Textos más populares este mes de Rafael Delgado publicados el 1 de noviembre de 2020 | pág. 2

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autor: Rafael Delgado fecha: 01-11-2020


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La Gata

Rafael Delgado


Cuento


Al Sr. Don Manuel Blanc

Digno de la pluma festiva del Curioso Parlante, del estilo profundo de Fortún y de los pinceles de Valeriano Bécquer, es el tipo que hoy ofrezco al buen humor de los lectores.

Por desventura mía no tengo ni la verba salada de Mesonero, ni las tristes genialidades de Zarco, ni el colorido delicado del infortunado pintor, para presentaros, como es debido, con todas sus gracias y donaires y su más y su menos, esta nueva especie del reino femenil que pollos tempraneros, lechuguinos crónicos y solterones contumaces han clasificado entre los individuos de la raza felina.

Hace tres lustros —y apelo para justificar mi dicho al testimonio de los pisaverdes de antaño— designábanle todos con el nombre genérico de «garbancera»; con el de «garbancerita» si era guapa y coqueta, con el de «garbancito» si muy joven y tímida, y con el de «garbanzo» si pasaba de los veintiocho agostos, era recia de carnes y poco llevadera de bromas y chuleos en esquinas y mostradores.

¿Cuándo cambió de nombre? No he podido averiguarlo, por más que he puesto a contribución el saber de muchos amigos míos, muy estudiosos y eruditos, y peritísimos en eso de Zoología… doméstica.

Pero «gata» o «garbancera» —como os plazca llamarla— la servidora coquetuela y lista, que nos hace la cama, nos sirve la mesa y suele satisfacer nuestro apetito con los portentos de su talento culinario, es merecedora de un breve estudio por lo menos.

Debo principiar por deciros que, aunque a veces admiro sus ojitos negros y chispeantes y gozo con su ingenua alegría, si la veo ostentar en calles y espectáculos sus galas domingueras, y hasta llego a extasiarme, de cuando en cuando, con sus pies aristocráticamente calzados, no me apasiono por el género, y prefiero al plebeyo rebozo, la española mantilla, y el suave perfume de la Champaca de Lahor al aroma, delator de vulgar estirpe, de la Kananga del Japón.


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Publicado el 1 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Margarita

Rafael Delgado


Cuento


Al Sr. Lic. Don Ignacio Pérez Salazar

No me atrevo a decir que ella fué causa de todo. Acaso la buena señora tuvo razón. Era madre y debía alejar a sus hijos de todo peligro. Pero ello es que la muchacha fué a dar, mediante la aprobación del Cura, y gracias a sus buenas relaciones y a su prudente influjo, a la casa del señor Lic. don Marcelino de Aguayo, persona cristianísima, de mediana edad, riquillo, muy acreditado en el foro, bien reputado en el pueblo, casado y… sin hijos!

El Cura vió claramente en el asunto, y le dijo a doña Carlota:

—¿Lo has pensado bien, hija mía? Diez años lleva esa criatura a tu lado; de ti ha recibido piadosa educación, y si tú has visto hasta hoy a Margarita como a hija tuya, ella —que es buena, dulce—, te ama y te respeta como si te debiera la vida. Tienes razón, sí que la tienes, y yo soy el primero en concedértela. Tus hijos van siendo grandes, y son unos chicos simpáticos y listos. Paco tiene ocho años (¡cómo pasa el tiempo! no parece sino que ayer fué el bautizo!) y quien no lo sepa creerá que tiene catorce; Eduardito tiene doce, y quien por primera vez le vea y le trate, dirá, no lo dudes, que tiene más de quince. Son excelentes muchachos, excelentes, hija. ¡Dios te ha bendecido en ellos! No creo, como tú, que el peligro sea inminente… Todo depende de la manera como los eduques, y del modo como dirijas tu casa…

—Sí, Padre; pero… recuerde usted lo que pasó con la muchacha aquella a quien con tanto cariño acogieron en la casa de don Prudencio López… usted sabe en que paró todo. Un matrimonio desigual —¡y, démonos de santos!— puso término a la aventura y al escándalo… Alfonso merecía otra mujer…


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En el Anfiteatro

Rafael Delgado


Cuento


A Vicente Ariza

I

El buen clérigo retiró la jícara, se limpió los labios con la nívea servilletita, y luego acercó el vaso de agua limpidísima, fresca y tentadora, bendíjole, y le apuró lentamente, con beatífica delectación.

—¡Ea! ¡Gracias a Dios! —exclamó—, y mientras el criado, un indizuelo muy aseado y listo, quitaba el velador, decapitó el tuxteco, le encendió en una cerilla, cuidando de que prendiera bien, y luego se acomodó en la poltrona.

Estábamos junto a la ventana. Desde allí se veían las últimas casas del pueblo, el bosque, los ejidos, toda la vega.

—Vamos, amigo mío —prosiguió—, ¿conque quiere Ud. saber por cuáles caminos llegué al sacerdocio? Pues… ¡Con mucho gusto! ¡Con mucho gusto!

Y agregó, sonriendo dulcemente:

—Va Ud. a oír esta historia. Antes no me era grato recordarla; pero, a proporción que me hago viejo, aumenta en mí la afición a contar las cosas de antaño. Encuentro dulcísimo encanto en referir las aventuras de la mocedad. Oiga Ud.: es un caso por extremo original.

Se compuso de nuevo en el asiento, volvió los ojos hacia la vega inmensa, luminosa, dorada por los postreros rayos de un sol de agosto, y distraído, ensoñador, hundió su triste y apacible mirada en las lejanías del valle, más allá del cual entre nubes ardientes y violadas tintas brillaba con rosados fulgores la nevada mole del Citlaltépetl. Contempló breve rato la llanura amarillenta y calorosa de donde subían hasta nosotros los mil rumores de la tarde, el mugido de los bueyes y el balido de las cabras que ramoneaban en los cercados vecinos. Al fin, como si despertara de penoso sueño, tornó a su veguero y a la olvidada conversación.


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La Noche Triste

Rafael Delgado


Cuento


(1819)

Al Sr. Lic. D. Victoriano Salado Alvarez

I

Era el Sr. don Francisco de Hevia, Coronel del Regimiento de Castilla, un militar por extremo pundonoroso, valiente y ameritado, tan quisquilloso en las cosas del servicio, que pasaba por uno de los jefes más exigentes y terribles de cuantos sostenían en Nueva España los derechos de la corona de Carlos V.

Nunca risa placentera alegró aquel su rostro moreno, donde parecían unidos en simpático maridaje el ardor impetuoso del morisco y la férrea energía del castellano.

Distinguíale, por desgracia, altivo y colérico carácter, del cual se contaban horrores tamaños, y tales que a ellos atribuían muchos el que no hubiera alcanzado grados mayores en los Reales Ejércitos. Ni en formación ceñía espada —según fama—, por expresa prohibición de S. M. a causa de haber matado a un recluta, cierto día de parada en un arrebato de ira.

Era tan aseado que, al decir de sus asistentes, tenía tantas mudas de ropa blanca como días el año, y jamás, ni aun estando en guerra, se le vió en los vestidos la más leve mancha.

Cristiano viejo y rancio —como buen castellano— aunque un si es no es maleado por aquel liberalismo regalista, declamador y ardiente de la Junta de Aranjuez, que por boca de Quintana, y en proclamas escritas, a juicio de Capmany, en «estilo anfibio con vocabulario francés», desahogó sus opiniones histórico-políticas, nuestro Coronel, andaba muy extraviado en lo que loca a fueros eclesiásticos, no embargante lo cual cumplía casi de diario con sus deberes religiosos, como si le hubiesen estado prescriptos y ampliamente precisados en la Ordenanza.


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Rigel

Rafael Delgado


Cuento


A Enrique Guasp de Peris

Érase que se era, en no sé qué comarca de cuyo nombre no quiero acordarme, un pueblo de pocos habitantes, casi desierto durante nueve meses del año, y concurridísimo en tiempo de baños. Situado a orillas del mar, a la falda de pintoresca colina y en una pradera siempre enflorecida, a donde no llegaban ardores veraniegos, y, mucho menos, escarchas otoñales, año con año era sitio predilecto de opulentos burgueses, de semirricachos retirados de agios y logrerías, de empleados en vacaciones, de mercaderes salvos del mostrador y víctimas del reuma, de niñas opiladas, de glotones gotosos, y de lechuguinos y caballeretes propensos a la tisis, la cual no parece batirse en derrota a pesar de la guerra que, como se dijo en ciertas Cortes, le tenía declarada un médico catalán. En tal pueblo, con las truchas de su río y las ostras de sus playas, y más que con otra cosa con los aires purísimos del pintoresco lugar, se fortalecían el cerebro todos los bañistas, y en giras y barcadas se pasaban los días y las semanas y los meses, para volver luego al brillante pudridero de la Corte, en busca de bailes y de recepciones, de comilonas dispépticas y de óperas vagnerianas.

Uno de tantos señores como al pueblo venían era el señor don Cándido de Altamira y Tendilla, Marqués de Altramuces, en un tiempo agregado de embajada, riquillo, gastado, lleno de dolamas y de crueles desengaños, con tres o cuatro achaques de gota en el cuerpo, y harto de zarandeos, de parrandas elegantes y de juergas aristocráticas, con muchas desilusiones en el alma y mucho desprecio para los hombres y sus cosas, y por tanto obsequioso, atento, observador, fino y, además, inteligente, leído y atiborrado de letra menuda.


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El Desertor

Rafael Delgado


Cuento


Al incomparable novelista
Don José María de Pereda
 

I

Cerca de un cerrito boscoso, en lo alto de una loma está el rancho. Del otro lado de la hondonada, a la derecha, una selva impenetrable, secular, donde abundan faisanes, perdices y chachalacas. A la izquierda, profundísimo barranco. Una sima de obscuro fondo, en cuyos bordes despliegan sus penachos airosos los helechos arborescentes, mecen las heliconias sus brillantes hojas, y abre sus abanicos el rispido huarumbo; un desbordamiento magnífico de enredaderas y trepadoras, una cascada de quiebra-platos, rojos, azules, blancos, amarillos-copas de dorada seda que la aurora llena de diamantes. En el punto más estrecho de la barranca, sobre el abismo, un grueso tronco sirve de puente.

Allá muy lejos, muy lejos, cañales y plantíos, los últimos bastiones de la Sierra, el cielo de la costa poblado de cúmulos, en el cual dibujan los galambaos cintas movibles, deltas voladoras. Más acá sombríos cafetales, platanares rumorosos, milpas susurrantes, grandes bosques de cedros, ceibas y yoloxóchiles, sonoros al soplo de las auras matutinas, musicales, armónicos. Allí zumban las chicharras ebrias de luz, y deja oír el carpintero laborioso, los golpes repetidos de su pico acerado.

Un manguero de esférica y gigantesca copa, toda reclamos y aleteos; a su pie dos casas de carrizo con piramidales techos de zacate: una, chica, que sirve de troje y de cocina; otra mayor, cómoda y amplia, donde vive la honrada familia del tío Juan.

Afuera canta el gallo, un gallo giro, muy pagado de la hermosura de sus cuarenta odaliscas; cloquean irascibles las cluecas aprisionadas; cacarean con maternal regocijo las ponedoras y pían los chiquitines de la última nidada veraniega. En el empedrado del portalón, Alí, el viejo y cariñoso Alí, sueña con su difunto amo, gruñe, y, de tiempo en tiempo, sacude la cola para espantarse las moscas.


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Genesiaca

Rafael Delgado


Cuento


No hay duda, está chiflado.

Lo repiten allí y pueden afirmarlo quienes le hayan oído. A lo mejor sale con dichos y ocurrencias que no le acreditan de cuerdo, sino de persona desequilibrada —como se dice ahora—, lo cual es tanto como asegurar que tiene flojo alguno de los tornillos más importantes del cerebro. Cervantes, el insigne manco, que no lo era para escribir de locos en libros inmortales, diría de don Aristeo que va en camino de parar en la casa del Nuncio.

¡Qué viejo tan afable y simpático! Dióle el Señor ingenio, viveza, voladora fantasía, fácil palabra y cierta maliciosa intención, muy alegre y donosa, para contar y referir. A cada momento da muestras de ser discretísimo, de que posee criterio muy sólido, y de que, cuando se mete en filosofías, no es brillo de oropeles su palabra conceptuosa. Padece de cuando en cuando tristezas y mutismo, y nublos de la mente le tornan, aunque por breves horas, huraño y desabrido.

Parlero y locuaz, si está de vena, es un gusto el oírle. De aquella boca desdentada salen a porrillo anécdotas, cuentos, chascarrillos y coplas, como guindas de cesta, enredados los unos en las otras.

No falta quien diga que el espiritismo le trastornó la cabeza. ¡Mentira y calumnia! Lo cierto, lo que nadie ignora, es que don Aristeo no tiene vacíos los mejores aposentos del piso alto, y que, cuerdo o no cuerdo, chiflado o no chiflado, el buen señor no es un bobo; que tiene trastienda y que le sobra pesquis para manejar sus dinerillos y para discurrir con acierto, y largo tendido, en muchas materias diferentes.

Todos le quieren, le llaman, le buscan y no hay en el pueblo mentidero ni corrillo que no le cuente suyo, ni comilona, merienda, jira, boda o baleo en los cuales no esté.


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En Legítima Defensa

Rafael Delgado


Cuento


Al Sr. Lic. Don Silvestre Moreno

—¡Buenas tardes! —dije, y detuve mi alazán delante del portalón. Nadie contestó. Volví la vista por todos lados y descubrí a un chicuelo casi desnudo que corría asustado hacia el jacal vecino.

—¡Buenas tardes! —repetí.

—¡Téngalas usted, señor! —contestóme entonces el anciano desde el interior de la casa, una casa de madera, nueva, bien dispuesta y cómoda.

—¡Apéese del caballo! ¡Y vaya si está bonito el animal! —prosiguió examinando atentamente mi caballería.

Obedecí al buen campesino, y eché pie a tierra.

—¡Tomás! —gritó con acento imperioso, revelador de un carácter enérgico y de un hombre acostumbrado a mandar y a ser obedecido.

Acudió un mancebo.

—¡Toma ese caballo, y paséalo!

Y volviéndose a mí:

—¿Sigue usté el viaje o pasa usté la noche en esta pobre casa?

—Pernoctaré aquí.

—¡Ah! —me contestó—. Pues entonces que desensillen! ¡Pase usté!

Entré.

—¡Tome usté asiento! —díjome con rústica afabilidad—. Aquí, afuera, que hace mucho calor.

Estamos en mayo y no ha caído ni una gota de agua; los pastos están secos, el café no florea todavía, y por todas partes se está muriendo el ganado!

—¿Y a usted qué tal le ha ido?

—¿A mí? —repuso, arrimando un taburete de cedro, toscamente labrado—. ¡Gracias a Dios, bien! Tengo monte y agua por todas partes. ¿No oye usté el río? ¡Aquí no falta el agua!

Y sentándose a mi lado principió a tejer una conversación tan sencilla como interesante, acerca de sus faenas agrícolas, de sus ganados, de su trapiche, de lo que prometían sus cafetales, si Dios mandaba dos o tres aguaceritos sobre aquellos campos.


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El Caballerango

Rafael Delgado


Cuento


A Gilberto Galindo

I

—¿Ónde vas, hermano?

—Por áhi, hermano, al banco!

—Entra a encachártela; te la convido. Luego dices que yo nunca me abro, y va lo ves, soy parejo. Ora tengo mis níqueles… ¡oye!

Y al decir esto, quien así discurría, se golpeaba suavemente el bolsillo del pantalón, dejando oír el sonido argentino del dinero.

—Pero si el patrón me está aguardando y voy por el «Tordo».

—Ándale, entra; aquí está mi compadre Tiburcio. Anoche la corrimos juntos y ahoy venimos a rematarla.

—A curártela, manito; luego se te echa de ver que estás crudo.

—Anda, dijo el primero, empujando a su amigo, ¿de qué le la echas?

—Ya sabes… dulce; pero bien picadito…

Y lentamente, arrastrando los pies de un modo característico, y con ese bamboleo particular que tienen para caminar los jinetes consuetudinarios, semejante al que adquieren los marineros con el compasado movimiento del inestable bajel, nuestros interlocutores bajaron el quicio de una puerta y entraron en la tienda.

Esto pasaba en una de las más concurridas y de mejor parroquia, en la de «La Poblanita», calle de la Angostura, centro de reunión de artesanos que hacen san-lunes, de garroteros en descanso, de operarios cesantes y de corredores al por menor de mercancías y productos nacionales.

—Compadre, ¿de qué la toma?

—Yo, compadre, lo mesmo… «vaca».

—Ya lo oye, doña, dijo el que invitaba; mi compadre Tiburcio repite; para nosotros… ya sabe mi constelación: «beso»… bien picadito.

La expendedora se apresura a servirlos. Frente al compadre puso un gran vaso de fondo estrecho y ancha boca, lleno de plebeyo «tepache» mezclado con rompope, y ante los afectuosos amigos otro mediano, rebosando cierto líquido fragante y de color de topacio.


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¡¡¡To... rooo!!!

Rafael Delgado


Cuento


A Emilio García


… Nunca he oído a los extranjeros invitar a España para que deje sus corridas, sin pensar en la fábula del león, que se recortaba las uñas.—E. QUINET.
 

I

Ha terminado la corrida.

Los músicos, fatigados y sin aliento, tocan los últimos compases de un aire andaluz, a cuyos acordes festivos viene a mezclarse, con cierta indecible alegría el tintinante ruido de las mulas encascabeladas que arrastran por la arena la palpitante res.

El circo resuena con repetidos estrepitosos aplausos, y a la fugitiva luz de un crepúsculo primaveral y ardoroso, los diestros, envueltos en sus capas recamadas de oro, con el capitán al frente y seguidos de los mono-sabios, atraviesan el coso, despidiéndose de los espectadores con una sonrisa por extremo amable.

Clarean gradas y lumbreras de sombra, y mientras aquí desmaya el entusiasmo y comienza el fastidio, por el opuesto lado aumenta el interés, y todo es movimiento, agitación y ansiedad.

El vasto redondel ha quedado escueto; pero no bien sale la cuadrilla y se cierra la pesada puerta, cuando saltando la barrera o deslizándose por los burladeros, como invasión de hormigas, desciende a las arenas una multitud de mozos y de chicos, en su mayor parte obreros, que pronto se esparcen en todas direcciones, disponiéndose para la lid.

Es de ver aquel movible conjunto de arrojados mancebos y de jóvenes resueltos que buscan el peligro sonrientes, placenteros, con heroica sencillez.


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Publicado el 1 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

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