto más hermoso cuanto que va armado hasta las uñas, y el acero brilla alegre al sol, se apea a la puerta de un rancho.

—¡Eh! ¿No hay nadie?

—Entre.

Una mujer en la cama, chiquillos sucios por el suelo.

—Vengo por Juan.

—¡Ay, Jesús! Está en la chacra.

—¡Al diablo la chacra! Me lo llevo al batallón. Estamos por declarar la guerra.

—¡Ay, Jesús!

Juan llega pesadamente, azada al hombro. Suda: ya se sabe que es por maldición expresa del Dios de misericordia.

El campesino se entera. El del sable explica.

—¿Entiendes? El ministro de acá mandó de obsequio una corona al ministro de allá, y el de allá se la devolvió al de acá. Ya ves… ¡Una porquería, una infamia! Tenemos que degollarlos a todos.

—¿A quiénes?

—A los peruanos.

—Yo creía que era a los bolivianos, pero es igual.

—¿Qué será de nosotros? —llora la mujer.

—Tú, como estás enferma, no puedes trabajar. Si tardo, si no vuelvo, vendes el rancho…

—En tiempo de guerra no habrá quien se lo compre —dijo el de las espuelas sonoras.

—Bueno, ya lo oyes: ¡revientas! Los niños se te mueren hambre. O se te acercan fuerzas amigas o enemigas y te saquean el cofre y te queman la casa.

—¡Ay, Jesús! ¡Qué desdicha!

—Desdicha no, gloria sí —dijo el guerrero—. Marchemos, Juan.

—Adiós —balbucea el labrador—. ¿Qué quieres? Como el ministro devolvió la medalla…

—No era medalla, era corona —corrige el héroe—. ¡Qué torpe andas de entendederas hoy!

—La impresión… —suspira Juan.


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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Del Natural

Rafael Barrett


Cuento


En la casa de los tísicos.

Lo que mató al 4, más que la enfermedad, fue la idea. Apenas entró en el lazareto, le dió la manía de salir, convencido que de lo contrario moriría pronto.

Hablaba todavía menos que nosotros, y en el hospital no se habla mucho; pero le adivinábamos el pensamiento, como sucede donde se piensa demasiado. Las ideas fijas fluyen silenciosamente de los cráneos, y se ciernen sobre las cosas.

A pesar de que los que sufren son por lo común bastante crueles, el 4 nos inspiraba alguna lástima.

Su cama estaba enfrente de la mía. Era un muchachito de diez y seis años, rubio y blanco; parecía el hijo de un príncipe, y su andrajoso uniforme del establecimiento un disfraz inexplicable.

Tenía bucles de oro y admirables ojos azules. Estaba demacrado en extremo; andaba con el paso lento, autómata, propio de los clientes de la casa.

Sin embargo, una circunstancia extraña le distinguía de ellos: caminaba erguido.

Por excepción, su pecho no presentaba esa fúnebre concavidad de los tísicos, hecha por la muerte, que viene a sentarse allí todas las noches.

El 4 enflaquecía y se mantenía derecho; era un tallo cada vez más fino, y siempre gracioso. Sin duda su esqueleto era bonito y brillante como un juguete.

Supimos que era hijo no de un príncipe, sino de un herrero, que la madre estaba enferma y que tenía varios hermanos pequeñitos.

Le habían metido de ganga en un seminario, y se había escapado ansioso de libertad. Había regresado a Montevideo y trabajaba de tipógrafo. El polvo del plomo envenenó aquellos pulmones delicados, y ahora, preso en el «aislamiento», ¿qué le restaba?


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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

El Hijo

Rafael Barrett


Cuento


Hace muchos años vivía un matrimonio. Eran muy pobres: él, leñador; ella, lavandera. Eran muy feos, casi horribles; ella, con su enorme nariz y sus ojos de carbón, parecía una bruja; él, con su áspera pelambre, parecía un oso. Pero se amaban tanto, tanto, que tuvieron un niño más bello que la aurora.

No se atrevían a acariciar con sus manos rudas aquella carnecita en flor. Adoraban al hijo como a un Jesús.

Le pusieron una riquísima cuna; le alimentaron con la leche de la mejor cabra del valle. Creció y le vistieron y ataviaron lujosamente. Besaban la huella de sus pies, y se embriagaban con el eco de su voz. Necesitaron oro para el ídolo.

El padre cortaba leña de día, y de noche se dedicaba a faenas misteriosas, basta que le sorprendieren en ellas y le ahorcaron.

La madre, cuando no lavaba en el río, pedía limosna. A veces, a lo largo del camino, encontraba señores, que se detenían al verla, y se reían de la enorme nariz y de las cejas de carbón. «¡Bruja, móntate en este palo y vuela al aquelarre!».

Entonces la mujer hacía bufonadas, y recogía monedas de cobre.

Entretanto, el hijo se había transformado en un arrogante doncel.

Ocioso y feliz, paseaba su esbelta figura, adornada de seda y de encajes. En sus talones ágiles cantaban dos espuelas de plata, y sobre su gorro de terciopelo se estremecía una graciosa pluma de avestruz. Si le hablaban de la lavandera, respondía:

—No la conozco; no soy de aquí. ¿Mi madre esa vieja demente? Y todavía sospecho que es ladrona.

Sin embargo, iba en secreto al hogar, donde encontraba siempre un puñado de dinero, una mesa con sabrosos manjares, un lecho pulcro y dos ojos esclavos.

Una vez pasó la hija del rey por la comarca y se enamoró del mozo.

—¿Cuál es tu familia? —preguntóle.

—Soy el Príncipe Rubio —contestó—. Mi patria está muy lejos, a la derecha del fin del mundo.


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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

El Leproso

Rafael Barrett


Cuento


Treinta años hacía que Onofre habitaba el país. Remontando los ríos quedó en seco al fin como escoria que espuman las mareas. ¿Siciliano, turco, griego?... Nunca se averiguó más; al oírle soltar su castilla dulzona rayada por delgados zumbidos de insectos al sol, se le adivinaba esculpido por el Mediterráneo.

Treinta años... Era entonces un ganapán sufrido y avieso. Pelaje de asno le caía sobre el testuz. Aguantaba los puntapiés sin que en su mirada sucia saltara un relámpago. Astroso, frugal, recio, aglutinaba en silencio su pelotita de oro.

Pronto se irguió. Puso boliche en el último rancho. Enfrente, una banderola blancuzca, a lo alto de una tacuara torcida por el viento y la lluvia, sonreía a los borrachines. Entraban al caer la noche, lentos, taciturnos; se acercaban con desdén pueril al mostrador enchapado; pedían quedos una copa de caña, luego otra; el patrón Camhoche, afable y evasivo, apaciguaba los altercados, favorecía las reconciliaciones regadas de alcohol. Saltó a relucir una baraja aceitosa, aspada, punteada; aparecieron dos o tres pelafustanes que ganaban siempre y bebían fiado. Después, de lance, trajo Onofre trapiche y alambique, destiló el veneno por cuenta propia. Tiró el bohío y levantó una casita de ladrillos. Apeteció instruirse, cosa que ennoblece; leyó de corrido, perfiló la letra; el estudio del derecho sobre todo le absorbía; al bamboleante alumbrar de una vela de sebo, devoraba en el catre, hasta la madrugada, procedimientos y códigos. Empezó a prestar.


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Publicado el 3 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Pozo

Rafael Barrett


Cuento


Juan, fatigado, hambriento, miserable, llegó a la ciudad; a pedir trabajo. Su mujer y sus hijos le esperaban extramuros, a la sombra de los árboles.

—¿Trabajo? —le dijeron—. El padre Simón se lo dará.

Juan fue al padre Simón.

Era un señor gordo, satisfecho, de rostro benigno. Estaba en mitad de su jardín. Más allá había huertos, más allá parques. Todo era suyo.

—¿Eres fuerte? —le preguntó a Juan.

—Sí, señor.

—Levántame esa piedra.

Juan levantó la piedra.

—Ven conmigo.

Caminaron largo rato. El padre Simón se detuvo ante un pozo.

—En el fondo de este pozo —dijo— hay oro. Baja al pozo todos los días, y traerme el oro que puedas. Te pagaré un buen salario.

Juan se asomó al agujero. Un aliento helado le batió la cara. Allá abajo, muy abajo, habla un trémulo resplandor azul, cortado por una mancha negra.

Juan comprendió que aquello era agua, el azul un reflejo del cielo, y la mancha su propia sombra.

El padre Simón se fue.

Juan pensó que sus hijos tenían hambre, y empezó a bajar. Se agarraba a las asperezas de la roca, se ensangrentaba las manos. La sombra bailaba sobre el resplandor azul.

A medida que descendía, la humedad le penetraba las carnes, el vértigo le hacía cerrar los ojos, una enormidad terrestre pesaba sobre él.

Se sentía solo, condenado por los demás hombres, odiado y maldito; el abismo le atraía para devorarle de un golpe.

Juan pensó que sus hijos tenían hambre, y tocó el agua. La tuvo a la cintura. Arriba, un pedacito de cielo azul brillaba con una belleza infinita; ninguna sombra humana lo manchaba.

Juan hundió sus pobres dedos en el fango, y durante muchas horas buscó el oro.


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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

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