A José Fernández Alonso
Y esto fué lo que me contestó.
……………
«Llegaba yo a esta casa (que es tuya también, ya lo
sabes), cuando advertí que varias mujeres, unos cuantos hombres y
algunos granujas, miraban hacia la puerta de Pedro, el muchachón aquel
que estuvo a mi servicio dos o tres meses, y a quien tú conociste aquí;
aquel mozo tan bueno, tan humilde y tan sencillo, cuya inteligencia te
cautivó, y cuya “piedad filial” —dirélo a la manera clásica—, te dejó
encantado:
»¿Qué había sucedido? ¿Qué pasaba? Algo muy grave, sin duda, pues en
los ojos de las mujeres —lavanderas unas, y otras torcedoras de
“pitillos”— como acostumbras decir—, se retrataban el espanto y el
miedo, y en el rostro de los varones se leían el asombro y la sorpresa,
una y otro causados por algún suceso singular y terrífico. Sí, ¡algo muy
grave!
»A la sazón salía de la casa un gendarme, muy de prisa, como si fuera
en pos de un fugitivo, o tratase de pedir auxilio a sus compañeros.
»Soy curioso también (que la curiosidad es ingente en la familia
humana), e impulsado por vivo deseo de saber lo que pasaba, me entré en
la casa.
»Encontréme allí con unas cuantas personas: el vecino inmediato, un
barbero borrachín; su amigo el cerrajero, otro que bien baila, de la
misma calaña y con las mismas aficiones alcohólicas; Guadalupe, la
casera, muy conocida en estas calles por su voz de sargento, sus
bigotes, y sus anchas caderas de isócronos movimientos; Luz, su hija,
una doncella de buen porte, y Marcelino, el talabarterillo galante,
gloria y prez del gremio, y tentación de todas las muchachas núbiles del
barrio.
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