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Para Testar

Rafael Delgado


Cuento


Al Sr. Lic. Don Joaquín Baranda

I

El Dr. Fernández, levantándose y componiéndose las gafas, dió a uno de los jóvenes la receta que acababa de firmar, y éste la puso en manos de un lacayo que esperaba en la puerta.

—Estas enfermedades cardíacas, tan obscuras y tan misteriosas, son de las más traidoras.

Los cuatro mozos palidecieron.

El médico prosiguió:

—Paréceme que hemos llegado al principio… ¡del fin!… Debo ser franco: haría muy mal en no decir la verdad, y en fomentar en ustedes ilusiones y esperanzas que no deben abrigar. Mi pobre amigo no vivirá mucho… Vamos muy de prisa…

—Pero, Doctor… —repuso el más joven— con eso ¿quiere usted decirnos que ha llegado el momento de que papá haga testamento y de que dicte sus últimas disposiciones, y, en pocas palabras, de que se prepare para morir?

—¡Sí! —contestó tristemente el facultativo.

—Por mi parte… —exclamó el mayor—… no pienso ni en bienes ni en intereses. ¡Si no hace testamento, que no le haga! ¡No es necesario! Y así, como yo, piensan todos mis hermanos. ¿No es cierto?

—¡Sin duda! —dijo Luis.

—Pero un hombre de negocios, como el padre de ustedes, por bien arreglados que tenga los suyos, necesita dar instrucciones y debe dejar todo aclarado, a fin de que sus herederos no tropiecen mañana con dificultad alguna. Además: las creencias religiosas de don Ramón exigen que…

—¡Eso sí! —interrumpió Jorge—. En ellas hemos sido criados y educados. Los intereses terrenos poco importan; pero hay otros de tejas arriba…

—Está bien, Doctor no hablemos más; —dijo Alejandro—, pero ¿quién de los cuatro tendrá valor para decir a papá que debe arreglar sus asuntos, testar y prepararse para morir?

Los cuatro se miraron atónitos, llenos de lágrimas los ojos.


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Publicado el 1 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Mi Vecina

Rafael Delgado


Cuento


A Manuel Bringas

¡Fiesta de boda!… Ruidosa fiesta que ha dado que hablar a todo el barrio, que ha revuelto la calle entera, desde la especiería de don Venancio, hasta la casa de Chucho Carrasco, el sastre afamado de la gente obrera, y desde la carbonería de la tía Chepa hasta la Escuela de don Cleto de la Pauta, una escuela municipal, en la cual se ha desarrollado en estos últimos días el gusto por el canto de modo tan activo, que me tiene destrozados los tímpanos. Ruidosa fiesta cuyos ecos regocijados llegan hasta aquí, a turbar con sus interminables polcas y sus mazurcas lánguidas, el triste silencio de mi gabinete. Desde bien temprano hemos tenido música. ¡Y qué música! Un salterio vibrante, una flauta querellosa, un violín trémulo y un bajo enronquecido; cuatro instrumentos mal concertados que de pura alegría se hacen pedazos y que en dos por tres desgarran el repertorio zarzuelesco con sus correspondientes y populares derivados.

Esta mañana, muy de madrugada, se casó la chica, y a las cuatro y media todos los pacíficos vecinos despertamos al ruido de los simones. Se ha casado Clarita, la perla del barrio, la guapa morena de ojos negros y talle cimbrador. Ayer todavía era una chiquitína que, con la almohadilla bajo el brazo, salía para la amiga en puntito de las ocho.

Pálida, enclenque, enfermiza, tristemente traviesa y vivaracha, no prometía larga vida. Puedo decir que la he visto crecer. ¡Quince años! Tres lustros pasados como un soplo… ¡Y qué bien lograditos! La que hace poco tiempo parecía delicada y débil, es hoy una real moza, una muchacha encantadora en todo el esplendor de la belleza primaveral.


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Publicado el 1 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Amor de Niño

Rafael Delgado


Cuento


A Cayetano Rodríguez Beltrán

¿Te ríes? Sí; un amor profundo, verdadero, que laceró cruelmente mi corazón de niño, y que ahora todavía, después de tantos años, si le evoco, hace palpitar mi corazón dolorido y humedece mis ojos. Oye: vida alegre la nuestra, vida regocijada y dichosa que tenía algo del vigor de la vegetación del trópico, que se desbordaba por todas partes como las trepadoras en las umbrías, ansiosas de aire y de luz.

De diario las tareas escolares, las rudas tareas del Colegio, encorvados sobre los clásicos, a vueltas con Horacio y Virgilio, rabiando con las dificultades de Terencio y maldiciendo de las pompas de Cicerón. Tarea ingrata, y a mi juicio estéril, y que ahora doy por bien cumplida porque me inició, sin que yo me diera cuenta de ello, en las mil bellezas de la gran literatura latina, sin lo cual no repitiera hoy, lamiéndome los labios, como si gustara de añejo vino, aquello del Mantuano:


Et jam summa procal villarum culmina fumant
Majoresque cadunt altis de montibus umbrae.
 

Mas para todo había tiempo: para salir a merodear por los solares baldíos ó deshabitados, a hurtar naranjas; para subir a lo más alto del cerro vecino; para tomar delicioso baño en las pozas más hondas y sombrías del turbio Albano, o ir a vocear en un llano desierto, a la sombra de un ceibo aparasolado y susurrante, la «Vida del campo» de Fray Luis de León, el «Israelita prisionero» de nuestro Pesado y la «Playera» de Justo Sierra.


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Publicado el 1 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Pancho el Tuerto

Rafael Delgado


Cuento


Después de aquel discurso tan erudito, repleto de citas de filósofos y de sociólogos, desde Aristóteles hasta lo más fresquito de los tomistas al uso, el Deán sorbió un polvo de lo más rico, se limpió las narices con el rico pañuelo de seda, doblóle poco a poco, arrellanóse en el comodísimo sillón y se preparó a escuchar atentamente, seguro de no ser vencido por su antagonista, y dispuesto a replicarle si era necesario.

El vejete, famoso gregoriano, discípulo de Rodríguez Puebla y compañero del «Nigromante», hizo una mueca, un gesto de mico, se colocó sobre las rodillas, asiéndole por los extremos, el bastoncillo de áureo puño y pulida contera, y, vivísimos y chispeantes los azules ojos, las cejas móviles, tremulillo el mentón, fluctuante de la sonrisa, se expresó en estos términos:

—¡Norabuena, señor y amigo mío! ¡Allá va un sucedido! Érase que se era, hace muchos años… en aquellos felices tiempos de Su Alteza Serenísima, cuando la ciencia y los saberes de todos residían en clérigos de campanillas, frailes graves, «doctores de la ley» y licenciados «in utroque», y ante todo y sobre todo, en mi grande y respetado amigo don Lucas Alamán, un cierto individuo, Francisco de nombre, a quien todos llamaban Pancho. Decidor y agudo cuando estaba en su juicio, subía y bajaba en pos de sus amigos (que los tenía por docenas y muy generosos), a quienes entretenía gratamente con dichos, coplas y cuentos, sazonados a veces con uno que otro remoque.

Pancho estaba en todas partes: en los corredores de Palacio y en el torno de las Capuchinas; en el pórtico del Gran Teatro Santa-Anna y en la portería de Santo Domingo: en los bancos de las cadenas, en conversación con pensionistas famélicos y estudiantes de tuna, o en la celebre alacena de don Antonio de la Torre, de charla con literatos y gaceteros.


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Publicado el 1 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Justicia Popular

Rafael Delgado


Cuento


A Erasmo Castellanos

Son las diez de la mañana y el sol quema, abrasa en el valle. Llueve fuego en la rambla del cercano río, y la calina principia a extender sus velos en la llanura y envuelve en gasas las montañas. Ni el vientecillo más leve mueve las frondas. Zumba la «chicharra» en las espesuras, y el «carpintero» golpea el duro tronco de las ceibas. En las arenas diamantinas de la ribera centellea el sol, y en pintoresca ronda un enjambre de mariposas de mil colores, busca en los charcos humedad y frescura.

El bosque de «huarumbos», de higueras bravías, de sonantes bananeros y de floridos «jonotes», convida al reposo, y las orquídeas de aroma matinal embalsaman el ambiente.

En el cafetal sombrío, húmedo y fresco, todo es bullicio y algazara, ruido de follajes, risas juveniles, canciones dichas entre dientes, carcajadas festivas.

Temprano empezó el corte, y buena parte del plantío quedó despojado de sus frutos purpúreos.

Límite del cafetal es un riachuelo de pocas y límpidas aguas, protegido por un toldo de pasionarias silvestres que de un lado al otro extienden sus guías y forman tupidísima red florida, entre la cual cuelgan sus maduros globos las nectáreas granadas campesinas. En las pozas, bajo los «cacaos», media docena de chicos, caña en mano, y el rostro radiante de alegría, pescan regocijados. Cada pececillo que cae en el anzuelo merece un saludo. En tanto, en el cafetal sigue el trabajo, se enreda la conversación entre mozas y mozos, y en los cestos sube hasta desbordarse la roja cereza.

Cuando calla la gente en la espesura, y los granujas, atentos a la pesca, se están quedos, resuena allá a lo lejos sordo ruido, el golpe acompasado de los majadores: ¡tan! ¡tan! ¡tan!


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Publicado el 1 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Bajo los Sauces

Rafael Delgado


Cuento


(Fragmentos de un diario)

A José P. Rivera

Muchos y muy hermosos sitios tiene el Albano en aquella margen, pero el que yo prefería, es, sin duda, el mejor. Está más allá de la Fábrica, río arriba, a la izquierda, en los términos de una dehesa siempre verde y mullida que se extiende hasta las faldas boscosas del San Cristóbal. Es un rincón formado por los derrumbes y ampliado por las crecientes, que la fecunda vegetación tropical no tardó en invadir, cubriéndole de verdura en pocos años. Poblóle de sauces y de álamos; regó en el cantil simientes de mil plantas diversas; sembró gramas perennes en el pedregoso suelo y ornó el peñón, que en el fondo se esconde acurrucado, con musgos y líquenes. Los sauces sueñan cosas tristes inclinados sobre la corriente adormecida y sesga; los álamos alardean de su esbeltez y de sus copas susurrantes.

Trajeron los vientos al peñón polen de orquídeas; brotaron por todas partes las begonias para ostentar sus hojas aterciopeladas, y los helechos prosperaron aquí y allá para lucir cada verano sus túnicas de seda. Los convólvulos treparon por todas partes, derrochando cráteras y festones; las aroideas hurañas buscaron abrigo y humedad, y mientras los lirios campesinos se instalaron con las ovas crinadas cabe el raudal silencioso, los romeros acuáticos vinieron rodando en busca de los islotes.

Sitio encantador como perdido en un barranco, lejos de la ciudad y no conocido de cazadores.

¡Cuántas mañanas de invierno, cuántas tardes de otoño, pasé a la sombra de aquellos sauces melancólicos! Tendido en la grana, a un lado el libro, dejaba yo vagar el pensamiento por las regiones encantadas de los mundos imaginarios.


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Publicado el 1 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

En el Anfiteatro

Rafael Delgado


Cuento


A Vicente Ariza

I

El buen clérigo retiró la jícara, se limpió los labios con la nívea servilletita, y luego acercó el vaso de agua limpidísima, fresca y tentadora, bendíjole, y le apuró lentamente, con beatífica delectación.

—¡Ea! ¡Gracias a Dios! —exclamó—, y mientras el criado, un indizuelo muy aseado y listo, quitaba el velador, decapitó el tuxteco, le encendió en una cerilla, cuidando de que prendiera bien, y luego se acomodó en la poltrona.

Estábamos junto a la ventana. Desde allí se veían las últimas casas del pueblo, el bosque, los ejidos, toda la vega.

—Vamos, amigo mío —prosiguió—, ¿conque quiere Ud. saber por cuáles caminos llegué al sacerdocio? Pues… ¡Con mucho gusto! ¡Con mucho gusto!

Y agregó, sonriendo dulcemente:

—Va Ud. a oír esta historia. Antes no me era grato recordarla; pero, a proporción que me hago viejo, aumenta en mí la afición a contar las cosas de antaño. Encuentro dulcísimo encanto en referir las aventuras de la mocedad. Oiga Ud.: es un caso por extremo original.

Se compuso de nuevo en el asiento, volvió los ojos hacia la vega inmensa, luminosa, dorada por los postreros rayos de un sol de agosto, y distraído, ensoñador, hundió su triste y apacible mirada en las lejanías del valle, más allá del cual entre nubes ardientes y violadas tintas brillaba con rosados fulgores la nevada mole del Citlaltépetl. Contempló breve rato la llanura amarillenta y calorosa de donde subían hasta nosotros los mil rumores de la tarde, el mugido de los bueyes y el balido de las cabras que ramoneaban en los cercados vecinos. Al fin, como si despertara de penoso sueño, tornó a su veguero y a la olvidada conversación.


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Rigel

Rafael Delgado


Cuento


A Enrique Guasp de Peris

Érase que se era, en no sé qué comarca de cuyo nombre no quiero acordarme, un pueblo de pocos habitantes, casi desierto durante nueve meses del año, y concurridísimo en tiempo de baños. Situado a orillas del mar, a la falda de pintoresca colina y en una pradera siempre enflorecida, a donde no llegaban ardores veraniegos, y, mucho menos, escarchas otoñales, año con año era sitio predilecto de opulentos burgueses, de semirricachos retirados de agios y logrerías, de empleados en vacaciones, de mercaderes salvos del mostrador y víctimas del reuma, de niñas opiladas, de glotones gotosos, y de lechuguinos y caballeretes propensos a la tisis, la cual no parece batirse en derrota a pesar de la guerra que, como se dijo en ciertas Cortes, le tenía declarada un médico catalán. En tal pueblo, con las truchas de su río y las ostras de sus playas, y más que con otra cosa con los aires purísimos del pintoresco lugar, se fortalecían el cerebro todos los bañistas, y en giras y barcadas se pasaban los días y las semanas y los meses, para volver luego al brillante pudridero de la Corte, en busca de bailes y de recepciones, de comilonas dispépticas y de óperas vagnerianas.

Uno de tantos señores como al pueblo venían era el señor don Cándido de Altamira y Tendilla, Marqués de Altramuces, en un tiempo agregado de embajada, riquillo, gastado, lleno de dolamas y de crueles desengaños, con tres o cuatro achaques de gota en el cuerpo, y harto de zarandeos, de parrandas elegantes y de juergas aristocráticas, con muchas desilusiones en el alma y mucho desprecio para los hombres y sus cosas, y por tanto obsequioso, atento, observador, fino y, además, inteligente, leído y atiborrado de letra menuda.


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Mi Semana Santa

Rafael Delgado


Cuento


A Joaquín Rodríguez

I

Si hermosas e imponentes son las ceremonias del culto católico en las grandes basílicas y en las suntuosas catedrales, no lo son menos en el humilde templo de una aldea escondida en los bosques como un nido de perdices entre los zarzales.

Siempre he gustado de visitar esos templos que la piedad sencilla y la fe ardiente de los campesinos y de los pobres levantan a la vera de los caminos. A la sombra de esos campanarios poblados de palomas, descansa el caminante; en el recinto de esos santuarios hay para el peregrino de la tierra voces misteriosas que le consuelan y le hablan de un mundo mejor; parece que allí ajena a las agitaciones del mundo, el alma vislumbra las claridades de esa región donde el dolor acaba, donde se aquietan las pasiones, donde le esperan seres amados, los primeros compañeros del viaje de la vida.

¿Por qué no buscar en el campo, lejos del bullicio de la ciudad, en la región montañosa, benéfico descanso durante los días que la Iglesia consagra a la conmemoración de la pasión y muerte de Jesucristo?

En esta vez, como en otras, resolvimos dejar por algunos días la buena ciudad de Pluviosilla, más devota que nunca al fin de la Cuaresma, e ir a gozar, en compañía de muy buenos amigos, de una hospitalidad verdaderamente castellana, en una hacienda situada en la Sierra de Zongolica; ir en busca de paisajes y de colores, de cuadros rústicos y de piadosas emociones. De mañanita, a los rayos de una aurora nacarada que anunciaba caluroso día, salimos de la túrrida ciudad, camino de las tierras calientes.

Nos hacían compañía dos amigos de carácter festivo, de inagotable verba, tan entusiastas como nosotros para estas excursiones campestres, que a cambio del cansancio y del molimiento de huesos, dan vigor al cuerpo y oxígeno a la sangre.


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¡¡¡To... rooo!!!

Rafael Delgado


Cuento


A Emilio García


… Nunca he oído a los extranjeros invitar a España para que deje sus corridas, sin pensar en la fábula del león, que se recortaba las uñas.—E. QUINET.
 

I

Ha terminado la corrida.

Los músicos, fatigados y sin aliento, tocan los últimos compases de un aire andaluz, a cuyos acordes festivos viene a mezclarse, con cierta indecible alegría el tintinante ruido de las mulas encascabeladas que arrastran por la arena la palpitante res.

El circo resuena con repetidos estrepitosos aplausos, y a la fugitiva luz de un crepúsculo primaveral y ardoroso, los diestros, envueltos en sus capas recamadas de oro, con el capitán al frente y seguidos de los mono-sabios, atraviesan el coso, despidiéndose de los espectadores con una sonrisa por extremo amable.

Clarean gradas y lumbreras de sombra, y mientras aquí desmaya el entusiasmo y comienza el fastidio, por el opuesto lado aumenta el interés, y todo es movimiento, agitación y ansiedad.

El vasto redondel ha quedado escueto; pero no bien sale la cuadrilla y se cierra la pesada puerta, cuando saltando la barrera o deslizándose por los burladeros, como invasión de hormigas, desciende a las arenas una multitud de mozos y de chicos, en su mayor parte obreros, que pronto se esparcen en todas direcciones, disponiéndose para la lid.

Es de ver aquel movible conjunto de arrojados mancebos y de jóvenes resueltos que buscan el peligro sonrientes, placenteros, con heroica sencillez.


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Publicado el 1 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

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